Ciencia Ficción

Los Jíbaros

Foto de Yoal Desurmont en Unsplash

Huir de los quintos era un asunto, pero meterse en la boca de lobo, territorio de leyendas, otro. Lo encontramos delirando con fraces [sic.] incongruentes. Murió hace una semana, no tenemos claro de qué. La vieja cree que puede tratarse del susto. En efecto, en estas tierras se cuentan historias mui estrañas [sic.]. La tropa es superticioza [sic.], comienza a impacientarse, y ya los jefes han tenido que aplicar diciplina [sic.]. Por supuesto, no me creo nada de lo que me dicen, son cuentos de viejas y de negros. Aunque el efecto comienza a pesar en mí: mientras más nos adentramos en estos montes, más enrarecido se siente el aire.

Fragmentos del diario de un mambí anónimo. Los viejos de la zona aseguran que la tropa a la que pertenecía se esfumó completa en una noche, sin que mediara batalla o ataque sorpresa del enemigo. 

***

Tras un mes zapateando aquellos montes olvidados de la mano de Dios, comido por unos mosquitos tan grandes que parecían zunzunes, el periodista comenzaba a creer que todo aquello era un gran error. La gente del pueblo no había tenido ninguna reserva por tratarse de un forastero. De hecho, le habían contado todo lo que sabían con un simple encogimiento de hombros que se parecía mucho a un «allá él». La mayoría contaba lo mismo, alguna historia muy superficial hecha por un abuelo. Otros testimonios eran más elaborados, recientes y en general, lo suficientemente valiosos. Y sin embargo, seguía sin dar pie con bola. Mientras más se alejaba de la cabecera municipal y se iba adentrando en los pueblecitos aislados y empobrecidos, más firmes eran las anécdotas. 

Una mañana se vio frente a frente con el hombre que, según todas las voces, era «el que más le sabía al tema». Era un campesino de edad indefinida, pequeño, de cuerpo macizo y cara achatada, muy parecida a otras mil que había visto en la zona. No podía descartarse que todos aquellos rostros blancos, dañados por el sol, de rostros chatos y redondos y pequeños ojos claros, tuvieran ancestros comunes. No era raro en aquellas aldeas minúsculas. El hombre dijo llamarse Pedro Yáñez, aunque todo el pueblo lo conocía como Winchester. Seguramente se debía a la escopeta de dos cañones, vieja pero reluciente, que no intentaba esconder. 

—Lo llevaré hasta allá —dijo, señalando la chimenea del Central, lo único que se veía entre la espesa vegetación —, pero a partir de ahí, todo es territorio de los Jíbaros.

Y sin decir una palabra más, había comenzado a caminar. Hacían la ruta a pie. Al periodista le parecía que estaban perdidos en un enorme campo de caña demasiado crecida, más alta que él. Pero el campesino parecía saber el camino y avanzaba con seguridad, aunque con cautela.

—¿Esta caña es normal? —preguntó el periodista en un susurro, sin detenerse a pensar por qué no quería levantar la voz.

—No —respondió Yáñez, en el mismo tono—. Se ha vuelto jíbara ella también, de cierta manera. Es difícil de explicar. Una vez vinieron unos agrónomos de Camagüey. A lo mejor querían recuperarla, no sé.

—¿En qué paró todo?

Yáñez encogió los hombros. Desde donde estaba, el periodista solo le veía la espalda, pero notó el aumento de la tensión.

—Fueron hasta donde no debían. A Camagüey regresó, si acaso, la mitad del grupo. No sé qué invento dijeron allá, pero más nunca vino nadie a investigar nada. Ni siquiera a saber qué le había pasado a los demás.

—¿Y qué les pasó?

—Usted no se me distraiga —respondió el campesino—. Si se pierde, se queda. No lo quiero dejar atrás, pero en estos montes no le debe coger la noche. Nunca.

Si el periodista creía que todo aquello era exageradamente dramático, se lo guardó. Tomó nota de la escopeta y de la soledad absoluta de aquel cañaveral infinito.

—No se oye ni un pájaro —volvió a murmurar.

—¿Cómo se llama, hijo? No le he preguntado.

—Ignacio, señor.

