Ciencia Ficción

Nictofobia

Have you ever been alone at night?
Thought you heard footsteps behind
 And turned around and no one’s there?
“Fear Of The Dark”, Iron Maiden

—¡Enciendan la luz! ¡Por favor, que alguien encienda la luz! —gritaba.

La puerta se abrió de golpe y Helga, que palpaba las paredes inútilmente, retrocedió cegada por el resplandor. El oficial de la Gestapo había accionado un pequeño interruptor a su derecha, en la esquina superior del marco. Pudo ver una habitación pequeña que constaba de una cama, una mesita y dos sillas.

—No tiene por qué asustarse. Ya pasó todo.

—¿Dónde estoy?

—Auschwitz es un hormiguero a estas alturas. Tuvimos que traerla hasta aquí para tomarle declaración. Soy el Hauptsturmführer Karl Schulz —el oficial la invitó a tomar asiento y le mostró su identificación.

Helga, más confiada, se sentó en la cama y él acercó una silla.

—¿Fuma usted, Frau Langhein? —dijo sacando un cigarrillo de una petaca plateada.

Helga negó con la cabeza.

—¿Le molesta si yo lo hago?

—No.

—Ni se imagina cuánto llevo esperando a que usted despertase. Me gustaría entender qué diablos ocurrió anoche.

Helga sintió escalofríos al recordarlo. Abrió la boca varias veces, pero no encontraba las palabras adecuadas.

—Si no se siente bien, podemos hacerlo luego.

—No, lo haré ahora mismo.

—Bien —dijo él sacando un pequeño cuaderno y un lápiz—, empecemos por lo básico, el motivo de su asignación en Auschwitz. ¿Qué puede decirnos del Doctor Schmidt? No, mejor cuénteme desde el principio.

—Siendo así —comenzó Helga, luego de organizar sus ideas—, tomaré como principio el 18 de octubre de 1943, cuando entré en Auschwitz. Debo confesar que no me sentí a gusto. Es un lugar deprimente, como si todo el miedo y el dolor se hubieran impregnado en sus muros. Creo que mi lealtad al Reich está más allá de cualquier vestigio de duda y debe saber que no critico sus métodos, coincido en que son necesarios; pero aun así fue esa mi primera impresión.

“Un soldado chequeó mis documentos y la siguiente persona que tuve ante mí fue al propio Schmidt. Al verlo sentí una aversión instantánea, la cual disimulé bajo una sonrisa cuando salió a recibirme. Rozaba los cincuenta años (o “roza”; desconozco su situación actual), aparentaba medir unos siete pies, tal vez más si no fuera por un encorvamiento que intentaba disimular asumiendo una postura tan marcial como le era posible; era delgado, tenía el cabello gris y los ojos de un azul pálido. Impecable en su uniforme color plomo. Todo eso ya lo sabía por las fotografías que había visto. Lo que no captaron las fotos fue la mirada de ave de rapiña ni aquella sonrisa rebosante de maldad que advertí mientras me hablaba. La bienvenida fue cordial y simple, pero me bastó para ponerme en guardia desde el primer instante.

“El siguiente paso fue conocer al equipo de investigación liderado por Schmidt. Todos eran hombres y el más joven tendría unos cuarenta años. Eso le dará una idea de cómo era mi situación. Comprendí que no me sería fácil ganarme la confianza de aquella gente.

“Fui presentada a mis nuevos compañeros aquella misma noche, durante una cena que ofreció Schmidt en su apartamento. Cuando todos nos hubimos sentado a la mesa, alzó su copa diciendo: ‘¡Señores! Tengo una agradable noticia’ —me miró de reojo con aquella expresión socarrona que era normal en él—. ‘Hace unos días recibí una carta de Himmler en persona, en la que elogiaba nuestra labor aquí en Auschwitz, pero también comentaba que el equipo estaba falto de… un toque femenino. Por eso nos recomendó, y muy bien por cierto, a una excelente científica: la SS Obersturmführer Doctora Helga von Langhein’. Recibí el saludo de la concurrencia sin molestarme en analizar sus expresiones. Estaba muy ocupada descifrando a Schmidt y su enigmática sonrisa.

“Al cabo de un rato la atención cayó nuevamente sobre mí. Schmidt quería saber si yo tenía una idea sobre lo que ellos hacían allí. Yo había recibido, en efecto, toda la información disponible sobre sus experimentos, pero me mostré totalmente ignorante al respecto, incluso le dije que tenía dudas acerca de la utilidad de aquellas investigaciones en el curso de la guerra.

“Schmidt se echó atrás en la silla y contempló su copa de coñac entornando los párpados. ‘Es simple. ¿Cuál es el arma más poderosa en la guerra?’ —dijo sin desviar la vista de su copa— ‘¡El miedo!’ Me contó que era el objetivo principal de muchos de sus experimentos aprender a usar la ciencia y el miedo como armas infalibles. ‘Por eso nos viene tan bien una psicóloga como usted’ —agregó.

“No quise demostrar demasiado interés de momento, solo mencioné que me agradaba ser de utilidad y dejé que la conversación fluyera por otros cauces. Conversamos largo rato sobre ciencia. No me quedó la menor duda de que estaba rodeada por algunas de las mentes más brillantes de Alemania. Sus conocimientos acerca del cerebro humano eran tan extensos, cada cual desde su especialidad, que me sentí intimidada y temí no estar a la altura.

