Policial

Morir al sur

XVI

Tras horas de caminar por la selva, llegaron a un camino vecinal en donde les esperaba una camioneta de redilas. Se subieron en la parte trasera, en compañía de hombres y mujeres que habían cambiado su ropa táctica por vestimenta común, volvían a sus comunidades después de recibir entrenamiento. Aún faltaban un par de kilómetros antes de entrar al pueblo, cuando, con unos golpes al toldo, se bajaron para hacer a pie el último tramo y dispersarse. 

Cuando Santiago llegó al parque, buscó una central telefónica. Tomó una de las monedas que le dieron para el transporte. Quería marcarle a su madre. Entró a una de las tiendas que estaban enfrente. Le proporcionó a la operadora el número y mientras esperaba, ojeó la pila de periódicos y revistas que tenían sobre una mesa. Una imagen espeluznante le obligó a tomar el ejemplar y abrirlo en busca de la nota que acompañaba la noticia.

La fotografía mostraba a una mujer recostada boca arriba en una camilla. Tenía los ojos abiertos y la lengua fuera de la boca. El rostro estaba muy golpeado, pero la reconoció casi de inmediato. Era Magda. Al fondo de la imagen podía verse el Cañón del Sumidero. El titular rezaba: 

Vuelve el «Asesino del Puente»

Había más fotografías, tomadas desde otros ángulos, retratando con lujo de detalles la forma en que habían encontrado el cadáver, con la ropa desgarrada y contusiones. Sin saberlo, alguien había enviado un mensaje. 

No sólo había regresado el asesino, sino que se había llevado a su única testigo para tratar de resolver el enigma que hizo pender sobre su cabeza una sentencia de muerte. La encargada de la caseta, con el auricular en una oreja negó con la cabeza. Aquello ya no importaba. En su mente rondaba una pregunta que lo volvía loco: ¿El asesino sabía quién tenía las fotografías? 

Se apresuró a darle otro número, la llamada fue atendida rápidamente, así que la operadora le indicó la caseta donde podría hablar. 

—Oficinas del Servicio Médico Forense.

—Rubio.

—Ya te dije que no me llames así, cabrón, menos aquí.

—No tengo tiempo, no ahora.

—¿Qué pasa?

—Ya sabes, ¿fue él?

—Bueno, el parecido es consistente.

—Pero es una mujer.

—Sí. Es un poco raro. Quizá la confundió y pensó que era transexual.

—No seas bruto, necesito que me digas si coincide con los muertos del hotel en algo, busca bien, mi Rubio.

—Yo busco y te aviso. ¿Estás bien? Suenas raro… 

Colgó el aparato y salió de la tienda. Por su cabeza rondaba la imagen de Magda: sola, tendida en un paraje, esperando a ser encontrada. No le cabía la menor duda, el destinatario era él. Lo estaban cazando, así que necesitaba saber hasta qué punto él sabía algo, pero ¿cómo? 

Cruzó la calle rumbo al parque para alcanzar las combis de peaje a San Cristóbal. Iba a paso lento, resintiendo el dolor de los músculos, que aún no superaban su traumática experiencia selvática. Pasó frente a la iglesia, dudando si debía entrar y encomendarse a Dios o a algún santo. Tenía que buscar un lugar para esconderse.

Se detuvo en una banca vacía. Las campanas comenzaron a llamar a misa. Estaba oscureciendo. Cerca de él, se apostaron dos hombres, uno a cada extremo. Los observó abatido. Mantenía la vista fija sobre las personas que entraban al templo. Una combi blanca, con dos rayas verdes en los costados, se estacionó, abriendo la puerta lateral y gritando que estaba libre. Se puso de pie y empezó a andar. 

Debió notar que la apariencia de aquellos hombres no era la de campesinos, tenían el pelo raso y vestían pantalones de mezclilla y playeras blancas, limpias. Debió notar que desde su llegada al pueblo estaban siguiéndolo. Debió seguir las órdenes y subirse de inmediato a la combi anterior. Pero no lo hizo. 

Frente a él pasó un hombre con gorra. Se bajó la visera, como saludándolo. Respondió al saludo y, extrañado, volteó para verlo. Entendió, tarde, que era una señal. Lo tomaron por debajo de las axilas y sintió que lo levantaban en vilo. En cuestión de segundos tenía la cabeza metida dentro de una capucha oscura, con las manos atadas a la espalda. Fue lanzado al toldo de una camioneta, la que sintió fría al contacto con su cara.

