Policial

Mala sangre

Después de todo, qué es el cuerpo, hermanito. Vamos todo el tiempo contra él. Y el tiempo es cada vez más corto. No te alcanza para un joraca. Por eso, lo mejor, es tener la conciencia clara. Y como decía el poeta: la mejor manera de esperar es ir al encuentro.
Guillermo Saccomanno, Zippo.

Las ratas. Odio las ratas. Hurgan en los espacios como si fueran cachorros y devoran la comida con la rapidez de los conejos. Eso debieran ser: perros o conejos; pero prefieren ser ratas merodeando en la cocina.

Son tantas que se atropellan, como las penas de esa canción que recuerdo para no arrepentirme después, cuando ya no haya remedio. Se agolpan unas a otras y por eso no me matan; porque descargo contra ellas, escoba en mano, toda mi fuerza de hembra y hombre de la casa: de mi cama, mi baño y mi cocina.

Mi casa es un basurero sin macho, varón, tipo, fulano que haga algo por mí y por ella.

—¡Café! —grita desde la sala la mayor de mis desgracias.

Qué suerte la de mi madre, qué sabia fue al morir temprano y evitarse el disgusto de un hijo sinvergüenza y amputado. ¿Por qué me nombraría Arminda si luego iba a dejarme tal herencia?

Arminda, la armonía.

Arminda, la paz del hogar.

Arminda sin marido, al filo de los cincuenta años y con unos calores que se agudizan con la leña del fogón.

—¡Café! —repite quien insiste en ser llamado mi hermano querido.

Mi hermano del alma, la mala sangre que decidió salir de la prisión y desgraciarme la vida al precio que hubiera que pagar, como las ratas tras el queso.

Un demonio que llenó de keroseno sus venas; porque en la cárcel es muy duro convertirse en la cantimplora de los hombres y él, allá dentro, no podía ni merecía ser más que eso.

Un pendejo sin brazos y sin piernas. No necesita de ellos para vivir quien tenga una hermana que se llame Arminda.

Una raza nueva. A quien el keroseno, para mi desgracia, no le destruyó la lengua.

Me lo prometió en la cárcel: “si me dejas aquí me quitaré la vida”; pero no es del tipo de hombres que piensan que lo prometido es deuda. Cuando volví a verlo, su promesa ya era una amenaza: “lo he pensado mejor, casi me quitaré la vida”.

Él fue un hombre de amenazas. Ya no. Ya no engaña a nadie.

—Libertad para el tullido —sentenció mi capitán y lo trajimos a casa en su silla de ruedas.

Libre.

Sin keroseno en sus venas.

Libre.

Sin brazos y sin piernas.

Libre.

Libertad para el tullido; porque, como las promesas, las amenazas se cumplen.

—¡Café! —insiste el amor de mis amores.

Soy Arminda, la armonía.

Arminda, la paz del hogar.

Arminda, la sin marido que no logra prender el fogón de leña.

No nace lo que no crece. Así reza en el libro de la vida como si hubieran pensado en él para escribirlo: en las uñas de sus manos y en los huesos de sus carnes. En sus entendederas necias.

¡Por Dios, qué rata! El hambre las obliga a salir del escondite y descuidan su intuición de animal en peligro. El hambre y una cría que alimentar. Por eso rebotan contra el queso cuando logro estar atenta, dominar la escoba y partirle en dos el espinazo.

El espinazo. Nada más que espinas le quedan al tullido y eso gracias a mi capitán, que me detuvo cuando quise golpearlo. Lo pensé, sí, y no sólo una vez.

Mi capitán es una persona buena. Él cuidó de mi hermano en la calle y lo favoreció en la cárcel.

Somos buenos amigos. A veces, como ahora, viene a vernos y pregunta qué necesitamos.

—Ya no necesito nada.

—No empieces con lo mismo, Arminda.

—Lo que necesité de ti debí buscarlo en otros; pero no, preferí ponerme vieja en la cocina.

—No te hagas la infeliz.

—Libertad para el tullido, ¿recuerdas? —le repito sus palabras a modo de respuesta.

—Es libre, Arminda, no te quejes.

Él jura que me ayuda por los viejos tiempos. Por lo que pudo ser y yo, por cobarde, no dejé que sucediera.

—Sin brazos y sin piernas.

—Libre, Arminda.

¿No ve que sus palabras son a mis oídos lo que el cuchillo a la carne? ¿Lo que la escoba a las ratas?

—Vivo. Sin keroseno en sus venas.

—Libre —dice y sabe que me hiere.

Porque las penas compartidas duelen menos, y porque está tan solo como yo, repite sus palabras cada día. A la misma hora, cuando viene a casa con el pretexto de saber sobre el tullido. En la cocina, el sitio que nos hace realmente libres.

Ya no le gusto a mi capitán. Ya no somos los de antes y hay cosas que no tienen remedio.

—¡Café!

Cuando aún no era capitán me quiso hacer su novia; pero mi hermano dijo que no quería soplones en la casa y tuve que seguir robándole los besos a mi almohada.

Él sabe de los besos. Y de mis manos en los pezones. De mis dedos haciendo de las suyas y el temblor de mis caderas.

—¿Cómo pude ser tan tonto?

—Cobarde es la palabra —rectifico y al fin logro que arda la leña.

Su lengua habla de errores. La mía de soluciones.

