Los nombres epicenos

Resumen del libro: "Los nombres epicenos" de

Los nombres epicenos son aquellos que, como Claude o Dominique, pueden utilizarse tanto en masculino como en femenino. En esta historia Claude es él y Dominique ella. Él despliega un gran empeño en casarse con ella, y después pone todavía más tesón en dejarla embarazada, sometiéndola a una extenuante disciplina sexual. Al fin logra su objetivo y como resultado nace la hija de ambos, a la que le ponen el nombre de Épicène, tomado del título de una obra teatral de Ben Jonson –contemporáneo de Shakespeare– y que es también un nombre epiceno.

Sin embargo, en cuanto se produce el nacimiento del bebé la obsesión procreadora del padre se torna indiferencia absoluta hacia su hija, una niña inteligente que crece envuelta en el absoluto desinterés de su progenitor hacia ella. Entre tanto, Claude y Dominique se han instalado en París, y él, arrastrado por una ambición social que también forma parte de sus empeños obsesivos, convence a su mujer de entablar amistad con una pareja de la alta burguesía financiera formada por Reine y Jean-Louis, cuyas hijas van al colegio con Épicène. Una pareja con la que Claude tiene un secreto vínculo –en forma de agravio– que viene de años atrás…

Y así, esta novela narra la historia de un doble rechazo y una doble venganza –una triunfante, la otra destinada al fracaso–, con unos personajes a los que no mueve el amor sino el odio. Nothomb explora con su sagacidad habitual las complejas relaciones paternofiliales y los resquemores del amor no correspondido. Y lo hace construyendo una suerte de perverso cuento de hadas contemporáneo, una fábula cruel, narrada con concisión, precisión y contundencia. Y sobre todo con un derroche de esa suculenta malevolencia con la que una vez más nos deleita en este relato ejemplar.

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Él no se desenoja.

Desenojarse es el tipo de verbo que solo tolera la negación. Nunca leeréis que alguien se desenoja. ¿Por qué? Porqué el enojo es algo valioso, que nos protege de la desesperación.

Tres horas antes, no existía nadie más feliz que él.

–Eres la más hermosa. Por tu culpa, todas las demás son feas. No. Por tu culpa, las otras mujeres no existen.

–Pues tendrás que acostumbrarte a ello.

–Llevamos cinco años haciendo el amor y nunca habíamos llegado tan alto. ¿Alguna vez habías oído algo parecido?

–No.

–Te llamas Reine. Al principio tu nombre me producía terror. Hoy no soportaría que te llamaras de otro modo. Reine te viene como anillo al dedo. Quédate entre mis brazos, amor mío.

–No puedo.

–¿Adónde vas?

–Voy a casarme.

–Muy divertido.

–No es ninguna broma. Me caso con Jean-Louis dentro de dos días.

–Pero ¿qué dices?

–Jean-Louis. Le conoces.

–Pero es a mí a quien amas. Es conmigo con quien quieres casarte.

–Cuando mis padres se casaron, estaban locamente enamorados. Han tenido una vida mediocre. Ahora mi madre le hace de criada a mi padre. Eso no es para mí.

–Conmigo no tendrás una vida mediocre.

–Llevamos cinco años juntos. Aparte de hacer el amor, no has hecho nada.

–No te he oído quejarte.

–No seas vulgar. Jean-Louis será el vicepresidente de una enorme empresa de electrónica. Me lleva a París con él.

–¡París!

–Sí. París. La excelencia, la gran vida. Es lo que siempre había soñado. ¿Cuántas veces te he dicho que quería marcharme de este pueblucho?

–Solo tengo veinticinco años.

–Y yo ya tengo veinticinco años. No puedo esperar más.

–¿Jean-Louis sabe que existo?

–¿Cómo no iba a saberlo?

–¿Y no le molesta?

–Es agua pasada.

–¿Pasada? ¡Hace media hora estábamos haciendo el amor como dioses!

–Era la última vez.

Reine acabó de vestirse en silencio.

–Amor mío, esto es imposible. Dime que es una horrible pesadilla, una broma de muy mal gusto, una provocación.

–Es la verdad. Adiós.

Una vez solo, él opta por el enojo. Para alimentarlo, decide vengarse. ¿Matando a Reine? De ningún modo. Eso se volvería contra él.

Quiere, sobre todo, que Reine sufra. Que sufra tanto como sufre él.

No se desenojará nunca.

Sentada en la terraza de su café preferido, Dominique saboreaba aquella tarde de sábado. Le gustaba aquel sol de septiembre, que calentaba sin quemar.

