Narrativa

No mates a Mayakovski

La noche anterior Verónica Polonskaya se negó a subir al apartamento del poeta, porque el espíritu, la sombra de Lilia Brik interfería sin cesar entre ellos, alegó ella con un gesto de ira. ¿Acaso el poeta planeó despedirse de Verónica con un coito final que le granjeara un poco de indulgencia y, a lo mejor, su perdón? Quizás fue en ese intervalo cuando escribió la carta que más tarde recorrería el mundo. Con ella intentaba frenar la ola de chismes que de seguro se levantaría al conocerse la noticia. Es difícil saberlo, pero sus manos debieron temblar. En la calle Lubianka aún se avistaban montones de nieve sucia en las aceras, charcos de lodo, y en los árboles desnudos graznaban cuervos. Pero volvamos a la carta. ¿Sería posible que Mayakovski ya la hubiera concebido mucho antes de llamar a Verónica? «El barco del amor se ha estrellado contra la vida cotidiana», sentenció. ¿Cómo entender la imagen del barco? ¿Qué sueños y amarguras cargaba? Quién sabe si el rechazo de Verónica llenó la copa, o el prolongado alejamiento de Lilia que, al enterarse de la tragedia, se apresuró a impugnar desde Berlín los murmullos acusadores que apuntaban hacia ella como la causa principal del suicidio. En sus declaraciones refirió que en dos oportunidades le había arrancado a Volodia esa idea estúpida de la cabeza. Encima de la mesa de trabajo del poeta yacía un ejemplar del Pravda con una extensa crítica a su obra teatral Los baños. En ella el periodista difamaba de la intelectualidad y la culpaba de creerse la «sal de la tierra» y de situarse más a la izquierda del proletariado. Con Mayakovski, en particular, se ensañaba y, entre otros calificativos, le colgaba el sambenito de izquierdista. ¡Pulga sedienta!, gritó estrujando el periódico. Su primer impulso fue quemarlo en la estufa, pero luego lo dejó encima de la mesa con el propósito de escribir más tarde una refutación contundente a las imputaciones del libelista. La madrugada debió ser lóbrega. Sin Lilia y sin Verónica, el mundo a cuyo esplendor lo apostó todo, le resultaba brutal.

No lejos de allí, en su modesta habitación del Kremlin (un viejo hábito de seminarista), Stalin bebía té y fumaba en su pipa georgiana, regalo de un compatriota. Parecía inquieto y varias veces miró a través de la ventana hacia la Plaza Roja. A lo mejor repasaba las próximas acciones que decidiría para acabar, de una vez y para siempre, con los malditos kulak y sus opositores más connotados. O quizás pensaba en una orden secreta impartida al camarada Menzhinski, lo que significaba que esta sería cumplida por el camarada Yagoda (a la sazón sustituto del Comisario de la NKBD), ya que en los últimos meses el primero se enfermaba con excesiva frecuencia. Nadie conseguiría predecir con exactitud qué ideas dominaban su mente en ese minuto. Pero hoy sabemos que Stalin no perdía de vista al referido Yagoda y lo consideraba un oportunista sin escrúpulos, capaz de incurrir en cualquier vileza con tal de cautivar a sus superiores y ascender por la escalera del poder. Pese a este criterio nada infundado, jamás por ese tiempo interrumpió su carrera. Tipos con estas características suelen ser útiles en medio de la crudeza de la lucha de clases, debió de mascullar mientras leía algún informe confidencial sobre los desafueros del joven comisario. No ignoraba que los deseos del Secretario General, confesos o inconfesos, podían convertirse en un abrir y cerrar de ojos en realidad: bastaba que hombres como Yágoda (o como Yezhov más tarde), los adivinaran. Faltaban todavía cuatro años para el asesinato de S. M. Kírov, su mejor amigo, el único en quien confiaba y que dormía en su propia cama cuando este visitaba Moscú, en tanto él se iba al sofá de la sala, y todavía dos más para el inicio de la Gran Purga, donde hasta el mismísimo Yágoda y otros conspiradores serían fusilados por el asesinato de Kírov. De acuerdo con un rumor muy difundido con posterioridad, por esa época Stalin recibió una notica escrita de puño y letra de Trotski, donde este le advertía: No mates a Mayakovski. ¿Cómo diablos el renegado pudo atreverse a pensar que yo levantaré la mano contra un poeta tan leal a la causa?, se preguntó tirando la insidiosa nota en una gaveta. Un hombre que, además, es mi coterráneo, nacido en la pequeña y montañosa Georgia. Pero al hebreo no vacilaría en matarlo, aunque fuera con mis propias manos, debió rumiar mirando como siempre hacia la enorme plaza. 

