Narrativa

15 000 latas de atún y no tenemos cómo abrirlas

Cuando terminé mi primera novela la llevé a la editorial Letras Cubanas (oigan cómo suena: Letras Cubanas) y allí me dijeron que no estaban recibiendo originales. Más exactamente: que no estaban publicando libros.

Visité otras editoriales: Unión, Abril, Zona Franca, Extramuros, Beri-Beri, Unicornio, Sed de Belleza, La Ratonera, y en todas recibí la misma negativa: ¿Libros? No, ya no tenemos nada que ver con eso.

Mi última esperanza era una casa editora alternativa cuyo nombre omitiré. Pero hasta allí habían llegado las ronchas de la epidemia. O las orientaciones del Ministerio. En la entrada, un puercoespín disfrazado de recepcionista me explicó que se había tomado una decisión ante el éxodo masivo de autores. Cada vez quedaban menos autores en el país.

Me pareció una ligereza afirmar algo semejante, pero no quise discutir.

Una cosa era cierta: los rumores de viajes sin retorno, aunque nunca se convertían en noticias oficiales, tenían la periodicidad y el tedio de los partes meteorológicos. Recientemente, vía Feria del Libro de Guadalajara, había llegado a Texas un poeta que usaba las dendritas y los axones como si fueran alambres de púas. Mientras tanto aterrizaba en Europa un crítico recién graduado cuyas ideas eran del tipo de ideas que hacen enloquecer: a él mismo y a los demás. (Pensar todo el tiempo en Lorenzo García Vega: eso no puede ser bueno.)

Ya me iba cuando la vi entrar.

Demasiada realidad por una puerta.

Tenía todo lo que un día quisiste ver y nunca te atreviste a mirar. Un cuerpo hecho para nadie. El pelo exacto. Ojos que golpean. Le dije:

—De todas formas, aquí no se publicaba lo que yo quería leer.

Me miró, sorprendida o leyéndome como se lee un manifiesto, y miró el manuscrito bajo mi brazo. La sonrisa esperada. Una voz suave que dijo: Pobrecito.

Yo seguí: ¿Cuándo hubiéramos tocado esos libros de los que todos hablan y que hace cinco, diez, veinte años, pasaron por las manos del resto del mundo? ¿Dónde están los libros de tus contemporáneos, todo lo que se está escribiendo ahora mismo fuera de aquí? El verdadero sistema editorial nos queda lejos, y nos queda grande.

—Ese sistema editorial es un negocio —atacó ella.

—De acuerdo. Pero en ese negocio está el papel, y por ahora la literatura se va a seguir imprimiendo.

—El 90% de lo que se imprime hoy en el mundo, es mierda.

—Claro. También el 90% de lo que se imprimía aquí.

Agregué que el 90% de cualquier cosa, es mierda.

—Aunque quizás tú seas una excepción.

—Por supuesto que lo soy —dijo, y señaló mi manuscrito—. ¿Me dejas verlo?

Instantes después estábamos metidos en una oficina pequeña donde todo parecía desmontable o improvisado. Un ventilador chirriaba en el techo. Un montón de números de Esquire en el suelo. Vi en portada a Charlize Theron (Libido, Ergo Sum) de blúmer negro con encajes y blusa blanca y en la blusa, la famosa foto de Einstein sacándonos la lengua.

El tipo de imágenes en las que creo.

—Me llamo Laura. Trabajo aquí.

También había una computadora. Laura se sentó frente a ella y me invitó a sentarme donde yo quisiera.

—Soy editora. Y además escribo. Pero en Internet. Mira.

Era una blogger con categoría. De culto, podría decirse. Mantenía una web con récord de visitas y actualizaciones diarias, enlazada por los mejores entre los mejores y devenida punto de referencia.

O línea de referencias.

Su nombre: Carbono 14.

Piezas para armar una hipercopiadora, o algo así.

Miré la pantalla y miré mi novela y miré a Laura.