—Tiene el nombre de un tipo valiente. ¿Sabe esos documentales sobre animales que sienten los temblores de tierra? —El periodista asintió— Pues hágase la idea de que es lo mismo. Ya le explicaré cuando lleguemos a Santa Marta. Ahora cállese.

El periodista obedeció. Unos cuántos kilómetros más allá, había un descampado en el cual empezaba una larga calle. El periodista se fijó en que alguna vez, mucho tiempo atrás, había estado asfaltada. Un cartel señalaba «Santa Marta» con letras medio borrosas. La chimenea del Central sobresalía contra la línea anormalmente pareja de edificios.

—Este pueblo era calcado a los de las películas del Oeste —explicó Yáñez, mientras caminaban hacia dentro—. El “ferrocarril”, por allá, era un simple andén y un techito de cinc. Antes, estaba siempre lleno de guajiros con bultos y de pescadores que iban a Santa Cruz. Por ahí —señaló hacia la izquierda— quedaba un caserío. Si vas ahora, solo encontrarás yerba crecida y alguna piedra. Como casi todas las casas eran de madera, se pudrieron hace tiempo, pero hace unos… treinta años, más o menos, podías entrar en algunas que seguían en pie, y ver el fogón de leña, ya frío, con la comida achicharrada encima. Lo habían dejado todo tal cual. Simplemente un día dejó de venir nadie de allí. Ni siquiera el cartero a recoger el correo, nadie. Unos cuántos agarramos las escopetas y fuimos a mirar, pero ya sabíamos lo que había pasado.

***

Se dice, por ejemplo, que en la época de Menocal —pues el Central era propiedad de los descendientes del mambí que llegara a ser Presidente de la República—, había un guajiro llamado Díaz. Tenía unas tierras que colindaban con el territorio de los Jíbaros, que cuando aquello no se habían extendido hasta aquí. Generaciones y generaciones de dueños de esas mismas tierras los habían mantenido a raya. A veces se perdían personas, pero era un precio que había que pagar. Hay una especie de trato, que nadie explica a fondo, entre ellos (los Jíbaros) y “nosotros” (los del pueblo). Entonces llegaron los Menocal y quisieron emprender reformas para ampliar el Central y el pueblo y, claramente, había que sembrar más campos de caña para alimentar todo eso. Compraron todas las tierras de la zona, pero Díaz no iba a vender. Díjole todo al hombre de Menocal, quien por cierto no quiso rebajarse a ir en persona, que él cumplía una función allí. Intentó hablarle de los Jíbaros. Por supuesto, no funcionó: aquellos eran hombres de ciudad, con estudios, no guajiros supersticiosos.

Menocal encontró entonces una vía legal para demostrar que esas eran tierras de nadie, ya que Díaz no tenía, ni tuvo jamás, un papel. Casi nadie lo tenía en esa época. Como aun así no quiso irse, le mandó para allá a la Guardia Rural, para que lo sacara a la fuerza. Había algo con lo que no contaban: el hombre tenía un pozo artesiano en la misma cocina, y comida en latas para sobrevivir un año. También tenía muchas balas. Se encaramó al tejado y apuntó al camino, y los guardias tuvieron que esconderse detrás de lo que encontraran, porque estaba tirando a matar. Solo tuvo que aguantar hasta la noche. En esas tierras, es lo único que se necesita.

La leyenda de la zona dice que como no regresaron, Menocal mandó a sus propios hombres, gente de fuera. Regresó uno solo, le rindió cuentas al jefe y con la misma desapareció de por todo esto. Tras eso, el patrón se rebajó y fue con dos o tres empleados de confianza a hablar con Díaz. No se creía la historia, pero se sabía demasiado importante como para que se atreviera a hacerle daño. El guajiro lo recibió, le dio comida y bebida y lo invitó a pasar la noche. A la mañana siguiente, el hombre regresó solo al pueblo y fue directo a su casa, a guardar cama durante un mes entero. Cuando se recuperó dio órdenes estrictas de no molestar más nunca a Díaz y los suyos. 

Fragmento de las crónicas inéditas de Artemisio González, destacado historiador de la localidad, fallecido en la década de 1950 de un ataque fulminante al corazón mientras recorría los cañaverales “prohibidos” cerca del territorio Jíbaro.