“Al día siguiente Schmidt me llevó a recorrer los laboratorios, o al menos una parte de ellos, aquellos en los que yo debía trabajar. La división por proyectos y los niveles de jerarquía eran sagrados para la gente de Schmidt y este me lo dejó bastante claro: ‘Aquí cada cual trabaja en su área y nada más que en su área. Lo demás no debe importarle’.

—Supongo que no le fue fácil lograr una posición dentro de aquel sistema tan rígido.—dijo Schulz.

—Para nada. Primero me ubicaron en el proyecto Sphinx 1. Nada que no hubiera visto antes, o eso pensé en un principio. Los prisioneros eran atados a una silla y se les suministraban estímulos fuertes mediante secuencias de imágenes o descargas eléctricas en regiones específicas del cerebro. Yo debía viajar constantemente a Birkenau para seleccionar a los sujetos de prueba, lo más cuerdos posibles, para que mis colegas se encargaran de volverlos locos. No digo que el objetivo del proyecto fuera simplemente torturar prisioneros, pero mi labor se reducía a diagnosticar su estado mental antes y después de los experimentos. Muchos casos terminaron en fracasos totales y quedaban demasiado trastornados como para continuar trabajando, de modo que se les enviaba a la cámara de gas; pero en otros casos, luego de las sesiones, noté en ellos cambios de personalidad, pérdida de memoria acerca de eventos determinados e incluso se les hacía asimilar recuerdos falsos, todo ello de acuerdo con un plan del que nunca se me informaba. Yo solamente tomaba nota de los resultados.

“Para los interrogatorios, debía visitarlos en unas celdas subterráneas que se habilitaron a tal efecto. Era probablemente el lugar más lúgubre de todo Auschwitz; quizá porque la única luz, que colgaba del techo en el centro del corredor, era amarillenta y débil, y el lugar en su conjunto, frío y húmedo, parecía una cripta. Cuarenta celdas había allí, veinte a cada lado. Solo alcanzaba a ver las rejas de las celdas, pero nunca su interior. Nunca supe si todas estaban llenas.

“Mis casos siempre estaban al principio del corredor y no creo que fuera casualidad. Ya le dije que allí se respetaban mucho los niveles. Incluso los proyectos seguían esta estructura. El mío era el menos importante y, por tanto, el menos confidencial. Según la poca información que Schmidt se dignó ofrecerme, había tres proyectos. Desde entonces tuve la sensación de que si me adentraba en el corredor encontraría a los sujetos de prueba de los demás proyectos y que al final, en aquella celda que no tenía rejas, solo gruesos muros y una puerta por debajo de la cual se escurría la luz, estaba el experimento secreto de Schmidt. Pero no tendría la menor posibilidad de escurrirme a la vigilancia del guardia que me acompañaba en todas las entrevistas.

—Por lo que tengo entendido, usted estuvo estancada en ese proyecto poco menos de ocho meses, sin aportar ningún dato de utilidad —interrumpió el oficial.

—Estaba en un punto muerto. Schmidt no confiaba en mí. Prácticamente no confiaba en nadie. Me hubiera costado años avanzar allí.

—¿Entonces, como hizo para lograrlo?

—Tuve un poco de ayuda —respondió Helga—. Justo cuando comenzaba a pensar que estaría en esa posición indefinidamente, recibí mi primera promoción. Se debió a que el Reichsführer Himmler mandó trasladar a un grupo de científicos de Auschwitz (buena parte de ellos miembros de nuestro equipo) a Berlín. Nunca hubo explicación sobre el motivo de aquella orden. Pero yo sabía bien lo que significaba: se me estaba dando una oportunidad para ascender en el grupo de Schmidt. También significaba que el alto mando estaba impaciente y esperaba resultados. Schmidt estuvo furioso durante varios días, pero eventualmente se tuvo que resignar y pensar en cómo arreglárselas con el poco personal que quedó en sus manos. Fue entonces cuando pasé a Nebeli. Allí mi participación era mucho más activa. Trabajaba junto con otros especialistas en las pruebas del gas Nebel-13, un poderoso agente neurotóxico difícil de detectar. Causaba alucinaciones, estimulando el sistema límbico hasta el punto de producir un miedo neurótico en la persona, que podía llevarla a la locura e incluso a la muerte.

Schulz tomaba muchas notas, con el oído atento, pero en ese instante Helga detuvo su relato y comenzó a caminar por la habitación. Estaba visiblemente agitada y le temblaban las manos. “¡Que cuarto tan pequeño! …y sin ventanas.” En su paranoia, le parecía incluso más pequeño que unos minutos atrás, como si las paredes buscaran lentamente aprisionarla allí dentro.

—Usted nunca me dijo dónde estoy. ¡No pienso contarle una palabra más hasta no saber qué lugar es este! Es un calabozo, ¿verdad?

Schulz lanzó una carcajada, divertido.

Helga, lejos de calmarse, aferraba con fuerza el espaldar de la silla que estaba detrás de Schulz, dispuesta a golpearlo al menor descuido.

—No, Frau Langhein —respondió Schulz con una sonrisa jovial—. Es una habitación bastante sencilla, incluso demasiado sencilla para una dama de su categoría, pero no es un calabozo. Usted está en el cuartel de la Gestapo.