Por alguna razón, aquí nos besamos.

Sin mucho énfasis, es cierto.

Sin puntuación.

Le pregunté a qué se dedicaban ahora las editoriales, cuál era el trabajo de una editora además de asaltar la boca de los desconocidos.

Entonces ella dijo una sola palabra: Contrabando, y yo pensé un conjunto rápido de posibilidades:

contrabando de polillas,

de revistas pornográficas,

canciones de los 90,

caimanes disecados,

pentobarbital,

etcéteras.

—¿Contrabando de qué?

—Ven. Quiero presentarte a unos amigos. Dos hermanos que son como hermanos para mí. Les dicen los Mellizos.

Caminamos por un pasillo. Laura tocó una puerta y nadie le abrió.

—Seguro están ocupados —dijo, y metió una llave en la cerradura.

Había dos hombres allá adentro y sí estaban ocupados. Uno yacía acostado sobre una mesa en el centro de la oficina, con los pantalones y los calzoncillos bajados hasta la rodilla. Sobre su entrepierna se movía, hacia arriba y hacia abajo, la cabeza del otro.

—Un segundito, Laura —gimió el de la mesa—. Ya estoy a punto de terminar.

Eran idénticos. Como dos gotas de agua que encima se pusieran iguales ropas. Un sencillo cerrar y abrir de ojos bastaba para ver con claridad los roles inversos: el que estaba acostado ahora estaría con el pene del otro en la garganta, y el que daba lengüetazos en el glande del otro ya habría introducido su erección en la boca que antes jadeaba bocarriba y así. Sucesivamente.

—Tenemos visita, muchachos —los apuró Laura.

Terminaron. El primero se acercó a mí, me tendió la mano y se presentó, luego de vomitar medio litro de semen al lado de una caja entreabierta.

—Yo soy A —dijo—. Por Arlt.

El otro se abrochaba el pantalón al lado de la mesa.

—Y yo soy B —dijo—. Por Borges.

—A y B. Para diferenciarlos —Laura señaló hacia mí—: El muchacho es escritor.

A era diseñador y B corrector. O al revés, no sé bien. Ya habían variado sus posiciones relativas cuando lo dijeron y yo tampoco presté mucha atención. Estaba mirando la caja, tratando de averiguar qué era lo que había dentro.

Estaba mirando las cajas, preguntándome por qué había tantas allí dentro: casi un centenar.

—¿Este cargamento es para hoy? —preguntó Laura y los Mellizos me miraron desconfiados y respondieron que sí.

—¿Cargamento de qué? —pregunté yo y los Mellizos no respondieron nada. Laura tampoco. Ella sólo dijo:

—Esta medianoche. Si de verdad te interesa saberlo.

Esa medianoche regresé a la editorial. A o B me esperaba afuera con el cargamento. Curioso: lo primero que hice fue preguntar por Laura.

—Supongo que en su casa, durmiendo el sueño de las pin-ups —dijo A o B—. Espérame aquí. Que nadie vea esto.

Cualquiera que pasara por allí cerca lo iba a ver aunque cerrara los ojos. Eran muchas. Eran demasiadas.

Cuando me quedé solo, abrí una.

No puedo ni describir lo que encontré en su interior.

(Hay límites de sensación y límites de lógica.)

Al rato apareció una camioneta con los Mellizos adentro.

—Hay que apurarse —corearon—. Estamos atrasadísimos.

Entre los tres subimos las cajas.

Fue fácil. Las cajas no pesaban lo que yo temía.

En realidad, no pesaban nada. Fuera cual fuera el contenido era pura levedad.

Partimos. Los Mellizos iban vestidos de ninjas. Yo no sabía cuál era cuál, y como nunca lo voy a saber en lo adelante me referiré a ellos como A o B sin distinción alguna.

A conducía, yo iba a su lado y B atrás, haciéndose un espacio en el reducido espacio de carga.