***

Siguieron caminando en silencio. El pueblo estaba casi tan silencioso como el cañaveral. Las casas eran todas muy viejas, en su mayoría de madera, inclinadas a los lados. Crecía yerba y maleza por todas partes.

—Las casas son todas iguales. Las «importaron» también los americanos, cuando convirtieron el ingenio en un gran central. Están sobre pilotes, porque acá el mar entra feo. No sé si sabes lo que pasó en el año ’32… —El periodista asintió— Claro que lo sabes. Bueno, cuando el mar empezó a entrar llegó hasta aquí. Murió muchísima gente. Con el ciclón Flora fue igual. Todos los edificios lucen parecidos, salvo en el centro del pueblo. Mira, estamos llegando.

El joven levantó la vista que había mantenido fija en el suelo, intentando esquivar algunos guijarros blancuzcos, más afilados de la cuenta, que amenazaban con atravesar incluso las suelas de las botas. Unas cuadras más allá se podía ver una especie de plazoleta donde convergían todas las calles. Había un parque muy descuidado, una iglesia de piedra, bastante vieja, lo que quedaba de un cine y un edificio grande. El periodista supuso que sería la alcaldía o algo parecido. Buscó con la vista hasta dar con una casa medio derrumbada, justo frente a la iglesia.

—Creo que esta es la casa de mis bisabuelos —dijo.

Yáñez lo miró de forma rara.

—No sabía que eras de aquí —respondió, tuteándolo.

—Yo no, mis bisabuelos. Es una larga historia.

—Lo imagino —el campesino señaló un punto a la derecha —. Por ahí se llega al centro nuevo del pueblo. Los pocos que quedan son de allá. Hay una vieja que hace un guarapo buenísimo.

El periodista tenía sed, pero sobre todo, sentía un persistente dolor de cabeza.

—¿Y no habrá aguardiente, mejor?

—No. Aquí no es bueno que la gente de fuera tome alcohol.

—Porque se pierden en el monte y se los comen los Jíbaros, supongo —rezongó el joven.

No recibió respuesta. Resignado, comenzó a caminar detrás del campesino hasta llegar a una casa sorprendentemente conservada, donde les sirvieron un guarapo exquisito. La señora les dio conversación como quien no recibe visitas con frecuencia, pero al enterarse de lo que andaban buscando, se alejó el silencio. Yáñez se acodó en la mesa del comedor y esperó a que el joven hablara.

—Hay algo que quiero preguntarle hace rato, Pedro. ¿Usted tiene permiso para llevar eso?

Yañez miró la escopeta.

—¿Permiso de quién? ¿Del gobierno? —se echó a reír por primera vez y el joven vio que tenía una dentadura natural casi perfecta— El gobierno no jode mucho en esta zona. Saben que los Jíbaros están ahí, y como no tienen ni los recursos ni los cojones para meterse con ellos, no se atreven a estorbar a los que sí lo hacemos. Ninguno de nosotros se acercaría a estos montes sin esto —palmeó la escopeta, apoyada en la mesa—. No es que sirva para nada cuando de ellos se trata, claro. Pero con los Jíbaros funciona.

El joven volvió a levantar la cabeza.

—¿Ellos?

El campesino se dio un largo trago de guarapo y se secó la boca con la muñeca.

—Ahora deja que sea yo quien pregunte. ¿Qué es lo que sabes exactamente?

Ignacio tomó nota del cambio de tema, pero lo habían educado para respetar a los mayores y no quería disgustar a su única fuente. Organizó mentalmente sus datos y respondió.

—La primera historia me la contó mi abuelo. Sus padres se habían ido de aquí para Camagüey, prácticamente con lo puesto. Siempre hablaban de Santa Marta con cariño, pero no le contaron lo que pasó. Averiguando, un día di con la leyenda. Estaba en las crónicas de un historiador y antropólogo muy conocido de la República, que a su vez las había copiado del testimonio de un monje español en 1535 y más adelante, del diario de un mambí. Decía que los conquistadores españoles habían traído una especie muy rara de perros y los habían enseñado a perseguir y matar a los indígenas y más tarde, a los esclavos fugados. Se dice que incluso los dejaban comerse vivos a ciertos prisioneros y tal, todo muy turbio. Los perros conocían la sangre humana y se volvieron… Bueno, la leyenda decía que diabólicos, pero no sé cuánto crédito dar a eso, la verdad. 