Secretaria en una empresa de importación y exportación, se sentía orgullosa de su trabajo. Su padre era marino en un buque de pesca, su madre no trabajaba. «Eres una mujer independiente, querida», le había dicho. «¡Bravo!»

Con veinticinco años veía el porvenir con confianza. Le gustaba su soltería. El amor llegaría a su debido tiempo. Cuando veía a algunas de sus amigas casadas y convertidas en madres, se felicitaba por no haber seguido sus pasos. ¡Encasillada, menudo destino más siniestro!

No se dio cuenta de que, en la mesa de al lado, un hombre la estaba mirando fijamente.

–Hola, señorita. ¿Puedo invitarla a una copa?

Ella no supo qué responder. Él lo interpretó como un sí y se sentó frente a ella.

–¡Camarero! Champán.

–¿Dos copas?

–La botella. Y del mejor.

El camarero trajo una botella de Deutz y llenó las dos copas.

–¿Tiene algo que celebrar? –preguntó la joven.

–Habernos conocido.

Brindaron. Dominique nunca había probado el mejor de los champanes y le conmovió que le pareciera tan bueno.

–¿Cómo se llama?

–Claude. ¿Y usted?

Ella contestó que se llamaba Dominique y que llevaba cinco años trabajando en la empresa Terrage. Luego se calló, porque no parecía que él la estuviera escuchando.

–¿A qué se dedica? –acabó por preguntarle ella.

–Tengo que ir a París para crear una empresa –le dijo con el tono evasivo de quien no desea extenderse sobre la cuestión.

Aquel hombre le daba un poco de miedo, no sabía por qué. Se tranquilizó pensando que, después de todo, era él el que la había abordado. ¿Qué importaba que se sintiera decepcionado?

–Es usted preciosa, Dominique.

Se atragantó con un sorbo de champán.

–Y no creo que sea el primero que se lo dice.

Sí, lo era. Hasta entonces solo su madre se lo había dicho y ella se lo había tomado con las lógicas reservas.

–No sé qué decirle, señor.

–Llámeme Claude. Somos de la misma edad.

–Yo no soy una creadora de empresas.

–No se preocupe por este detalle. Me gustaría volver a verla.

Él insistió para que le diera su número de teléfono. Ella se lo dio a regañadientes y se levantó enseguida para disimular su incomodidad.

Si hubiera sido una chica normal, habría llamado a una amiga para contarle la anécdota. Pero siempre había sentido una vergüenza que no sabía cómo explicar. Hablaba tan poco de sí misma que no sabía cómo llamarlo: se trataba de un complejo.

Sabía que todas las otras chicas no lo padecían. En su trabajo, tenía colegas petulantes acostumbradas a las lisonjas de los seductores. A ella nadie le decía esas cosas y había llegado a la conclusión de que no era guapa. En realidad, si nadie le tiraba los tejos era porque intuían su problema.

Aquel hombre –Claude, tendría que irse acostumbrando– no lo había percibido así. Se armó de valor para mirarse en el espejo. «Preciosa», había dicho él. ¿Qué había visto en ella?

Reflexionó. Un creador de empresas no tiene motivos para mentirle a una triste secretaria. No se había comportado como un hombre que busca una aventura. «Esperemos a que llame», pensó.

Transcurrió una semana. «Debería haber sospechado que no iba en serio. Menos mal que no se lo he contado a nadie.»

–Hola, buenas tardes, ¿podría hablar con Dominique, por favor?

–Yo misma.

–¿Qué tal está? Soy Claude.

–Pensaba que se había olvidado de mí.

–No es usted de las que uno pueda olvidar. Perdone que haya tardado tanto en llamarla. Tuve que viajar a París para cerrar unos asuntos esenciales de la empresa. ¿Está libre esta noche?

En el restaurante, él eligió por ella. A ella le sorprendió que le pareciera bien, además de sentirse aliviada: temía elegir platos poco sofisticados.

–Está usted muy elegante –dijo él con el tono de un experto.

Ella logró no ruborizarse. «Que hable él», pensó, «si no yo meteré la pata.»

–¿Cómo se llama su empresa? –le preguntó ella.

–En realidad es la filial de la empresa Terrage. Es de importación y exportación.

Ella se rió.

–Sabía que el otro día no me escuchó, sino se habría dado cuenta de la coincidencia. Yo trabajo allí.

–¿En Terrage? ¡Increíble!