—¿Adónde vamos? —pregunté.

—Al punto de entrega, por supuesto. Esto es un trabajo serio.

En la radio empezaron a promocionar nuestra banda sonora.

Me decidí a preguntar otra obviedad: qué demonios era lo que yo había visto, qué palabra o palabras usar para entender aproximadamente lo que había dentro de las cajas.

Me dijeron: Piezas.

Piezas que sirven para armar.

¿Para armar qué?

Pregunta mal planteada.

Me dijeron: Sabemos que hay cosas que NO se pueden armar, pero…

Silencio. La camioneta avanzaba en silencio por callejuelas sucias y desiertas y avenidas desiertas y sucias y de pronto escuchamos, a lo lejos, el ulular de una sirena.

—La policía —anuncié, y los Mellizos estuvieron inmediatamente de acuerdo en que se trataba de una sucísima celada. A pisó a fondo el acelerador y me dijo:

—Pásate para atrás.

—No hay espacio.

—Ya lo hay —dijo B, que estaba vaciando cajas y arrojando cajas vacías a la calle.

Las piezas flotando en el aire. Todo un espectáculo. Por supuesto que me pasé para atrás.

B agarró unas cuantas piezas y armó algún tipo de fusil o ametralladora grande.

—Cuando se acerquen las patrullas —advirtió, poniéndome en las manos aquel armatoste—. No tienes que apuntar mucho.

Mientra la camioneta cortaba las esquinas a mil por hora, levantándose con todos los baches de Centro Habana, me tomé la libertad de usar las piezas yo mismo.

Libertad a la que B no pareció darle mayor importancia.

—No te entretengas que ya deben estar al alcanzarnos —se frotó las manos—. Y creo que esta noche vienen con todo.

Las sirenas se escuchaban cada vez más cerca pero yo rápidamente dejé de escucharlas.

Primero intenté armar algo así como una calculadora y me salió una tableta de chocolate Nestlé. Cuando terminé de comérmela ya había logrado armar una espalda y un par de zapatos de tacón, tras varios intentos fallidos en que me salieron, sucesivamente, un párrafo de Thomas Pynchon, dos rocas marcianas Spirit y una rata de laboratorio que saltó disparada contra un poste en el primer salto de la camioneta.

Cuando las luces de la policía llegaron a nosotros, ya yo me sentía un experto.

—Deténganse, Ninjas —dijo un altavoz—. No tienen escapatoria.

—Comemierdas —dijo A—. ¿Oyeron esa palabra? Escapatoria…

—Dispara, cojones —me dijo B, y yo comencé a disparar.

El gatillo de mi arma cediendo a presiones mínimas de mi dedo.

El más ligero temblor de mi dedo amplificándose en ráfagas blancas.

Las ráfagas blancas reventando patrullas a izquierda y derecha.

Claro que con el ajetreo de la persecución el 90% de los disparos salieron desviados.

Sin querer le di a puertas y ventanas, mendigos y latones de basura. Debo haber acabado con varias formas de vida inocente. Pero aquel fusil era una maravilla.

Los disparos de la policía repiqueteaban alrededor de nosotros como una lluvia metálica y constante.

Le tiraron a las gomas pero al parecer los Mellizos habían armado gomas blindadas.

B lanzaba, una tras otra, esas estrellitas que suelen lanzar los ninjas: una tras otra explotando al dar en el blanco y no se le acababan nunca: patrullas explotando y patrullas nuevas que aparecían detrás, como si tampoco se fueran a acabar nunca.

DETÉNGANSE

RÍNDANSE

ENTREGUEN LAS PIEZAS Y LES PERDONAREMOS LA VIDA

A subió el volumen de la radio. Alguna sinfonía vienesa para dormitar.

Aparecieron helicópteros. Nos alumbraron desde arriba. Nos tiraron cohetes. A hizo todo tipo de curvilíneas con el timón y escapamos por un pelo.