Ignacio sonrió, pero Yáñez no le correspondió el gesto. 

—En fin, los conquistadores no sabían cómo controlarlos, se habían vuelto demasiado peligrosos hasta para ellos. Intentaron sacrificarlos, pero un grupo de perros logró escapar. Y aquí es donde se vuelve leyenda: se supone que esos mismos perros, o sus descendientes, siguen viviendo en esta zona, y son los responsables de desapariciones, asesinatos, caseríos fantasma y todo lo demás. Desde 1500 y pico hasta ahora. Parece poco probable, cuando menos.

Yáñez asintió.

—¿Y qué piensa usted?

—Bueno, al principio pensaba que los perros no existirían ya. Pensé: unos perros que se vuelven locos, o más probablemente se contagian, vamos a suponer, de rabia. En su momento armaron un micro caos, quizás atacaron a varias personas, que acabaron muriendo. Quizás, si era rabia, llegó a haber una epidemia a pequeña escala. La gente de esa época era supersticiosa. Eliminan a los perros, pero la leyenda queda, y crece. O algunos escapan, pero eventualmente… y es que han pasado quinientos años… incluso asumiendo que se mezclaran con perros de la zona, lo que quedaría de la raza original sería básicamente nulo.

El campesino llamó a la vieja y consiguió que les rellenaran los tazones con guarapo fresco.

—Ahora, después de haber venido aquí, no sé qué pensar —continuó Ignacio —. La mayoría de los sucesos de cierta escala por los que culpan a los perros, tienen explicaciones perfectamente normales.

—Esta zona ha tenido su buena cuota de problemas —admitió Yáñez.

—Exacto. Ciclones, inundaciones, miles de muertos. Ya eso solo basta para explicar muchas cosas. Luego, cuando empezaron a cerrar centrales, como este mismo, los pueblos cuyas economías giraban alrededor de ellos se iban muriendo. Eso tiene toda la lógica del mundo. Pero luego hay cosas, como lo del caserío que me señaló usted, o los mismos agrónomos desaparecidos de la Universidad de Camagüey… ¿Sabe que allá se dice que se fueron del país?

—No me extraña. Eran los años 90, a Santa Cruz le decían «La Parada» porque las balsas y lanchas salían casi diario para el Norte. Mucha gente venía de paso y nos dejaban hasta el carro en que habían llegado, luego no se sabía más de ellos. Al gobierno le gustaba esa justificación, la usaron mucho. ¿Alguien desapareció y la última vez andaba por Santa Cruz? Se fue ilegal. Era fácil.

—Sí. Pero cuando uno habla con ustedes, los nativos, no parece tan simple. Es como si se creyeran de verdad esas leyendas extrañas, esas cosas casi sobrenaturales que pasan acá. Y al mismo tiempo, siento que me ocultan algo. 

A Yáñez le brillaron los ojos.

—Sobrenaturales dice… Es una buena manera de ponerlo. Usted mismo notó algo raro en el cañaveral. En esta zona casi no hay animales. Ni pájaros ni insectos, salvo los cabrones mosquitos. El territorio de Jíbaros es casi infértil. Es como si la vida huyera de aquí. El pueblo está muerto ya, aunque todavía queden tres o cuatro familias. La gente que se queda es porque se aferran, pero casi todos son viejos que no tienen cómo empezar en otro sitio. De noche, todas las puertas de Santa Marta se cierran a cal y canto, y pocos pueblos en Cuba tienen tantas armas de fuego como este. ¿No lo siente usted, periodista? ¿No es capaz de respirarlo?

A Ignacio se le agudizó el dolor de cabeza. Era cierto: el ambiente era pesado, hasta el aire se hacía más difícil de respirar. 

—No son perros, ¿verdad?

Yáñez lo miró.  

—Bien, entonces no son perros. ¿Qué son?

El campesino se recostó más cómodamente en el taburete.