Ella le preguntó cómo se llamaban sus colaboradores. Él contestó que, dejando a un lado al presidente-director general, no tenía ningún otro interlocutor. En ese momento ella sintió como su complejo le impedía respirar, y cambió de tema.

–¿Le gusta París?

–Siempre he querido vivir allí. Hay una energía única.

–Nunca he estado en París.

–Le va a encantar.

–Para eso tendría que ir.

–Cuando se haya casado conmigo, no le quedará más remedio que vivir allí.

Ella dejó los cubiertos, suspiró y dijo:

–No me gusta que me tomen el pelo.

–Hablo muy en serio, Dominique, ¿quiere casarse conmigo?

–Usted no me conoce.

–A primera vista he sabido que es la mujer que estaba buscando.

–¿A cuántas mujeres le ha ido con el mismo cuento?

–Usted es la primera.

Ella se levantó temblando.

–No me encuentro bien. Me voy a casa.

–Pero si aún no ha probado bocado.

–No tengo hambre.

Él la siguió hasta la salida.

–¿Me permite que la acompañe?

–No es necesario, y gracias por su invitación.

Empezó a andar muy deprisa y, aliviada, comprobó que él no la seguía. ¿Quién era aquel tipo? ¿Tenía que estar loco para comportarse así?

El aire frío disipó su malestar. Experimentó la alegría de la presa victoriosa, se metió en la cama al llegar a casa y se durmió sin soñar.

A la mañana siguiente, sonó el teléfono.

–¿Dominique? Me comporté como un patán. ¿Qué tengo que hacer para que me perdone?

–Dejarme tranquila.

–Entiendo. Le daré mi número. Llámeme usted, si le apetece.

Ella anotó el número que él le dictaba, convencida de que no lo utilizaría.

Los domingos almorzaba en casa de sus padres. De camino, se detuvo en la pastelería y compró un París-Brest.

El almuerzo transcurrió sin novedades. Hija única, Dominique había heredado la escasa conversación de su padre y la tranquilidad de su madre. Esta, sin embargo, se quedó mirando durante largo rato el rostro de su hija.

–¿Qué ocurre, mamá?

–No lo sé. Creo que te pasa algo importante.

–Deja ya de observarme, por favor.

Por la tarde, mientras daban un paseo, no hablaron mucho más. Pero Dominique sentía que su madre estaba en lo cierto. El paisaje la conmovía con mucha más fuerza, como si acabara de descubrirlo. La gente con la que se cruzaban la miraban de un modo extraño.

–¡Qué guapa está su hija! –les dijo una mujer a sus padres.

Por primera vez, Dominique pensó que le gustaría marcharse de aquella ciudad.

Una vez en su casa, tomó un baño para relajarse. Resistió hasta la hora de cenar y, para su vergüenza, marcó el número de Claude. Él descolgó a la primera señal, como si hubiera estado todo el día junto al teléfono.

–Esperaba de verdad que me llamara.

–No sé por qué lo hago. Hace que me sienta extraña. Va usted demasiado aprisa. Yo no le conozco.

–Es verdad. Soy demasiado impetuoso, es insoportable. Nunca me había comportado así, no me reconozco.

Quedaron para tomar una copa. Claude fue divertido y amable. Dominique pensó que lo había juzgado mal. Era un chico agradable.

Cada noche, él la citaba en un lugar distinto. La joven se dio cuenta de que esperaba aquel momento con ilusión.

El sábado siguiente, telefoneó a su madre para preguntarle si podía llevar a alguien al almuerzo del domingo.

–Claro que sí –respondió disimulando su emoción.

Por la tarde, Dominique le anunció a Claude que sus padres le invitaban al día siguiente. El joven manifestó un gran entusiasmo y se lo agradeció.

–¿En adelante puedo tutearte?

–Sí, es más natural –convino ella.

Llegó a casa de sus padres antes de lo habitual con la intención de echarles una mano. Claude llegó a las doce y media con un magnífico ramo de flores. La joven se encargó de ponerlo en agua mientras el invitado se instalaba en el salón. Cuando se reunió con ellos, supo que había superado la prueba con nota.

El joven conversaba con encanto y naturalidad, hizo honor a los platos, tuvo muchos momentos de distracción en los que observaba a Dominique, hizo cumplidos a la anfitriona sin excederse y se retiró después del café.

Por la noche, y por primera vez, el padre telefoneó a su hija:

–Este chico está muy bien. Me alegro mucho por ti.

–Gracias, papá.

–Te paso a tu madre.

–¿Qué tal, mamá?