Empezaron a caernos del cielo unos tropas especiales. Mientras B se ocupaba de ellos a patadas y golpes de sable y todas esas cosas que suelen hacer los ninjas, yo armé una ráfaga de viento que mandó al carajo con las hélices enredadas a los helicópteros y a los tropas especiales que saltaban de ellos.

Y armé barreras de humo para ocultarnos.

Y un visor de infrarrojos para seguir disparando a pesar del humo, a través de él.

Creo que también armé un motor fuera de borda que nos permitió saltar del Malecón y adelantarnos por mar a una velocidad que generaba olas de tres y cuatro metros.

Cuando regresamos a tierra parecía que ya no nos iban a alcanzar.

Las calles se sucedían desiertas, sucias, oscuras, silenciosas.

—Menos mal —resopló A, apagando la radio—. Ya casi llegamos.

B, todo cubierto de sangre, salpicones rojos sobre el traje negro, se movió para el asiento de alante y abrazó el cuello de su hermano y

—¿Estás tenso, mi amor?

Le dio un hambriento beso en la boca.

La camioneta con el piloto automático.

Los Mellizos con las lenguas soldadas.

De pronto, un resplandor amarillo atravesó el parabrisas para iluminar la escenita. Los Mellizos no se percataron hasta que yo los separé. No me dio tiempo a decirles nada.

—Alto o disparamos. No les va a quedar una sola pieza para hacer el cuento.

A reaccionó con un oportuno frenazo. Las gomas chillaron. El altavoz también:

—Ninjas, díganle a su socio que suelte el juguete donde podamos verlo y salgan los tres con las manos en alto. Ahórrense cualquier otro movimiento.

Luego de cegarnos, la luz dio paso a la visión del problema. Cuatro cañones de cuatro tanques apuntaban hacia nosotros, dos por el frente y uno a cada lado. Un quinto cañón se acercaba de manera concluyente por detrás. Llenaban los espacios unos cuantos jeeps y un ejército de policías con aspecto de cyborgs.

Tiré el fusil a la calle.

Qué poco dura la realidad.

Los Mellizos hablaron rápido y en voz baja:

—Arma algo —y cuando me di cuenta de que estaban hablando conmigo, para lo cual debo haber demorado unas dos horas, les pregunté si tenían alguna sugerencia.

—Tú eres el que lleva dos horas usando las piezas. Mira a ver si puedes resolver esto. Si no, estamos jodidos.

Abrí una caja. No se me ocurría nada. Cerré los ojos y respiré.

Rápidamente, mi cerebro ejecutó un movimiento de comprensión.

—Ninjas, si a la cuenta de tres los tres siguen dentro de la camioneta, sus pedazos van a ir a parar a Argentina.

Era posible armar algo (cualquier cosa) que nos sacara del callejón sin salida,

UNO

pero también era posible armar, directamente, la salida del callejón: extender las piezas hacia un movimiento de lenguaje.

DOS

De modo que fabriqué la salida y escapamos.

O no: el hecho de fabricar la salida supuso el escape, nosotros no nos dimos cuenta de nada. Puedo referir la sensación de haber escapado, pero no puedo resolver el evidente sinsentido que arroja sobre el asunto.

(Hay límites de sentido porque el sentido deja de ser narrativo.)

En fin. El caso es que estábamos de nuevo en marcha.

On the road movie bajo la luna urbana.

Música Miramar. Putas y mansiones.

Los Mellizos dijeron: Menos mal que viniste con nosotros.

Y siguieron: Al principio pensamos que ella se había vuelto loca. Amnésica. Anorgásmica. Mira que invitar a un escritor al contrabando…

Y terminaron: Pues parece que sabe adivinar el talento. Seguro le gustas.

—¿Les dijo algo de mí? —pregunté.

—¿Estás enamorado? —preguntaron.

Pregunta respuesta reflejo: ¿De quién?

—De quién va a ser, cojones, de Laura.