—Hace mucho, mucho tiempo, en la época de Menocal, había un guajiro llamado Díaz. Él hacía lo mismo que hago yo ahora, y andaba con esta mismita escopeta que ves aquí. Podemos decir que yo soy su sucesor. Hay una especie de trato, ¿entiendes? Entre Ellos y nosotros. Los que se perdían de noche, o desafiaban voluntariamente su suerte metiéndose en su territorio, no eran problema nuestro. Díaz tuvo un problema con Menocal, que no se creía la leyenda, así que lo invitó a pasar una noche en su casa, al pie del territorio jíbaro. Al regreso, Menocal declaró que a Díaz no podían tocarlo ni con el pétalo de una rosa y hasta le concedió un salario de 35 pesos mensuales, altísimo para la época.

—Lo que usted me quiere decir es que un hombre de negocios, racional, cuya familia dirigió no solo el pueblo sino literalmente el país, se creía lo de los Jíbaros.

—No solo lo creía. Lo comprobó. Incluso este gobierno, que tanto odia las leyendas y los cuentos de viejas, los ha dejado tranquilos. Cuando los barbudos llegaron a esta área, a tomar el control del pueblo y el Central, oyeron la historia. Muchos eran guajiros. De otras zonas, sí, pero gente de campo en general, gente que sabe que en estos montes pasan cosas que no vienen en la prensa. Esos querían dejar las cosas así. Pero los otros, los muchachos de ciudad, se rieron en nuestra cara. Fueron hasta allá. Regresaron unos cuantos, pálidos, y no sé qué dijeron a sus superiores ni me importa, pero no nos molestaron más. Llegaron los rusos, se regaron por todas partes, se pusieron frenéticos cuando un par de ellos desapareció… Pero esa gente tiene creencias mucho más locas que nosotros, y acabaron zanjando el tema. Esa zona es básicamente terreno virgen.

***

Yo solo sé esto que te voy a contar. Me tocó ir allí como parte de una pesquisa de rutina y todavía hoy creo que me mandaron por ser el nuevo. Colindaba con el terreno prohibido. La paciente tenía casi 90 años, pero estaba perfectamente sana. No tenía casi arrugas, ni achaques de ningún tipo, pero aunque respondía a estímulos, tampoco despertaba. Estaba en una especie de estado de hibernación, algo difícil de explicar incluso para mí que soy médico. No parece el tipo de cosas que un ser humano normal puede hacer, sabes. La familia me explicó, con toda tranquilidad, que era hija de una de las personas de la “casona grande en medio de la ciudad de los Jíbaros”. Me dijeron que ella había decidido irse de la casona para estar con su marido, un “hombre de fuera”, y que luego de la muerte de él, se quedó porque le gustaba más estar allí. Que si quería dijera que se había muerto y la habían enterrado. “Total, habrá que decirlo de todas formas si no se despierta pronto”, añadió la hija. Aquel lugar era rarísimo y había algo en el ambiente que me erizaba todos los pelos del cuerpo. 

Los hijos y nietos de la vieja tenían algunos de sus rasgos, que aunque eran perfectamente normales, no se sentían como tal. Ni siquiera intento explicarlo: es la sensación que tienes cuando ves un muñeco demasiado humano. Leí en internet que se le llama no sé qué del Valle Inquietante, búscalo si te interesa. Recogí mis cosas, salí a toda velocidad de aquella finca y puse en los papeles exactamente lo que me habían dicho. Por supuesto, no le comenté nada a nadie, y pedí un traslado al quinto infierno, un pueblecito más recóndito todavía, con tal de alejarme de Santa Marta para siempre. Y no, no te dejaré usar mi nombre. Sé que nadie va a creerme. Hace algunos años, yo tampoco lo habría creído. 

Entrevista realizada por el director de la emisora provincial a un médico que ejerció el Servicio Social en Santa Marta. De ahí nació la decisión de enviar a Ignacio Gómez a cubrir la historia. 

***

Ignacio daba golpecitos con el bolígrafo en la agenda en que lo había anotado todo. Preferiría grabar, pero notaba que los campesinos se cerraban en cuanto sacaba el dispositivo, así que había optado por escribir, como en la vieja escuela. La vieja escuela seguramente tenía el túnel carpiano en su punto, pensó. Se dio cuenta de que estaba divagando y de que en su nerviosismo, había empezado a morderse el interior de la boca. Se obligó a parar.