Encima, en la espalda, le colocaron una reja de refrescos vacía que se le enterraba en la nuca. Sentía cómo lo presionaba el peso de un hombre que iba sentado sobre él para inmovilizarlo. La camioneta arrancó a toda prisa. Notó que no había gritos, ni voces de alerta, para aquellas personas su dolor era común. Estaban acostumbrados a saber de la muerte. 

Una voz le gritaba al oído que ya se lo había cargado la chingada, mientras alguien más le asestaba un par de pisotones en las piernas. La nota roja nunca le había preparado para una experiencia como esta. Sabía que estaba perdido. 

En su mente sólo escuchaba el ruido del motor, las piedras que se estrellaban contra el guardafangos y los rayos, que auguraban una nueva tormenta. La lluvia se precipitó con furia. No podía respirar. Trató de succionar aire por la boca, lo que le hizo ganarse un par de patadas en las costillas.

La camioneta por fin se detuvo. La bota que aprisionaba su rostro contra el suelo cedió. Pudo respirar normalmente cuando le quitaron el peso de la espalda. Lo arrastraron al vacío. Cayó estrepitosamente en un charco. Después lo tomaron por los brazos para ponerlo de pie. Entre empellones y jaloneos, fue introducido a una habitación. El frío empezó a calarle en los huesos. Cuando lo soltaron, cayó al piso, donde lo único que se le ocurrió fue protegerse, abrazándose. El castañeteo de sus dientes interrumpió el silencio que distinguió claramente. 

Movió un poco los brazos y las piernas, sin recibir golpes. No pasó mucho tiempo cuando una puerta se abrió, pudo distinguir una claridad debajo de la capucha. Lo pusieron de pie, le retiraron la tela y se encendió una luz que le apuntaba directamente a la cara, por lo que tuvo que voltearse y taparse con las manos. Alguien sujetó su rostro mientras era fotografiado. El golpeteo intenso de sus dientes no le permitía escuchar las palabras de quien se encontraba detrás de la luz que le dirigían.

—Diga su nombre en voz alta.

—¿En dónde estoy?

—Su nombre.

—Santiago Moreno. Soy periodista, del Diario.

—¿Qué asunto lo trae hasta aquí?

—¡Ustedes me trajeron! —dijo Santiago, levantando la voz.

—De nuevo, señor Moreno, diga la razón por la que está aquí, en la selva.

—Trabajo un reportaje sobre la tala ilegal.

—Díganos la verdad, señor Moreno, qué es lo que está buscando.

—Esto es un atropello. No tengo por qué responder, soy periodista. ¿En dónde me tienen? Exijo un abogado.

—Nuestras fuentes de inteligencia lo ubicaron saliendo de la selva. Díganos, ¿para qué llamó a un agente de la procuraduría?

—Eso lo saben mejor que yo, estoy siguiendo una noticia, qué más podría estar haciendo, ¿una conspiración?

—¿Qué hacía en la selva?

—Ya le dije que soy periodista, trabajo un reportaje sobre tala clandestina en las cañadas.

—Díganos, señor Moreno, ¿qué sabe de los grupos subversivos? ¿Ha venido para contactarlos?

—¿Qué? ¿De qué demonios habla? Ustedes mismos han dicho que eso no existe.

—Esta es su última oportunidad, señor Moreno, dígame, ¿qué hacía en la selva?

—Esto es un atropello, ya le dije que exijo ver un abogado. 

—Si lo que dice es cierto, no tiene por qué tener miedo. Vamos a verificar la información que nos ha proporcionado. Es un asunto de seguridad nacional, lo comprende, ¿verdad?

Los hombres se fueron, apagaron las luces y cerraron la puerta. Santiago sintió que el frío penetraba su ser, así que empezó a frotarse. 

La puerta se abrió una hora después. En el marco pudo distinguir la silueta de un hombre pequeño. Tras unos instantes, sus ojos se acostumbraron a la claridad. Notó que vestía uniforme militar. No pudo reconocerlo porque no veía sus facciones. Le arrojaron una toalla a la cara. Mientras se secaba, la misma persona le dejó sobre la mesa una cobija. Lo observó sin realizar ningún gesto. Estaba en posición de firmes, con las manos atrás de la espalda. 

Una nueva sombra se proyectó por la puerta, dejando en una semioscuridad la habitación. Era de un tamaño imponente, juzgó, al ver que abarcaba buena parte del marco de la puerta, en comparación con el primer hombre, que se había desplazado al fondo para dejarlo pasar. 