Sin embargo, lo que tal vez sí ignoraba el recio líder era que el camarada Yagoda tenía oídos por todas partes, amigos influyentes dentro del aparato partidista y estatal, incluso fuera del país, y gracias a esas relaciones de seguro conoció de ciertos comentarios negativos hechos por él mismo en torno a Mayakovski. Por eso es de sospechar que a la hora en que Stalin daba paseítos por la habitación, chupando su pipa georgiana, dos o tres oficiales permanecían apostados en un apartamento cercano al del poeta, observando su ventana iluminada. Deben de haberlo visto sentado a su mesa de trabajo, escribiendo la carta donde solicitaba al gobierno que se ocupara de Lilia Brik y de Verónica Vitaldovna Polonskaya y, por supuesto, de su madre y hermanas. En cuanto a los poemas inéditos, debían entregárselos al matrimonio Brik, ellos entenderán, indicaba. 

Y ahora la foto. En ella se ve al poeta acostado, vestido con camisa blanca, corbata de mariposa y pantalón oscuro. La cabeza y espalda descansan sobre una colcha con dibujos. Tiene la boca semiabierta y una mancha de sangre en la tetilla izquierda; la mano derecha parece que roza el bolsillo del pantalón; la izquierda reposa sobre la ingle. Cabría preguntarse ¿por qué no se dio el tiro con su pistola Máuser en la sien o en el cielo de la boca? ¿Acaso un impulso narcisista lo llevó a preservar su última imagen? Otro detalle: Mayakovski no era zurdo. ¿Cómo explicar entonces que, según el reporte pericial, se haya disparado con la izquierda y más tarde esa misma mano apareciera en la foto de la forma descrita? Los suicidas casi siempre emplean su mano dominante. Pero presumamos que se disparó con la derecha, ¿cómo pudo colocarla luego cerca del bolsillo del pantalón? 

Durante las investigaciones, algunos vecinos declararon haber visto a personas extrañas en la escalera. Gente escurridiza, vestidos con la chamarreta de los servicios secretos, osó añadir un viejo que una semana más tarde se fue a vivir, sin previo aviso y con solo unas pocas ropas de invierno en una maleta, a casa de una hija que tenía en la lejana ciudad de Novosibirsk. El anciano jamás regresó a su apartamento que, en breve, fue reasignado a la encargada del edificio con todas las pertenencias que este dejó a su cuidado. 

El dictamen forense afirmaba que la muerte del poeta se produjo a las diez y cuarto de la mañana, hora en que el sol comenzaba a calentar a los paseantes y derretía los monolitos de nieve sucia en las calles, formando charcos hediondos. Los cuervos picoteaban la tierra todavía congelada en busca de comida y, algunos más atrevidos, hurgaban en los balcones. Hasta ese minuto ¿qué recuerdos se avivaron en su cabeza? Quizás rememoró la tarde en que, junto a su padre, durante un recorrido a caballo por las inmediaciones de la fábrica de remaches perteneciente al príncipe Nakashidze, descubrió la electricidad. Este suceso le abrió la perspectiva del futuro y despertó su fervor, casi místico, por la modernidad y el progreso. O los once meses en la cárcel, acusado de cavar un túnel junto a otros jóvenes, por el que escaparon trece mujeres del penal de Novínskaya. O las extravagancias de su gran amigo Burliuk, o las suyas propias, en la Escuela de Bellas Artes. Con una sonrisa traviesa en los labios, tal vez se acordó de la noche en que ambos escribieron el Bofetón al gusto público, insólito y controvertido documento que pronto se convertiría en manifiesto del llamado futurismo ruso. Recordó (nadie podría afirmarlo, pero tampoco negarlo), los días gloriosos en las calles de Petrogrado, cuando fusil en mano se le vio gritar en el fragor de los combates, y luego soltar el arma a regañadientes por orden tajante del comisario Lunacharsky, que lo envío a escribir poemas revolucionarios y a pintar carteles de propaganda. Pero tal vez lo que más recordó fue el primer encuentro con Lilia, cuando Elsa, la hermana menor de esta y futura novelista francesa, se la presentó en una velada. A partir de ese momento, Lilia se convirtió en su musa y amante, con la cual filmaría hasta una película. Ligado a estas caras imágenes, es de conjeturar que evocara también otras ofensas publicadas en la prensa contra él. ¿Cómo era posible olvidar que los marineros del Aurora marcharon al Palacio de Invierno coreando sus versos, o los poemas encendidos con que arengaba a los soldados rojos en el frente, a escasos kilómetros de las líneas enemigas? Su voz inmensa no solo los estremecía, sino borraba cualquier vacilación o sentimiento de pánico. El poema ha de ser como el viento que se escucha y se siente y levanta el polvo de los caminos, una tempestad de palabras directas, un acto verbal insuperable, extraordinario, que eche abajo todas las academias y las formas poéticas abstractas, explicó más de una vez a sus amigos entre tragos de vodka y platos con salami y pepino agrio, envuelto en la nube perenne de una papirosa tras otra. El colmo es que ahora me niegan la visa para viajar al extranjero, como si yo fuera un apestado, un excluido del gran tren de la revolución, se dijo tocado en su sensibilidad. Por mucho que le daba vueltas al asunto, no lograba explicarse semejantes agravios. Él había sido implacable con los literatos de la otra orilla. Nunca simpatizó con los que flirteaban con un arte sin compromiso o dudosamente inclinado a comprender los infortunios de los burgueses (Bulgákov, por ejemplo). Esas posiciones las conocían muy bien los funcionarios que atacaban sus memorias literarias, tildándolas de poco serias. También los extremistas que ahora lo criticaban por no haberse afiliado al Partido. «Me habrían mandado a pescar a Astracán», musitó con una sonrisa en los labios. A Verónica le dedicó solo unos segundos, porque su imagen se mezcló con la hosca discusión ocurrida cuando ella no quiso subir a su estudio, frustrando cualquier posible arreglo entre ellos.