—Quiero ir allí —dijo finalmente.

Yáñez solo lo miró. Su cara no expresaba cosa alguna, salvo quizás resignación.

—Claro que no.

—Quiero ir allí —repitió, con más serenidad —. No hasta territorio Jíbaro. Ni siquiera quiero verlos. Pero quiero ir al borde aunque sea, ver lo que hay más allá.

El campesino asintió. Llamó a la señora, le pagó los cuatro guarapos y le dijo que iban a adentrarse un poco más. Ella miró al sol que ya estaba bajo en el cielo, pero no dijo nada. Emprendieron la marcha hasta que salieron del pueblo y pasaron el Central. Su aspecto abandonado pesaba un poco en el periodista, que iba en silencio. Pasaron por el caserío fantasma cuando la luz empezaba a volverse rojiza, y llegaron a un punto todavía más allá. A partir de una línea casi visible, el paisaje se volvía más agreste y, en la mente agotada de Ignacio, más extraño. El dolor de cabeza persistía. Allí era mucho más intenso.

Yáñez siguió avanzando y él, sin decir una palabra, lo siguió. Al cabo de un tiempo que no pudo determinar, dieron con un claro bastante grande. Estaban en una especie de elevación y, ante los ojos atónitos del joven, debajo se extendía otro pueblo, uno que sospechaba no aparecía en ningún mapa de Cuba. Los edificios eran pocos, pero mezclaban varios tipos de materiales y arquitecturas. Se levantaban en círculos concéntricos, y desde fuera hacia dentro parecían ir envejeciendo. Las técnicas de construcción también se hacían más anticuadas a medida que llegaban al centro, en el cual se alzaba una casa grande, donde al parecer todos los estilos confluían. «Le han añadido habitaciones», pensó Ignacio, y sintió que había dado en el clavo. Alguien había ido añadiendo habitaciones en aquella casa indescriptible, como mismo habían añadido elementos a aquel pueblo en medio de la nada. Durante mucho, mucho tiempo.

—No vinieron con los conquistadores, ¿sabe usted? —dijo de pronto Yáñez, y el joven disimuló un sobresalto— Estaban aquí mucho antes. Antes incluso que los indios, que hablaban de ellos en voz baja y les hacían sacrificios humanos. Ellos fueron los que hicieron el pacto. Quizás siempre estuvieron, aunque la leyenda dice que llegaron del cielo y desataron el infierno.

—Los aborígenes cubanos no hacían ese tipo de sacrificios.

—Los aborígenes cubanos eran una cosa, y los de aquí eran otra. Sabían del peligro y lo apaciguaron a su manera. En realidad no mataron a nadie, simplemente los traían hasta aquí y se los entregaban. Lo que sucedía después, nadie lo sabe.

—Pero, finalmente, ¿qué son? —preguntó el periodista, exasperado.

—Son gente como usted o como yo. O al menos lo son ahora. Usted tenía razón en algo: lo que queda de la raza original es casi nada. Llevan mucho tiempo mezclándose con nosotros. No se comen a la gente, como dicen. O al menos… no sé, la verdad… creo que a algunos sí los matan, porque no los he vuelto a ver. Yo reconozco a la mayoría aunque sea de vista, ¿sabe? 

—Como en esos documentales en que marcan a los animales para reconocerlos luego —respondió el joven. 

—Pudiera decirse. Supongo que solo matan a los que son un peligro. A los otros, los convierten en algo así como… es difícil de explicar. Usted habló de la rabia… podría ser algo así, algo contagioso. Tienen que subsistir. Tienen que reproducirse. Esos son los verdaderos Jíbaros: humanos que viven atados a ellos, los que todavía tienen aunque sea un poco de la sangre original. Esos, bueno, no son completamente humanos. Aunque parecen gente, le repito, como usted y como yo.

—Y solo salen de noche, dice usted.

—No, pero prefieren la oscuridad.

El joven sonrió y negó con la cabeza.

—Jamás me aceptarían una historia así en el periódico. He perdido el tiempo.

Yáñez no contestó. El periodista se dio cuenta de que las sombras se habían alargado mucho, y miró el sol que se ponía.

—Creo que deberíamos regresar.