—Buenas noches, señor Moreno. 

De inmediato se encendieron las luces, encandilándolo. Entrecerró los ojos y pudo ver, además de una lámpara, una mesa, un par de sillas, y algunas cuerdas en el piso. El militar se acercó a un par de pasos, con una sonrisa cínica, mientras tomaba asiento. De inmediato lo reconoció, era el mismo que unos meses atrás había visto en San Cristóbal, en la conferencia de prensa de la base militar. 

—Qué barbaridad —dijo el desconocido—, está al borde de la hipotermia. Soldado, traiga otras cobijas para nuestro invitado —El soldado salió de inmediato—. Permítame decirle que lamento el malentendido. Estos hombres son unos patriotas, sólo cumplen con su deber.

El soldado volvió con otras mantas y su mochila. Las puso en la mesa y, de inmediato, Santiago sacó ropa. Al quitarse la camisa, vio los moretones que le habían provocado. 

—Espero que se sienta más cómodo —escuchó mientras se enfundaba en sus pantalones—. Ahora que somos amigos, quisiera preguntarle, ¿cómo llegó hasta acá?

—Ya le dije a sus hombres, soy periodista.

—Claro, claro. Verá, las cosas han estado un poco tensas estos meses y cualquier extraño que ronda por nuestra casa tiene que ser investigado, usted entiende, ¿no es así?

—Les he dicho que vine a cubrir los casos de desplazamientos en la selva, y lo que ha provocado el tráfico de madera. 

—Y le creemos. Sólo nos pareció un poco extraño que no trajera una credencial, o una cámara. Ni siquiera trae consigo papeles. Es un poco extraño que un reportero ande así por la vida, ¿no cree?

—A la gente esas cosas le dan desconfianza, creen que uno está ahí para espiarlos.

—Hablé con su jefe. Raúl, si no mal recuerdo. Un joven muy amable. Dice que desde que lo enviaron a cubrir el movimiento de San Cristóbal, se ha mostrado muy interesado, incluso entusiasta del tema. Sabe, ahora que lo pienso, su rostro me parece familiar.

—Cubro las conferencias en San Cristóbal.

—Pero, claro, usted es de los amigos de la prensa. Es un gusto saber que contamos con el apoyo de su periódico. Debería tener cuidado, por estos rumbos hay muchos criminales que usan la selva para esconder sus actividades, digamos, ilícitas. No es un lugar seguro, como podrá darse cuenta. 

—Tiene razón, uno nunca sabe cuándo puede ser secuestrado. 

—Los muchachos me dijeron que veía usted este periódico —dijo, lanzándole el ejemplar que había comprado. 

Trató de ocultar la sensación que sintió subir desde su estómago. Pensó en el Rubio, advirtiéndole que tuviera cuidado. Apretó el puño con fuerza. En la cara del militar se volvió a dibujar aquella sonrisa. 

—Es uno de los casos más sonados. Yo era quien cubría esos casos hasta que me enviaron a cubrir su circo.

El militar lo observó fijamente. Trataba de respirar con cierta regularidad, para no mostrarse alterado. 

—Es una lástima, si hubiera estado en Tuxtla, no se hubiera perdido la oportunidad de seguir su cobertura.

—¿Cuándo puedo irme?

—En el momento que usted así lo decida. La puerta está abierta. Aunque no le recomendaría salir en este momento. Las lluvias son terribles y no hay otra forma de llegar hasta la carretera más que por el camino que ya conoce. 

El militar se puso de pie y comenzó a andar, sin prisa, rumbo a la salida. En el remanso de la puerta volteó y señalando las cuerdas que estaban en el piso le dijo:

—Espero que pueda disculparnos por esta desafortunada confusión. Si llegara a recordar algo que pueda sernos de utilidad, tal vez quiera decírnoslo. Somos generosos con quienes nos proporcionan… información valiosa —dijo mientras de su bolsillo extraía una tarjeta que depositó sobre la mesa y desapareció. 

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Gabriel Velázquez Toledo. Cintalapa, Chiapas, 1984

Maestro en Letras Mexicanas del siglo XX. Autor de Palabra libre, biografía novelada de Belisario Domínguez (2016) y Entre el polvo y la pólvora (2010). Ha sido editor ejecutivo en la revista digital Espacio I+D, de la Universidad Autónoma de Chiapas. En 2020 recibió el Premio Nacional de Novela Negra “Una vuelta de tuerca” por Morir al sur, publicada en 2022 por la editorial mexicana NITRO-PRESS.