Schulz fue hasta la puerta y le mostró a Helga el pasillo. Ella reconoció de inmediato la construcción. Los inmensos ventanales con celosías de cristal dejaban entrar la luz del sol. Aquella luz radiante logró calmarla. ¡La había extrañado tanto!

Cerca de allí dos oficiales que conversaban repararon en Helga. No fue hasta entonces que ella notó su deplorable estado: el uniforme hecho jirones, arañazos en la cara y el cuerpo, el cabello enmarañado. Entró a la habitación corriendo.

—Estoy seguro de que ha pasado por varias experiencias difíciles, pero ya comenzó su relato y sería poco conveniente tener que suspenderlo —dijo Schulz y volvió a cerrar la puerta, ocupando su puesto—. Le sugiero que se tome un minuto para calmarse y luego continuaremos donde lo dejamos. Sin omitir ningún detalle.

Esta vez Helga se sentó en la otra silla y continuó:

—Los prisioneros eran expuestos al gas en una habitación especial que constituía una copia a escala de las otras cámaras de gas de Auschwitz, con espacio para unas veinte personas. Incluso una vez sirvió para el mismo propósito. Recuerdo que estaba en el laboratorio, mirando a través del cristal que me separaba de la cámara vacía, cuando su puerta se abrió y fueron entrando de uno en uno. Eran quince; el mayor de ellos no pasaba de los dieciséis años y el menor no llegaba a los seis. Recién habían bajado del tren, a juzgar por su ropa. Miraban con curiosidad a su alrededor, la habitación gris sin muebles ni ventanas, solo una pantalla de cristal en lo alto del muro, desde donde yo los observaba. Apenas entró el último de ellos, la puerta se cerró.

“Miré a mi alrededor. Estaba sola en el laboratorio. Decidí salir a preguntar qué ocurría pero en la puerta me encontré con Schmidt. ‘¡Ah, eso! Iban a ser enviados a la cámara de gas, pero yo ordené que los trajeran aquí’ —me dijo. Yo quise saber para qué. ‘¿No le parece obvio? Para un experimento’ —respondió con toda naturalidad. Entró al laboratorio seguido por los demás científicos y, colocando sus manos sobre mis hombros, prácticamente me arrastró hasta el cristal.

“Me comentó que sería interesante ver los efectos en un grupo de individuos, ya que hasta el momento solo se había probado con una persona en cada experimento. ‘A fin de cuentas el objetivo principal del Nebel-13 es dispersarlo entre las líneas enemigas’.

“Pero… son niños” —refuté.

“Son enemigos también” —el tono de su voz negaba toda réplica. Yo me sentí mareada y quise buscar una silla, pero aquello sería una muestra de debilidad y un buitre como Schmidt lo notaría, así que permanecí en pie.

“Él dijo que solo sería una pequeña demostración y puso en la mesa de trabajo una pesada lata. Estaba llena de pequeños guijarros azules, una cantidad de Zyklon-B suficiente para matar a cientos.

“El experimento empezó sin más ceremonias. El Nebel-13 se deslizó por la rejilla en la pared antes de que pudiera darme cuenta. No era realmente una niebla, era invisible y de un olor muy sutil. Los síntomas se hicieron notar al instante. Pupilas dilatadas, transpiración, temblores. Luego vinieron los gritos. No podía oírlos, pero eran desgarradores. Schmidt me aferraba el brazo con fuerza. Los demás se habían alejado del cristal, pero ellos no le importaban, solo yo. El vidrio estaba empañado por mi respiración. Aun así veía todos los detalles de aquella escena dominada por el miedo. Intentaban huir uno del otro en aquel pequeño cuarto, como si todos los rostros se hubieran vuelto de pronto irreconocibles y monstruosos. Creo que el silencio lo hacía aun más horrible, unido a la opacidad del cristal. Era como ver una película de horror. Solo que aquello era real y todos sabíamos cómo iba terminar. No sabría decir exactamente cuánto tiempo duró, pero alcanzó el límite de mi paciencia.

“Creo que ya es suficiente” —dije soltándome bruscamente de Schmidt. Me cubrí la boca con un pañuelo y vertí el Zyklon-B por el orificio que se comunicaba a la cámara. En unos segundos, todo había terminado.

“Schmidt no pronunció una palabra en ese tiempo. El resto de la concurrencia estaba expectante. ‘Soportó más de lo que esperaba’ —fue su única respuesta, y el experimento se dio por terminado.

—Algo así debió traerle graves consecuencias —interrumpió Schulz.

—Estoy segura de que usted también desaprueba mi conducta.

—No estoy aquí para juzgarla, solo digo.

—Pues no recibí castigo alguno, contrario a lo que auguraba. Todo transcurrió normal por varios días, hasta que Schmidt me mandó citar. Era la primera vez que entraba a su oficina y creí que sería la última. No le voy a contar todo lo que me dijo allí porque fue una conversación bastante larga. El caso es que estaba complacido por mi trabajo y por la disciplina que había mostrado desde mi inicio en Auschwitz. También mencionó que el incidente del experimento era prueba de un carácter que no abundaba entre sus trabajadores, y que pronto iba a necesitar mi ayuda en cuestiones de mayor importancia. Incluso llegó a insinuar que estaba realizando algunas investigaciones por su cuenta. Cuando salí de la oficina, me sentí feliz como nunca en todos aquellos meses. Pensé que al fin cumpliría mi misión y podría abandonar aquel lugar.

