El barman

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En cualquier caso, tu rostro estaba siempre presente en los momentos más felices de mi vida.

Estabas apoyado con el codo del brazo izquierdo y la palma de la mano derecha en la mesa de mármol blanco, mirando a tu alrededor, como si esperases a alguien, y sonriendo constantemente. De vez en cuando, cogías una gran bayeta amarilla y limpiabas el mostrador con cuidado, luego volvías a tu sitio. Detrás de ti, en cuatro estanterías, se alineaban botellas de bebidas alcohólicas de todo tipo, como reposando adormiladas, llenas de líquido amarillo, marrón y rojo. No había ninguna semejanza o comparación entre su apariencia suave y tranquila y el fermento interior lleno de fuerza oculta e inspiración explosiva…

La cabeza, grande y redonda, el cabello negro con la raya al medio, las cejas pobladas y separadas, el espeso bigote, curvado como un arco, el amplio y fuerte mentón, los grandes y brillantes ojos azules, la nariz aguileña… todo ello te hacía ser el rey del café-bar África.

A veces, salíamos de nuestras oficinas en el ministerio e íbamos al África a tomar café. Y no era raro que habláramos de ti, sin tú saberlo.

Una vez, estando con unos compañeros, les pregunté:

-¿Cómo habrán escogido a este cantinero?

Un amigo, que tenía cierta experiencia, respondió mirándome con admiración:

-Quizá empezó como camarero, pero fue elegido con mucho cuidado.

Otro añadió:

-Ganan un sueldo fabuloso.

-Su conocimiento de la sicología humana es sorprendente.

-Y en cultura general es un profesor, en todo el sentido de la palabra.

-¿No ves cómo habla, cómo se ríe y cómo discute?

-Por eso, los que vienen desde hace tiempo son, ante todo, clientes del cantinero.

Él lo es todo. Todo en él es original, hasta su nombre: Vasiliadis… Vasiliadis. Escucha qué bien suena al oído.

Lo miré con respeto y me apresuré a tributarle esa forma de admiración característica, en general, de la adolescencia.

Su amistad era preciosa para mí, por eso me sentía feliz cada vez que me recibía con una cálida y radiante sonrisa que hacía disipar mis preocupaciones. Los días de fiesta por la tarde, mi joven amigo me invitaba a ir al local antes de que comenzaran las veladas. ¡Y qué veladas! En cuanto me sentaba a la barra, él extendía la mano hacia la botella de Dewar’s y me servía un poco en el curvado vaso; luego contemplaba los gestos que yo hacía al beber y me preguntaba con interés:

-¿Dónde vas a ir esta tarde?

Yo le respondía que al cine, al teatro o a algún club nocturno, y él replicaba:

-Todo eso está muy bien cuando se es joven.

-Juventud… juventud -decía yo riendo-. ¿Por qué esa constante exaltación de la juventud? ¿Es que cada etapa de la vida no tiene sus propios valores?

-Tú menosprecias la juventud porque eres joven. Pero piensa detenidamente en el valor del tesoro que tienes en tu corazón.

-No exageres, Vasiliadis. La vida no consiste solo en energía, no se puede medir únicamente en horas y minutos.

-Entonces, ¿qué es la vida?

-Por encima de todo, Vasiliadis, es dinero.

-El dinero es muy importante, pero la juventud lo es más. El aspecto…

-Olvídate de mi aspecto -lo interrumpí-. ¿Qué sabes tú acerca de un modesto funcionario de aquel siniestro ministerio cuya entrada puedes ver desde tu sitio, detrás de la barra? Los deseos son numerosos pero las posibilidades escasas, por tanto, no me hables de juventud…

-¿Y tú sabes cómo era el propietario de este café cuando emigró a Egipto?

-Llegó pobre y acabado, pero luego se abrió camino en un mundo distinto del ministerio y el funcionariado, con todos los ascensos y los aumentos de sueldo congelados por tiempo indefinido. ¿Qué le queda a la juventud?

-Lo que hoy está bloqueado, mañana puede moverse. Nada permanece tal cual. Toma otra copa.

Mientras me llenaba el vaso, empecé a creer en Vasiliadis y a aprobar su lógica. Luego, me despedí de él con más afecto.

Una mañana de un día de fiesta, regresando de Al Qarafa, encontré en casa una invitación de Vasiliadis y me puse muy contento. Por la tarde, me senté junto a él y le dije:

-Este es un día de bebida, flores y buenos pensamientos.