—Por Dios —dije—, la acabo de conocer.

—¿Te dijo que somos como hermanos para ella?

Asentí.

—¿Y te dijo por qué?

En este punto llegamos al punto de entrega.

Tenía que ser la embajada de Argentina.

Lo demás es rápido y sencillo. Después de parquear y componerse el atuendo, los Mellizos se dirigieron a una figura embozada que emergió de la copa de un árbol. Yo debía esperar oculto. De lejos, vi a unos funcionarios de la embajada descargando la camioneta. Los Mellizos regresaron con un maletín y dinero en efectivo. La plata para el regreso, explicaron.

En Quinta Avenida paramos un taxi.

El taxista elogió los disfraces, habló con entusiasmo de ninjitsu y de animación japonesa, me preguntó por qué yo no había ido a la fiesta de samurai o de mutante o de algo por el estilo.

Yo trataba de mirar el maletín con rayos X, y puede que en algún momento lo haya logrado. Conté unos mil fajos de billetes de a mil.

Amanecía cuando llegamos a la editorial.

El maletín entró con los Mellizos a la oficina. Yo me metí en el baño y me lavé las manos y la cara de incrustaciones y manchas que no supe identificar, y vomité, creo, una mezcla compleja.

Sorprendí a los Mellizos a la mitad, ya totalmente desnudos.

Como dos perros clones. El pene A entrando y saliendo rítmicamente de entre las nalgas B. A jadeando y B gimiendo y al revés también, claro, el pene B entrando y saliendo percutoramente, etcétera.

—Disculpen —dije—, ¿ustedes hacen eso todo el tiempo?

Entonces me di cuenta de que la oficina seguía repleta de cajas, las cuatro paredes hasta el techo, no sé si eran las mismas que montamos en la camioneta porque no había forma de diferenciar unas de otras, quizás eran otras, quizás las del próximo contrabando, el contrabando de piezas que no se acabarían nunca.

Esquivé la cópula y fui hasta la mesa. El maletín me llamaba.

Lo abrí sin dificultad. Había dos cheques del Banco Metropolitano.

Derechos de autor, decían. Millones. Millones. Estuve mirando esos dos pedazos de papel hasta que escuché la voz de B a mis espaldas, diciéndome que no tuviera pena, que me quedara con uno.

—Para que lo guardes —aclaró A—. Ni se te ocurra ir a cobrarlo.

—Si te apareces con eso en un banco —explicó B—, inmediatamente se ponen a investigar de dónde salió y ahí mismo nos la cortan.

—¿Quieren decir que no se pueden…? —empecé a preguntar, poniendo mi sonrisa de cansancio, y entonces los Mellizos me enseñaron todos los cheques que tenían acumulados.

No los pude contar.

Era demasiado para un día.

—Pero un día podremos cobrarlos —dijo A, solemne.

—Seremos ricos, escritor —dijo B—. Hay mucha plata guardada en estos papelitos.

Yo recordé el animado de los dos tiburones hambrientos que entran a la bodega de un barco hundido imaginando el atracón que se van a dar. La bodega está repleta. Al final, uno de los tiburones dice: Quince mil latas de atún y no tenemos cómo abrirlas.

—Gracias, pero quédense ustedes con los cheques —les dije—. Yo prefiero quedarme con otra cosa.

Nos despedimos en la calle. Ellos desnudos y yo con una caja de piezas. Quisieron saber si podían contar conmigo para la próxima aventura. Me dio risa.

—Ya no hay aventuras —rectifiqué—. Sólo parodias.

Idénticos rostros serios. No la cogieron.

—Ricardo Piglia —informé—. Un escritor argentino.

Al llegar a mi casa, me repetí: Donde antes había acontecimientos, experiencias, pasiones, hoy quedan sólo parodias.

Increíble. Esas palabras habían sido escritas casi treinta años atrás.

Después de desayunar, me senté a escribir pensando en el futuro.