“Quiero mostrarle algo” —me dijo un día mientras entrabamos en un almacén totalmente a oscuras. Había estantes llenos de enormes peceras de cristal. No pude ver su contenido hasta que Schmidt encendió la luz. Los recipientes contenían cerebros. Eran cerebros vivientes, sometidos a circulación extracorpórea. Antes de entrar en Auschwitz me contaron de aquello, pero no pude creerlo hasta que finalmente estuvo frente a mí.

“En el cuarto contiguo tenían uno conectado a varios cables. La actividad neuronal se registraba en una cinta de papel marcando picos y depresiones. Yo tomé una sección de cinta y contemplé las escalas de medición que aparecían impresas. Schmidt me aclaró que estaban aún muy lejos de poder interpretar pensamientos mediante aquellas lecturas. De momento solo podían observar respuestas básicas.

“No tengo intención de asignarla a este proyecto. Solo quería demostrarle que no tengo secretos para con usted” —me dijo luego. A cambio, dijo, esperaba que yo le mostrase la misma confianza y sobre todo discreción. Necesitaba mi ayuda con una investigación. Yo acepté sin dudar, a riesgo de que notase mi exceso de entusiasmo.

“Acto seguido me sorprendió con esta pregunta: ‘¿Qué sabe acerca de la nictofobia, Frau Langhein?’ Sin comprender aún le di algunos datos sobre ese trastorno tan común en los niños. Schmidt me dijo que aquel era un caso inusual de nictofobia. ¿Inusual en qué sentido? No quiso darme más detalles, alegando su ignorancia en temas de psicología. Solamente me sugirió visitarlo para que pudiese comprobarlo por mí misma.

“Aquello no me inspiraba mucha confianza, pero era una oportunidad única, así que accedí. El caso en cuestión era un niño judío de doce años llamado Joseph Landowski.

—¡El experimento secreto de Schmidt! ¿Cierto? —dijo Schulz levantando la vista de su libreta.

—Exacto. Finalmente lo había conseguido. No fue hasta anoche que visité las celdas subterráneas y pude conocer el corredor en toda su extensión. Aun estando en el centro del mismo, el interior de las celdas permanecía en penumbras. Llegamos al final. Como siempre, la luz se filtraba bajo la puerta.

“Cuando termine presione el timbre que hay en la pared y un guardia vendrá a abrirle” —dijo Schmidt abriendo el cerrojo y levantando la pesada barra de hierro que trababa la puerta del mismo material.

“Una luz blanca me hirió los ojos. Tuve que esperar unos segundos para distinguir qué había dentro. Era un chico de trece años, bastante alto para su edad, y delgado, aunque no desnutrido como otros prisioneros. Tenía la cabeza rapada. Estaba sentado sobre la cama, rodeado de hojas de papel. Sonrió al vernos.

“Hola, J. ¿Cómo te sientes?” —preguntó Schmidt con un tono casi paternal que, lejos de enternecerme, me heló la sangre. Recordé el incidente del Nebel-13, tal vez porque de cierta forma la estructura de aquella habitación me recordaba a nuestra cámara de gas.

“Bien, señor” —respondió el muchacho en un alemán bastante rústico y con un marcado acento polaco. Me miraba con curiosidad.

“Ella es la psicóloga de la que te conté, la Doctora von Langhein” —añadió Schmidt—. “Ella podría ayudarnos a resolver tu problema, así que responde a todas sus preguntas y sé amable”.

“Los ojos del chico brillaron de alegría y gratitud.

“Yo entré a la celda con paso lento. Schmidt cerró la puerta tan pronto puse ambos pies dentro. Me sobresalté como lo haría un animal que acaba de caer en una trampa. Porque aquel lugar es una jaula metálica, usted mismo lo ha visto. Los muros recubiertos de acero se extienden por encima de lo que es normal para el resto de las celdas, comunicándose con una pequeña habitación mediante un cristal similar al de la cámara de gas. Aunque es un cristal bastante grueso, lo protegen barrotes desde dentro. Un potente foco cuelga del techo. Caminé de un lado a otro durante varios minutos. Él me seguía con la vista sin siquiera mover la cabeza, siempre sonriente. Luego de encontrar el lugar de la pared donde estaba el timbre, acerqué una silla y me dispuse a romper el hielo:

“Con que tú eres J. ¿Puedo llamarte así o solo el doctor Schmidt lo hace?” —dije.

“Él fue quien comenzó a llamarme así. Ahora todos me conocen como J”.

“¿Quiénes son ‘todos’?”

“El señor Schmidt, los soldados… Usted puede hacerlo también si quiere”.

“Bien, J… ¿Qué dibujas?”

“El señor Schmidt me pidió que pintara lo que veo cada vez que se apagan las luces”.

“Yo pensé que siempre la dejaban encendidas. ¿Cuándo se apagan?”

“A veces se apagan. Nunca me avisan. El doctor Schmidt dice que es necesario para descubrir como curarme”.

“Aquella me pareció una forma bastante rara de tratar la nictofobia. Le pregunté si otros psicólogos lo habían visitado.

“El señor Schmidt me dijo que no había ninguno”.

“Eso no era cierto, pero supuse que Schmidt no confiaba en ninguno de los especialistas del equipo. Lo que no lograba entender era qué hacía tan especial a J.

“¿Puedo ver alguno de tus dibujos?”