–Claude es maravilloso, querida. Te quiere. Es serio. Y es guapo.

Aquel último comentario sorprendió a la joven. En primer lugar porque su madre no solía decir ese tipo de cosas. Y luego porque ella no se lo había planteado. ¿Era guapo Claude? Se esforzó por determinar si era así y tuvo que admitir que sí. ¿Tan insensible era a la belleza para no haberse dado cuenta de la de Claude? ¿Qué le había impedido percibirla?

Recordó algunos coqueteos que había tenido hasta entonces y no lo comprendió. Entonces no tenía nada que ver con la persona timorata en la que se había convertido. ¿Qué era lo que no le gustaba de aquel hombre? Tampoco se había enamorado de los otros, pero eso no la había molestado.

Sí, pero ahora, precisamente, tenía que estarlo. Claude quería casarse con ella, y la amaba. Reunía todas las cualidades con las que había soñado y sin embargo se sentía angustiada al estar junto a él.

¿Con quién podía hablar de ello? Nunca se había confiado a sus amigos sobre este tipo de cosas, habría sido incapaz de hacerlo. ¿Tenía algún sentido hablarlo con el mismo predador?

–Hola, ¿Claude?

–Querida, iba a llamarte. Tus padres son un encanto.

–Te quieren mucho.

–¿De verdad? ¡Qué bien!

–Mamá dice que eres guapo.

Él se rió.

–Tu madre es demasiado benévola.

–Claude…

–Dime. ¿Qué ocurre?

Bloqueo. Las palabras permanecían bloqueadas en el fondo de su garganta.

–¿Hay algún problema, Dominique?

Al oír su nombre pronunciado por aquella voz, su miedo se multiplicó.

–¿Quieres que vaya?

–No.

–Lástima. Mañana por la mañana me voy a París. No nos veremos en toda la semana.

–¿Es por tu trabajo?

–Sí, tengo que resolver unos asuntos importantes. Te echaré de menos.

Él se mostró amable y comprensivo. Cuando colgó, ella se puso a llorar. ¿Acaso estaba loca por tener reticencias respecto a un chico tan amable? Al mismo tiempo, tuvo que confesarse a sí misma que aquella semana de separación la tranquilizaba. Podría respirar un poco.

El domingo siguiente, sus padres le preguntaron por Claude. Ella respondió con las banalidades a las que se suele recurrir en estos casos.

Durante el paseo, Dominique se acercó a su madre y, haciendo acopio de un inmenso valor, se atrevió a sincerarse con ella:

–Mamá, no estoy enamorada de ese hombre.

–¿Y qué quiere decir estar enamorada?

–No lo sé. ¿Tú no estabas enamorada de papá?

–Sí. Pero no me hacía tantas preguntas, hija mía.

–¿Crees que me hago demasiadas preguntas?

–Sí.

–Pero tú no tuviste que dejar tu ciudad. Claude quiere que me vaya con él a París. ¿Te das cuenta?

–Si tu vida está en París, me parece bien.

Silencio.

–¿Qué pasaría si no me casara con él?

–Te lo reprocharías eternamente.

Ella suspiró.

–No te preocupes, Dominique. Ten confianza –le dijo su madre mientras la abrazaba.

Confianza: sí, esa era la palabra clave. ¿Por qué no iba a tener confianza en Claude? Su madre, que era una mujer más bien circunspecta, confiaba en él.

–¿Cuándo volverás a verle?

–Mañana por la noche.

–Todo se arreglará. Estar separados es lo que no te sienta bien.

Antes de tomar su tren, Claude fue a una tienda de perfumes, en los Campos Elíseos.

Los nombres epicenos – Amélie Nothomb

Amélie Nothomb. Escritora belga, nació en Kobe el 13 de agosto de 1967. A los cinco años, por razones profesionales de sus padres diplomáticos, marchó a China, a lo que siguieron estancias en Estados Unidos, Bangladesh, Birmania y Laos.

A los diecisiete años, Nothomb se instaló en Bruselas, estudiando Filología Románica en la Universidad Libre de la ciudad. Posteriormente fue a Japón para trabajar como intérprete en una multinacional, regresando definitivamente a Bélgica para dedicarse de lleno a la escritura. Ha recibido, entre otros, el Premio de Novela de la Academia Francesa.

Es autora de novelas de temática variada y actual. Se le reconoce una extraordinaria vivacidad y gran originalidad de sus temas. De entre su obra habría que destacar títulos como Estupor y temblores, Ácido sulfúrico, Higiene del asesino u Ordeno y mando, entre otros.