—Yo creo que no —respondió Yáñez y, con toda la tranquilidad del mundo, levantó la escopeta y le apuntó a la cara.

El periodista levantó las manos instintivamente, en un gesto que en ese momento se le antojaba estúpido. Yáñez se adelantó y le quitó la mochila donde guardaba, entre otras cosas, la libreta donde lo había apuntado todo. Le señaló al pueblo y le dijo que bajara. Con la cercanía de la noche, de las casas había empezado a salir gente, que desde donde estaban se veían pequeñas y borrosas. El joven se dio cuenta de que no estaba en condiciones de resistirse ni de huir. El dolor de cabeza había aumentado hasta un nivel increíble.

—Su trabajo no consiste en mantenerlos a raya, como insinuó en la historia de Díaz, ¿verdad? Usted trabaja para ellos.

—No seas infantil. 

—Es el pacto, entonces. Sigue cumpliéndose, aunque ya no queden aborígenes. En eso consiste. Su trabajo no es protegernos de ellos, sino al revés.

El campesino seguía su camino, sin dejar de apuntar directamente entre los omóplatos del joven.

—Díaz, que por cierto era mi abuelo, y otros muchos antes que él, hacían cumplir el pacto. Quedan aborígenes, ¿quién le ha dicho a usted que no? Se mezclaron con los otros que llegaron luego. Llevamos su sangre. Sin nosotros, los Jíbaros se desbocan. No quieres saber lo que armaron en el caserío abandonado, no quieres saber las cosas que pueden hacer cuando ellos no pueden controlarlos. Y últimamente los controlan poco. 

—Su fuerza se desvanece a medida que se desvanece el ADN original.

Yáñez se encogió de hombros.

—Supongo. No sé. Solo sé que antes tenían más límites y que los cumplían mejor, y ya no. Tienes una ventaja, aunque no lo creas: tu familia es de por aquí. He notado que ellos reconocen eso. Quizás incluso lleves un poco de su sangre y lo tengan en cuenta. 

—¿Qué me van a hacer? 

Estaban muy cerca del círculo exterior, y ya los Jíbaros se habían reunido a esperarlos. Eran muchos, y no tenían una sola fuente de luz. El periodista vio más de cien pares de ojos, brillantes como los de los gatos, contemplarlo en silencio. Luego sintió, más que vio, el movimiento en la casa grande, la principal. La de ellos. Probablemente salían a buscarlo. Yáñez se detuvo, pero no bajó el arma ni les dio la espalda. Los Jíbaros comenzaron a rodear al joven, que empezó a gritar y forcejear, aunque no había mucho que hacer.

—Eso lo sabrás pronto, Ignacio —susurró el campesino —. Buena suerte, hijo.

Meneando la cabeza, dio la espalda y regresó a Santa Marta.

***

La historia de los perros jíbaros hace agua por los cuatro costados, pero a la gente de la zona no parece importarle. Mientras más pregunto, más capto que me están hablando de algo evidentemente distinto y, aun así, siguen llamándolo «perros jíbaros». Como si se vieran forzados a usar el falso término cuando en realidad les da lo mismo que la mentira salga a la luz. O como si creyeran que no podría, por más que me dé cuenta, dar con la verdad. 

Fragmento de un audio que envió, por WhatsApp, el periodista Ignacio Gómez, natural de Camagüey, desaparecido hace dos años. Presuntamente, se fue ilegal del país. Su familia reniega de la investigación oficial.

M. J. Chávez. Santiago de Cuba, 1995

Egresada del Centro Onelio en 2016. Ganadora de una beca “Caballo de Coral”. Premio Oscar Hurtado de Ciencia Ficción y Fantasía 2021 y Mención en la edición de 2022. Mención en Narrativa y Premio Colateral de la AHS del Concurso Regino E. Boti 2023, con el libro de ciencia ficción Solo un poco de caos. Miembro de la AHS. Varios cuentos suyos han aparecido en la revista de fantasía y ciencia ficción Korad . Incluida en las recopilaciones Ariete. Antología de la más joven narrativa cubana (Editorial Guantanamera, 2018), País de Fabulaciones (Cubaliteraria, 2019) y Alta definición. Antología de cuentos inspirados en los medios de comunicación (Editorial Primigenios, 2020).