“J me extendió una hoja. ‘Sin dudas tiene talento, aunque el dibujo es un tanto siniestro’ —me dije al ver aquella amalgama informe de pelos, garras y colmillos que asomaban desde una penumbra tan negra como le había sido posible pintar. Al menos una docena de puntos rojos semejantes a ojos era el único rasgo de color que pude advertir. Me acerqué a la cama y vi los demás dibujos. Todos seguían el mismo diseño, representando aquellas formas macabras e indescriptibles. En algunos se podían ver escenarios tales como un cuarto o un campo que era observado a través de una ventana; pero siempre en penumbras, y estas nunca estaban vacías. Incluso en uno encontré una figura humana: un cadáver en medio de una cueva que servía de alimento a aquella fauna de la oscuridad.

“Dejé a un lado los dibujos y volví a mi silla.

“Tú piensas que esas cosas están en la oscuridad…”

“Usted no me cree. Tampoco el señor Schmidt. Sin embargo yo sé que son reales”.

“Pues yo te aseguro que algo como lo que tú has dibujado no puede existir, o ya lo habríamos notado, ¿no crees? Por otro lado, la oscuridad no es más que ausencia de luz, y algo que no existe bajo la luz del sol, tampoco puede existir en la oscuridad”.

“Tal vez no en su oscuridad”.

“¿Mi oscuridad? J, tienes una manera inusual de ver el mundo, de eso no tengo dudas. Pero de una forma u otra tendrás que convencerte de que no hay nada en la oscuridad que pueda hacerte daño, excepto el miedo mismo”.

“Nunca dije que me hagan daño, nunca me hacen daño, pero sí a otras personas. Incluso usted podría estar en peligro si apagan las luces” —J miró hacia el foco y luego al cristal. Allí estaba Schmidt, observándolo con una sonrisa cordial. Cuando J se volvió hacia mí, creí notar un cambio en la expresión del doctor, aquella malevolencia que tanto me desagradaba volvió a su rostro.

“Si dice que es imaginación mía, ¿por qué tanta seguridad para esta celda? Además… ¿se ha fijado en las paredes?”

“Miré a mi espalda. Había cuatro hendiduras en el metal, alineadas y demasiado profundas para haber sido hechas por un cuchillo o algo parecido. Pasé mis dedos por la superficie helada. Sentí escalofríos al ver marcas parecidas en todas las paredes, en el suelo e incluso en el techo. Los dibujos de J acudieron a mi mente por un segundo, pero luego salí de aquel estado y me descubrí a mí misma dejándome llevar por las fantasías de un niño. Caí en la cuenta de mi estupidez. Aquellas marcas debían tener una explicación lógica, ya me la daría Schmidt cuando la entrevista terminase.

“Bien hecho. Casi me engañas, pero no tengo tiempo para bromas” —respondí con gesto severo—. “Voy a hacerte algunas preguntas”.

“J se encogió de hombros con una sonrisa melancólica.

“Usted se parece bastante a mi madre” —murmuró.

“Fingí no haber escuchado.

“¿Desde cuándo le temes a la oscuridad?” —pregunté.

“Recuerdo que siempre le tuve un poco de miedo cuando era pequeño y vivía en las afueras de Varsovia con mi madre y mi hermano. La ventana de mi cuarto daba al campo y podía escuchar los ruidos que venían de allí por las noches. Pietr, mi hermano mayor, me contó una vez que eran espíritus de la noche y que les gustaba alimentarse de niños. Madre me dijo que eran mentiras de Pietr para asustarme, pero mi miedo no disminuyó. Pietr había estado leyendo un viejo libro en aquellos días, uno que había sacado a escondidas de la casa del anciano rabino Jacob. Yo sabía dónde lo escondía y un día en que no estaba lo tomé. Era un libro sobre antiguos mitos. Por él supe de los lilims o espíritus de la noche, seres cubiertos de pelo, hijos de Lilith y el demonio Samael. No importaba que mi madre dijera que eran solo leyendas o cuánto se burlase mi hermano, yo sabía que estaban allí observándonos fuera de la casa, cada noche. Podía ver sus ojos rojos brillando en la oscuridad. Una noche incluso sentí como caminaban por el cuarto y arañaban las tablas del suelo. Pietr estaba en su cama junto a la mía, dormido, pero no me atreví a gritar. A la mañana siguiente le mostré a mi madre las marcas. No quiso creerme”.

“Desde entonces, de día o de noche, podía sentirlos, oírlos y a veces verlos en cualquier rincón donde la luz no llegaba. No podía dormir si no había una luz encendida”.

“Los demás niños pronto se enteraron de aquello y quisieron jugarme una broma. Fue en un bosque cercano; mientras jugábamos, alguien sugirió explorar una cueva y yo dije que no. Ellos encendieron una rama a manera de antorcha, aun así me negué y comenzaron a burlarse. Al final cedí. Sabía que no era una cueva muy grande, ya había entrado antes, pero ahora era diferente. A mitad de camino la antorcha cayó al suelo y se apagó. Escuché risas y saltos. Hacían todo tipo de sonidos para asustarme, pero ya no era necesario, ya podía escucharlos arañar las rocas. Ellos también lo escucharon porque guardaron silencio. Luego se oyeron los gritos alrededor, pero yo no podía gritar ni moverme. Entonces pude verlos, o casi verlos, sobre el cuerpo de uno de mis amigos. Tenían forma humana, aunque eran peludos y caminaban apoyándose en las manos. Podían moverse por las paredes y sobre mi cabeza, y estaban por todos lados. Cuando la luz de una linterna penetró en la cueva los seres huyeron hacia el otro extremo. Los vecinos del lugar entraron atraídos por los gritos de los que lograron salir a tiempo y nos encontraron a mí y a tres de mis compañeros muertos. Durante varias semanas, sin éxito, buscaron por el bosque la bestia capaz de haber destrozado aquellos cuerpos”.