Me llenó el vaso y me regaló un clavel y una sonrisa. Todo me pareció tan agradable que hasta me olvidé del propio Vasiliadis y empecé a recitar en voz baja:

Hasta que el secreto te ha herido
has ocultado tu amor.
Crueles han sido tus censores.

-¿Es un poema? -preguntó.

-Sí -contesté riéndome,

-Explícame el significado.

Empecé a explicarle palabra por palabra y él me escuchó sonriendo. Luego dijo:

-Es verdaderamente bello. Pero ¿tú eres un enamorado o un poeta?

-Un enamorado -le respondí en un tono de confesión.

-Verdaderamente bello, mas ¿por qué aludes a la ocultación y a la crueldad?

-Así es el amor en nuestro país.

-El amor significa hablar, amar y gozar con la persona amada.

-Así era para los griegos.

-Y para los romanos… para todos.

-¡Por Dios, Vasiliadis! Gobierna tú el mundo -exclamé con entusiasmo.

-Tú eres un joven fuerte y bien educado. Cualquier chica puede quererte, pero no ocultes nada porque si no, ¿cómo puede la amada saber que la amas? Y no te preocupes por los reproches que te puedan hacer las personas injustas… toma.

Me llenó de nuevo el vaso y yo creí en sus palabras, recuperando la fe perdida. Luego, me marché con el corazón lleno de gratitud.

«Los días pasan pero el cabello no se te vuelve blanco, Vasiliadis, ni tus ojos pierden el brillo.»

Una noche, le pregunté mirándolo con estupor:

-¿Qué haces para conservar la juventud?

-Tener amigos como tú -respondió con una inteligente sonrisa.

-Tus palabras son siempre agradables -le dije, tomando el vaso.

-¿Cómo está tu hijo? -me preguntó con amabilidad.

-Va mejor. Y parece que viene otro de camino.

-¡Enhorabuena! Es el momento de tener hijos. Tú eres un hombre respetable; solo tienes un defecto: en seguida te quejas.

-La verdad es que la vida no me satisface.

-¿Cómo puedes decir eso, si eres un funcionario respetable, además de esposo y padre?

-Me refiero al país y a la vida política, aunque tal vez a ti no te interesen esas cosas.

-Solo desde la distancia. Desde mi sitio, detrás de la barra, he visto muchas manifestaciones y he oído muchos gritos. He visto a la policía persiguiendo a los estudiantes y la llegada de camiones militares y ambulancias, muchas… muchas veces. Pero ¿por qué son tan impacientes?

-Este es un país desafortunado, Vasiliadis.

-Así es la política en todos los países. En el mío, Grecia, se ha vertido mucha sangre. No te pongas triste, piensa dónde estabas ayer y dónde estás hoy. Aquí brindarás por las victorias futuras y yo te recordaré este momento. Toma…

Llenó mi vaso de nuevo. Los rasgos de mi rostro se relajaron y, no sé por qué razón, me sentí alegre. Me marché, deseando que nuestra amistad durase siempre.

A medida que pasaba el tiempo, aumentaba mi admiración por su extraordinaria vitalidad. Aunque lo observaba meticulosamente, no encontraba ninguna señal del paso de los años. Sus ojos brillaban como el cristal, sin el menor síntoma de debilidad. ¿De dónde sacaba aquella fuerza renovadora?

-¿Tú bebes mucho, Vasiliadis?

-No, amigo mío, solo un vaso antes de comer.

-¿Y en la cena?

-Mi cena consiste en yogur, lechuga y una manzana.

-¿Y no tienes preocupaciones?

-Como todo el mundo. Pero no me dejo vencer por la tristeza, como la mayor parte de la gente.

Observó que yo había dejado mi asiento habitual para sentarme detrás del biombo que separaba el café del rincón en el que se tomaban bebidas alcohólicas.

-Veo que prefieres permanecer escondido.

Riéndome, le respondí:

-Mi hijo es todavía joven, y una vez lo vi pasar con algunos amigos por delante del café.

-¡Es increíble que un padre tenga miedo de su hijo!

-Mis hijos me preocupan mucho.

-¿Por qué? Tú eres un buen hombre.

-Apenas coincidimos en nada, ya sean opiniones o gustos. La verdad es que me siento como un extraño.