Fumando la tercera o cuarta pipa, Stalin recordaba la inesperada advertencia de Trotski. Buscó la notica en la gaveta y la leyó una vez más. Si el poeta muere en circunstancias sospechosas, lo más probable es que el bloque trotskista y sus simpatizantes dentro del partido me acusen de su asesinato. Cierto que Mayakovski ha sido un tanto engreído al dedicarle un extenso poema a Lenin y que su fama molesta a un sector no despreciable de la inteligencia, incluso a mí; no obstante, jamás se sumaría a ningún complot en mi contra, razonó Stalin. Pero los poetas suelen suicidarse; su egocentrismo los lleva a quitarse la vida para seguir fulgurando más allá de la muerte; por tanto, hay que ser cautelosos con ellos, porque la historia siempre se pone de su parte, se dijo finalmente el gran líder. Cerca de las diez y media de la mañana, Stalin debió recibir una llamada directa a su despacho. Solo Kírov y el comisario Yagoda gozaban de esa potestad. Stalin tiene que haber fruncido el ceño al tiempo que exigía detalles. 

El camarada Yágoda tal vez comenzó describiéndole la escena del suicidio y luego le comunicó que Mayakovski dejó una carta que, si bien no revelaba los motivos de su trágica decisión, al menos despejaba cualquier duda en torno a su muerte. Eso es lo primero que usted tenía que haberme informado, le reprochó Stalin y colgó el teléfono sin despedirse. Una carta, una simple carta nos salvará del escándalo ante los ojos del mundo, se dijo Stalin mientras rellenaba con picadura de tabaco su vieja pipa georgiana. Cinco años después, orientó al camarada Yezhov (para entonces el nuevo Comisario del NKBD) que se ocupara de dar respuesta a una carta de Lilia Brik, donde esta demandaba que se rescatara la memoria del insigne bardo de la revolución. “Mayakovski sigue siendo el mejor y más talentoso de los poetas de la época soviética. La indiferencia a su legado es un crimen”: así escribió el gran líder en una carta que envió a Yezhov.

Al amanecer Mayakovski tomó un baño y se vistió con su mejor camisa (ya no usaba su llamativa blusa amarilla). «Soy poeta, y eso es lo que me hace interesante», dijo en voz alta mirándose en el espejo. En la foto se aprecia el celo del atuendo, como si en lugar de morir pretendiera encontrarse con Verónica. A Lilia no podría verla porque en ese momento estaba con su marido en Berlín. Presumiblemente sobre las diez, tocaron a su puerta. Abrió con la esperanza de que fuera Verónica. Pero no era ella, sino unos tipos desconocidos que decían traerle una encomienda partidista. Solo así se explica que los dejara pasar. Es poco probable que intentaran maniatarlo, pues Volodia era un hombre joven, alto y fornido. Lo más seguro es que le hayan disparado con otra pistola Máuser y, una vez hallada la del poeta, fuera sustituida. Los expertos en balística debieron advertir de inmediato el engaño, pero su dictamen fue enterrado en algún archivo secreto del NKVD, en la misma calle Lubianka donde vivía el occiso. Luego lo acomodaron sobre la cama en pose teatral, con la colcha que se ve en la foto, para evitar el reguero de sangre. Lo único que no pudieron corregir fue la boca semiabierta, como si se dispusiera a declamar su poema inconcluso Hablando a gritos, o un discurso áspero, cargado de sarcasmos e imágenes hilarantes contra la burocracia, los mediocres, los arribistas y los nuevos asesinos.

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«No mates a Mayakovski» de Alberto Marrero Fernández

Alberto Marrero Fernández. La Habana, 1956.

Narrador y poeta. Obtuvo el Premio de Poesía Nicolás Guillén 2015 con el cuaderno Las tentativas; y el Premio de Novela Alejo Carpentier 2019 con Agua de paraíso. Ha recibido otros lauros como el Premio de Narrativa Hermanos Loynaz 2003, el Premio Luis Rogelio Nogueras de Cuento 2004, el Premio de Poesía Julián del Casal 2009 y el Premio de Cuento La Gaceta de Cuba 2009. Es Máster en Historia, miembro de la Uneac y posee la Distinción por la Cultura Nacional. En 2020 publicó la novela policial La verdad que huye con Editorial D´Mc Pherson; y en 2022 se alzó con el premio del Concurso de Novela Policial “Aniversario  del Triunfo de la Revolución”, con El priviIegio de los alcatraces. Entre los volúmenes de cuentos que ha publicado, se encuentra No mates a Mayakovski (Ediciones Loynaz, 2018), del cual se extrajo el cuento homónimo para la presente antología.