“¿Nunca te llevaron a ver un profesional?” —pregunté.

“Después de aquello, mi madre tomó una decisión que estaba considerando desde un tiempo atrás. Tuve algunas sesiones con un doctor que, como usted, intentaba convencerme de que los lilims no eran reales. Entonces comenzó la guerra y dejé de asistir. Mi hermano fue reclutado y yo me quedé con mi madre”.

“Una madrugada ella me despertó diciendo: ‘Joseph, necesito que te escondas. Ya mandé a avisar a tu tío y el vendrá a buscarte. Hasta entonces no salgas de aquí’. El escondite, disimulado bajo el piso del granero, era mi única esperanza pero estaba terriblemente oscuro. Ella me rogó con lágrimas en los ojos. ‘No te preocupes, el sol pronto saldrá. Solo trata de no hacer ruido’ —fueron las últimas palabras que me dijo. Yo traté, juro que traté de resistir. Sentía las respiraciones a mi alrededor y las botas sobre el entablado. Entendí algunas palabras en alemán, estaban furiosos e insultaban a mi madre. Los rasguños en la madera llamaron su atención y uno de ellos caminó por encima de mi cabeza. Hubo un disparo y un grito de agonía. Más que aterrado me sentí furioso e impotente. El suelo no bastó ya para retenerlos y salieron esparciendo astillas por todos lados. Hubo disparos, gritos y sangre hasta que el sol comenzó a asomar y todo quedó en silencio. El sonido de un motor anunció la llegada de más soldados. Uno de ellos entró en el granero y me sacó a rastras. El patio estaba lleno de cadáveres… entre ellos mi madre, con una bala en el estómago”.

“J no pudo continuar. Era como si un nudo le aferrara la garganta. Yo me senté a su lado y rompió a llorar en mi hombro. Sentí que era tiempo de terminar aquella sesión. Miré al cristal, pero Schmidt no estaba ahí, posiblemente desde hacía un buen rato. Quería apretar aquel botón y salir de la celda. No podía soportar más aquello, pero J no me soltaba.

“Voy a buscarte un vaso de agua” —le dije cuando se hubo calmado un poco. Presioné el botón tres veces, esperando siempre un tiempo prudencial, pero nadie acudió a abrir la puerta. Después de diez minutos de tocar el timbre y esperar, ya comenzaba a desesperarme.

“Es posible que el timbre no funcione” —observó J.

“Golpeé la puerta y grité, sin resultado.

“Gritar no ayuda, no pueden oírla desde allá”.

“Traté de calmar mi nerviosismo continuando la entrevista. Pero no prestaba realmente atención a lo que J me decía.

“…y el señor Schmidt mandó a que me separaran del resto de los niños. Prometió que me ayudaría” —fue lo último que escuché, mientras me dejaba caer en la silla.

“¿Desde entonces has estado aquí?”

“Sí. Es mucho tiempo, ¿verdad?”

“Sí, ya lo creo. Y en este tiempo Schmidt no te ha dejado salir de este… cuarto”.

“Él lo hace por mi bien, es un buen hombre”.

“¡Pobre ingenuo! La única razón por la que Schmidt lo tendría allí, sería que todo lo que me había contado J fuera verdad.

“Un alarido de J me sacó de mis pensamientos, incluso antes de notar la densa oscuridad que inundó el cuarto. Yo también grité instintivamente y me aferré con ambas manos a la silla. J comenzó un gemido largo y lastimero, acompañado en extraña sinfonía por chirridos en los muros de acero. El cuarto se llenó de una constelación de pares de puntos rojos. Algo rozó mi brazo; algo que estaba cubierto por una pelambre gruesa y erizada. Sentí que me desmayaba. Para mi decepción, no lo hice; no podía escapar de aquella tortura. Cerré los ojos y me cubrí los oídos. Aun así los sentía darme vueltas.

“Alguien corría por el pasillo.

“¿Está bien doctora? El doctor Schmidt mandó a todos a salir hasta que se restablezca el problema eléctrico” —dijo un soldado.

“Yo no pude hablar ni moverme de la silla.

“¿No responde?” —preguntó otra voz.

“No, pero escucha… Están arañando la puerta”.

“¡Entonces abre!”

“La barra se deslizó de su lugar y la llave giró en la cerradura. La puerta se abrió bruscamente. Los soldados no tuvieron tiempo de reaccionar, una ráfaga se escapó iluminando la escena. Pude ver a J frente a mí, hecho un ovillo sobre la cama. Salté adonde él estaba. J se abrazó a mí, yo traté de calmarlo y reuní fuerzas para sacarlo de allí.

“Caminábamos lentamente por el corredor, pero ellos parecían correr frenéticamente en busca de la puerta. No se detenían. Corrían y corrían sintiéndose dueños de la noche. Desde la superficie nos llegaban los gritos y el estruendo de disparos, cuando finalmente ganamos la escalera.