No duré treinta minutos frente a la computadora.

(Las piezas eran una tentación de lujo y una tentación de fuerza.)

Armé una conexión a Internet y me leí el blog de Laura completo.

No era un diario. No era íntimo. Pero la última actualización hablaba de mí.

Hurgué en los catálogos de Alfaguara, Anagrama, Axxxesinas, Siruela, Mondadori, Monte Ávila, Letras Japonesas, Ediciones JE… Todos esos libros pasándome por delante (algunos de los cuales, sin saberlo, yo necesitaba leer con urgencia). Pero yo sólo tenía la pantalla del monitor.

Y no tenía dónde encontrarlos.

Y no tenía cómo leerlos.

Volví a las piezas.

Y créanme: lo intenté hasta que me sangraron las manos.

Pude armar ambientes locos, post-absurdos, underground,

largas tiras de pensamiento, reflexiones, teorías, imágenes,

trazos de personajes, sensaciones, incluso el recuerdo de haber leído, las huellas de un contacto físico con la escritura, y armé los libros,

y los libros me salían con las páginas en blanco, o con las páginas llenas de lenguaje al azar, no encontré la manera de reunir una cosa y otra en una misma organización de piezas.

Por más que armara-desarmara, comprendí, toda esa literatura publicada en otro lugar seguiría siendo literatura-pantalla, literatura-lejos.

Al final lo que hice fue armar a Laura.

Laura tendida sobre el sofá.

Y la armé desnuda.

Y la armé excitada.

Necesitaba relajarme.

Necesitaba una editora.

Un rato después, tocaron a la puerta.

Me vestí. Laura estaba dormida.

Fui a abrir. Era Laura.

El manuscrito de mi novela debajo del brazo.

El título de mi novela circulado en rojo: CARBONO 14.

Es buena, fue lo primero que dijo, es muy buena, y entonces se dio cuenta de que era ella la que dormía en el sofá, y sonrió:

—¿Qué me hiciste?

—Contarte historias —dije, con un gesto vago que intentaba decir Adelante, pasa y siéntate. Pero también: No des un paso más.

Por si acaso.

Quizás debamos pensar otro modo. Pensarlo de otro modo.

—Vine a devolverte tu manuscrito —me dio el manuscrito—. Y me voy, que ahora estás ocupado conmigo —me dio un número de teléfono—. Llámame, ¿sí? Quizás te invite a alguna parte.

—¿Cómo sé que la policía no nos va a estar esperando para caernos atrás?

Se rió. Más que bellísima. Era la imagen misma de la posibilidad, el principio, la ruptura. Puso las manos alrededor de su boca a la manera de un altavoz, dijo:

TRES

y luego señaló para ella misma, que acababa de despertar en ese momento, que se estiraba desnudamente en el sofá, y dijo:

—Primero vas a tener que regalarme algo de ropa. Cualquier disfraz estaría bien.

La vi alejarse. Después cerré la puerta y me volví para mirarla. Un sueño.

—Tuve un sueño en que te mataban a ti y a los otros dos —sonreía—. ¿Me dices dónde está el baño, escritor?

Jorge Enrique Lage. La Habana, Cuba, 1979. Narrador, editor

Licenciado en Bioquímica, especialista del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y jefe de redacción de la revista de narrativa El Cuentero. Ha publicado los libros de cuentos: Yo fui un adolescente ladrón de tumbas (Editorial Extramuros, 2004); Fragmentos encontrados en La Rampa (Casa Editora Abril, 2004); Los ojos de fuego verde (Casa Editora Abril, 2005); El color de la sangre diluida (Editorial Letras Cubanas, 2008) y Vultureffect (Ediciones UNIÓN, 2011). Es autor, además, de la novela Carbono 14. Una novela de culto (Ediciones Altazor, Perú 2010). Cuentos suyos han aparecido en antologías y revistas de Cuba y el extranjero.