—¡Rata del demonio, ya tú no haces más el cuento! —protesto y él me mira.

El capitán me hubiera hecho feliz, pero ya no hay suerte para bodas.

—¡Café!

Si el tullido no hubiera matado a la vieja, yo sería como las rubias de las revistas; esas mujeres de uñas y pies finos que se afeitan su cangrejo y vuelven locos a los hombres.

¿Le gustaré a mi capitán si me afeito el cangrejito? Tal vez no. Quizás prefiera las cosas a la antigua, como eran cuando debió montarme sobre el lomo de su caballo.

Quién me viera, irresistible para mi capitán, como las rubias.

Arminda, la de las nalgas de oro.

Arminda, la de las tetas lindas.

Pero mi hermano tuvo que empujar a la vieja. Y la vieja decidió morirse; porque también se ha escrito en el libro de la vida que padeceré las malas rachas.

Lo de la vieja fue casualidad. Una desgracia para quien engordaba con bajezas su expediente de hombre nacido con suerte para los delitos.

Dichoso cuando extraía las carteras de los bolsillos ajenos.

Y arrimaba entre la multitud su cuerpo lujurioso al de las hembras.

Afortunado si pedía dinero a cuenta de otro.

Y bajaba los pantalones del más débil.

—¿Otra vez callada? –dice mi capitán, que ya comienza a acostumbrarse a mis silencios.

—Hablando para adentro, como las locas.

—Tú no estás loca, Arminda. Sólo necesitas dedicarte un tiempo.

—Acabar con estas ratas es lo que necesito.

—Eso se resuelve con veneno.

—No hace falta. De ti sólo quiero besos.

—Arminda, por favor, cambiemos de tema.

—Para todas las cosas hay una última vez, ¿no?

Un día fue el de la mala estrella para quien aún no era el tullido; porque la vieja cae, se golpea la cabeza y muere.

Las ratas son ágiles para sortear obstáculos; la vieja no. Ella cayó en la ratonera de su silla de ruedas. Bajó la escalinata, peldaño a peldaño.

Colosal la escalinata.

Lenta la silla de ruedas.

Tal vez mareada la vieja.

Quizás muerta del susto y no del golpe en la cabeza.

Él lloraba cuando lo esposaron. También cuando dijo “si me dejas aquí me quitaré la vida”. Después no hubo llanto, como si el hecho de pensar mejor las cosas le hubiera secado los lagrimales. Creo que sonreía tras decir “casi me quitaré la vida”.

—¡Café! –chilla el culpable de mis penas y una cría se escapa de mi escoba.

Yo soy la samaritana. La que pongo en su boca el alimento. La que pago a otra hembra el precio por su placer, cuando al tullido le aburren las revistas de las rubias de cangrejito sin pelos. No digo a veces. No digo quizás. O tal vez. Simplemente es así, como un grito que no da margen a las posibilidades: soy la samaritana.

—Eres de oro —es el consuelo de mi capitán.

Arminda, de oro como el vellocino. Con mi casa convertida en un basurero sin macho, varón, tipo, fulano que haga algo por mí y por ella.

Arminda, de oro como las rubias de las revistas; esas hembras que no saben de ratas.

Las ratas. Odio las ratas que arrugan mi existencia. Si fueran perros o conejos; pero no, son ratas que envejecen como mis penas.

Mi capitán insiste en el veneno. Desconoce que para acabar con ellas no necesito de sus buenas intenciones.

—De ti sólo quiero besos —le recuerdo. Y pongo en la taza las gotas del remedio.

Me han dicho que esa fórmula no falla. Que no hay rata que quede viva. Es apenas un pedacito de zinc corroído en el ácido de la limpieza. Una enjundia que, gota a gota, les pudre la sangre hasta matarlas. Cinco días es el plazo.

—¡Café!

—¿Le llevas a mi hermano? —le pido a mi amado capitán— Aquí va su remedio para los dolores.

Él, una vez más, cumple la tarea de llevar la pócima a quien un día fue un hombre de amenazas y hoy no engaña a nadie. Cuida al hermano que no tuvo. Al amigo que nunca le llegó. Al hijo que jamás tendrá. Los hombres son demasiado predecibles.

Le acerca la taza a la boca. La rata deja de chillar. Bebe.

Después de todo, qué es el cuerpo, hermanito. Vamos todo el tiempo contra él. Y el tiempo es cada vez más corto.

Libertad para el tullido. No todos tienen el derecho de aferrarse a la vida. Por eso lo mejor es tener la conciencia clara.

Pobre capitán mío que pronto será el hombre más solo del mundo.

Hoy es el quinto día. La mala sangre acabará de saturarse con el brebaje.

Yo bebo mi taza. La mejor manera de esperar es ir al encuentro.

Quizás, pronto, también para mí se haga la luz.

Rebeca Murga. La Habana, 1973. Narradora y crítica literaria

En el Concurso Internacional de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón, España, recibió el Accésit en 2003 y en 2004 obtuvo el Premio. Ha colaborado con la revista especializada en literatura negra La Gangsterera, de España. Tiene publicados, entre otros, los libros: La enfermedad del beso y otras dolencias de amor (Ediciones Unión, La Habana, Cuba, 2008) y El esclavo y la palabra (Ediciones San Librario, Bogotá, Colombia, 2008).