“En ese momento las luces volvieron a prenderse, pero el subterráneo seguía siendo oscuro. ‘Solo cuatro escalones’ —pensé al ver la claridad al final de la escalera. Una silueta se recortaba contra la luz. J corrió hacia ella y desapareció tras la puerta. Yo quise seguirlo, pero en ese momento sentí como si mi cabeza estallara en mil pedazos y caí sobre el último escalón. La figura se alejó y reconocí a Schmidt justo un segundo antes de que la sangre cayera sobre mis ojos y perdiera la consciencia.

Schulz tenía los ojos entrecerrados y no hablaba. Podría decirse que dormía de no ser porque jugueteaba con el lápiz entre los dedos. Había dejado de tomar nota desde hacía casi media hora.

—Lilims —susurró.

—Eso fue lo que él me contó —replicó Helga—. Yo no sé qué eran realmente, pero eran reales. Tiene que creerme… ¿Ya puedo salir?

Schulz salió y cerró la puerta con llave, dándole a Helga la certeza de que estaba prisionera una vez más. “Todo estará bien mientras no apaguen las luces” —se repetía en su cabeza una y otra vez.

El oficial entró tan pensativo en su oficina que no advirtió al hombre que estaba sentado en un rincón. Detrás del brillo de unas gafas de marco dorado reconoció a Heinrich Himmler. Al verlo se cuadró inmediatamente y saludó.

—¿Pudo interrogarla?— preguntó Himmler.

Schulz relató de principio a fin la historia de Helga. Himmler escuchaba meditabundo.

—Como ve, la pobre mujer parece haber perdido la razón, aunque es posible también que haya respirado el Nebel-13.

—Demonios o lo que sea, alguien o algo casi extermina la guarnición en pocos minutos. La traición de Wilhelm Schmidt ya es evidente, así que debemos enfocarnos en encontrarlo antes de que venda sus conocimientos al enemigo. Creo que esa fue su intención del principio —Himmler esbozó una sonrisa—. Ahora que el barco se hunde, las ratas comienzan a huir.

Cuando Himmler salió, Schulz se puso a hojear los registros de prisioneros de Auschwitz, encorvado sobre su escritorio. Luego se sentó desalentado. No aparecía por ninguna parte el nombre de Joseph Landowski y comprendió que por allí no llegaría a ninguna parte. El Reichsführer fue bastante claro sobre mantener en secreto todo lo referente a los experimentos de Schmidt. ¿Qué hacer entonces con Helga von Langhein?

Cuando Helga despertó, los vientos de la primavera de 1945 venían cargados de malos augurios para Alemania. ¿Dónde había estado los últimos dieciocho meses? Recordó cuando le informaron que sería asignada a Auschwitz. ¿Para qué? En ese punto los recuerdos se hacían difusos y se disolvían en una bruma impenetrable. La enfermera le contó sobre el accidente y sobre cómo había perdido aquella fracción de su memoria. En sus manos dejó un expediente con datos relacionados con su trayectoria en el servicio.

—Esto puede ayudarla a recordar.

Según lo que pudo leer, nunca la enviaron a Auschwitz, sino que había permanecido en Berlín con una trayectoria bastante destacada en las oficinas de la Gestapo. Se le hacía difícil aceptar que había perdido año y medio de su vida, pero así era. La atacó un fuerte dolor de cabeza. Palpó la cicatriz en su frente. Aún dolía.

—Creo que voy dormir un rato más —dijo.

La enfermera apagó la luz. Helga tuvo la extraña sensación de ver puntos rojos brillando en la oscuridad.

—¡No! Mejor deje la luz encendida, por favor.

El viejo edificio parecía abandonado aquella noche. Aunque en las escaleras no había luz desde hacía años, al menos la puerta abierta de algún apartamento solía indicar el camino. Pero no en Navidad. Los inquilinos trataban de dejar el edificio antes del anochecer y olvidar por un rato que realmente vivían en el rincón más asqueroso de todo New York, mientras se quedaban a pasar la noche junto a su familia. Los que no podían hacerlo se encerraban con llave.

Solo un apartamento en el tercer piso tenía la luz encendida.

—Este es, Robert —dijo Braxton a su compañero, indicando el número en la puerta.

—¿Qué esperas entonces? Toca. Cuanto antes salgamos de esto mejor.

Braxton obedeció. El hombre que apareció en la puerta era enjuto y encorvado, con ojos azul pálido. Aparentaba una edad mucho mayor de la que realmente tenía.

—¿Usted es Peters? —preguntó Braxton.

—Sí. ¿Qué quieren? —el alcohol y el acento alemán hacían ininteligible la jerga de Peters.

—Nosotros somos los agentes Sommers y Braxton —ambos mostraron sus identificaciones—. Queremos conocer a Johnny.

—Ya veo. Pensé que él vendría personalmente a verlo.

—No será posible. Tiene asuntos más importantes en Langley —respondió Sommers.

—Me imagino… —mostró una hilera de dientes amarillentos, en un gesto parecido a una sonrisa— Pasen. ¿Quieren un trago? Tengo una botella de vodka… ¿No? Ustedes se lo pierden. No porque sea ruso deben despreciarlo, eso lo aprendí…

—Señor, realmente no tenemos tiempo para eso. ¿Podríamos ir al grano? —interrumpió Sommers.

—Sí, por favor. ¿Quién es Johnny? —añadió Braxton.

—En realidad ese fue un pequeño malentendido. Su nombre es Joseph, aunque yo lo llamo J.

—Como sea. Queremos verlo.

—Vengan conmigo entonces, caballeros.

Los agentes siguieron a Peters hasta uno de los cuartos. El apartamento completo estaba sucio y maloliente. El mismo Peters apestaba a alcohol. Todo aquello les parecía una broma navideña de mal gusto, pero no tenían otro remedio que cumplir con la orden hasta el final.

El cuarto en cuestión había sido convertido por dentro en una caja de acero. Paredes, techo, suelo y puerta estaban cubiertos por planchas de aquel material. No había ventanas ni muebles. En el centro había una mesa y sobre ella un enorme recipiente de cristal.

—¿Qué demonios es eso? —preguntaron los agentes desde el umbral.

—Este es J —dijo Peters, señalando el cerebro que flotaba entre una maraña de cables y conductos circulatorios. En la base de aquel cerebro se movían, de un lado a otro, dos ojos. Miraban a Peters y miraban a la puerta.

Sommers y Braxton se acercaron a la mesa con paso inseguro. Las pequeñas esferas los apuntaban con sus pupilas negras dondequiera que se movieran. Braxton sintió unas ganas insoportables de vomitar y salió corriendo de la habitación.

—¿Está vivo? —fue lo único que atinó a decir Sommers.

—Sí, pero no es precisamente lo que deseo mostrarles.

—¿Y qué es entonces?

—¿Qué me diría si le contase que he encontrado una región del cerebro capaz de crear monstruos?

“Diría que estás loco, nazi de mierda” —pensó Sommers.

Braxton regresó a la habitación, pálido y alterado.

—Mira Phil —dijo Sommers—, el señor Peters nos quiere enseñar un show de monstruos.

—Ustedes los americanos, siempre se burlan de todo…

Salió con paso febril y los agentes se apresuraron a seguirlo. No deseaban quedar encerrados con aquella cosa en la jaula de acero. Peters cerró la puerta metálica con doble vuelta de llave. En la habitación contigua les mostró un agujero en la pared.

—Me tomó cinco años, pero finalmente descubrí el origen de la habilidad de J. Hay una zona próxima al sistema límbico que se encuentra extrañamente desarrollada en el cerebro de J. Creo que funciona como un mecanismo de defensa y es detonado por el miedo a la oscuridad. Vean lo que ocurre cuando apago la luz.

El dedo de Peters describió un giro teatral antes de llegar al interruptor. Sin mucho entusiasmo se asomó Sommers al orificio y aguardó en silencio. Involuntariamente contuvo la respiración, esperando algún tipo de revelación.

—¿Qué ocurre, Robert? —preguntó Braxton ansioso.

—Nada, absolutamente nada.

Sommers se enderezó y caminó hacia la puerta.

—¡Esperen! Debe haber ocurrido un error.

—El único error lo cometimos nosotros al venir. Feliz Navidad, Peters.

Peters quedó desolado en medio de la habitación. Por supuesto que había notado una disminución en la intensidad de las respuestas, pero nunca se esperó algo así. J finalmente había encontrado la manera perfecta de vengarse. El portazo lo hizo estremecer. Comprendió que no enviarían a nadie más. Se preguntó si podría mantenerse a salvo, ahora que no era útil. Ellos habían visto a J, o al menos lo que quedaba de él. “Esta gente es muy sensible cuando se trata de esas cosas. Si al menos hubieran visto lo que yo vi, entonces me entenderían”.

Buscó en la cocina su botella de vodka y arrastró una silla hasta la última puerta. Por el camino apagó todas las luces. Entró y se sentó justo frente a la mesa. Los ojos de J brillaban en la oscuridad.

—Conque ya no tienes miedo. ¡Sabía que algún día lo lograrías!… O puede ser que ya no funciones tan bien como antes. ¿Cómo podría yo saberlo?

Los sentidos de Peters no tardaron en nublarse. Creyó que aquellos ojos lo juzgaban, podía sentir el odio en ellos y no estaba equivocado. Encerrado en aquella pecera y privado de su cuerpo, J había acumulado odio suficiente para que sus miedos perdieran sentido. Una sola idea vibraba en aquella grotesca masa de neuronas.

—Si es vengarte lo que quieres, este es el momento —Peters se paró en actitud desafiante, aunque tambaleándose.

“Este es el momento”, se repetía J. El miedo ya no era necesario, solo tenía que llamarlos y ellos acudirían. Ojos cual carbones encendidos se abrieron en la oscuridad. Peters corría por el pasillo y, como en una pesadilla, sus pies pesaban demasiado para avanzar. Cuando logró prender la luz de la sala, cayó al suelo y vio lo que salía de las sombras. Solo tuvo un segundo para comprender que tampoco era necesaria la oscuridad.

Alexy Dumenigo Águila. Placetas, Villa Clara, 1991. Narrador.

Ingeniero en Ciencias Informáticas. Es egresado del XVI Curso de Técnicas Narrativas del Centro Onelio Jorge Cardoso y miembro del taller literario Espacio Abierto. Ganó el V Concurso Oscar Hurtado en la categoría de cuento fantástico y obtuvo mención en el Concurso Mabuya 2013. En 2014 resultó ganador del Premio Mabuya, mención en la categoría de cuento de CF del VI Concurso Oscar Hurtado y finalista de los concursos de minicuentos El Cuentero y Papeles de la Mancuspia.