-¿Y por qué quieres que sean como tú?

-En nuestra época…

Él me interrumpió:

-¿Quieres decir cuando todas las promociones y los ascensos estaban congelados?

No pude contener la risa.

-Entonces, ¿a que no te molesta la rebeldía de los hijos? -y tras una breve pausa añadió-: Aprende de ellos, si puedes. Toma.

Alcé el vaso brindando:

-¡Por la rebelión y la desobediencia!

A pesar de que uno mismo es el último en darse cuenta del efecto del tiempo en su persona, había signos indiscutibles que me convencían del gran cambio que se había producido en mí, mientras que no observaba ninguno en Vasiliadis.

Una noche, fui a verlo. Me miró preocupado y yo adiviné el motivo. Mientras me servía una copa, me comentó:

-Te noto distinto.

-Ayer me jubilaron -respondí bajando la cabeza.

-¡Bravo! -exclamó él tendiéndome la mano.

-¿Por qué me felicitas, Vasiliadis?

-Porque has terminado un viaje con éxito para iniciar otro.

-¿Qué otro?

-La vida comienza a los sesenta años.

-¿En el café África?

-Hasta ahora, solo te preocupabas de los detalles de la vida -dijo moviendo la cabeza-. A partir de ahora, te preocuparás solo de las cosas esenciales.

-La verdad es que me he sentido completamente anulado.

-Lo mismo dijiste una vez a propósito de la juventud.

-No tengo a nadie conmigo, excepto a mi mujer, y si no fuese por el sentido del deber, ninguno de mis hijos vendría a verme.

-Piensa solo en una cosa: cómo disfrutar de la vida después de los sesenta años.

-Pero ¿a esa edad queda algo de la vida?

-La vida vieja se ha terminado pero la nueva todavía no se ha iniciado.

-A veces siento vértigo -dije desmoralizado-, y me parece que nada merece la pena.

-Tienes buena salud y muchos amigos. Además, la vida aquí ya no transcurre con la monotonía de antes.

-Siento una profunda tristeza interior que solo espera la ocasión de aflorar a la superficie.

-Pero no puedes borrar las experiencias felices de tu vida pasada y presente.

-Parece que lo único que sabes decir son cosas agradables.

-Tenemos todavía muchos días por delante para encontrarnos, hablar e intercambiar afecto.

-Que se haga la voluntad de Dios.

-Puedes visitar de nuevo el parque zoológico, el acuario, los monumentos… Toma, bebe.

Me llenó el vaso y pensé que Vasiliadis era un tesoro.

Un día, mientras me preparaba para recibir el mes del Ramadán, tuve un cólico nefrítico. Mis hijos vinieron a verme y también los amigos, y pasamos el rato hablando de enfermedades y de política.

Una mañana, mi mujer me dijo que un extranjero quería verme. Unos minutos después, Vasiliadis me abrazaba efusivamente, y su espeso bigote me rozaba la boca y la mejilla. Era la primera vez que lo veía con traje y sombrero. Me dijo riendo:

-El bar está triste sin tu risa.

Yo le respondí, palpándome la parte baja de la espalda:

-¡El dichoso cólico! Que Dios te proteja, Vasiliadis.

-Es solo una dolencia pasajera. Tengo que confesarte que, sin ti, Vasiliadis no vale nada.

-¿Y qué valgo yo sin ti, querido amigo?

-¿Cuándo volverás con nosotros?

-Tal vez a finales de semana. ¿Dónde está la juventud?, dime, ¿dónde?

-Ya te he dicho que es una dolencia pasajera y que pronto continuaremos con nuestra buena vida.

La verdad es que su visita me dio más ánimo que la de mis hijos. La noche que regresé al África me abrazó en presencia de todos y yo alcé mi vaso diciendo:

-¡A la salud de Vasiliadis, símbolo del amor y la lealtad!

Le conté que había soñado que la muerte había venido a visitarme, y él me respondió:

-No creas en esas cosas. La muerte solo viene una vez y, cuando lo hace, le sigue la mayor de las felicidades.

-Hablas como si supieras lo que ocurre después de la muerte.

-¿De dónde has venido? -me preguntó con confianza-. ¿No se parece la oscuridad de la que has venido a la oscuridad a la que irás después de una larga vida? De las primeras tinieblas fue posible que surgiera la vida. Así pues, nada impide que la vida continúe en las segundas tinieblas.

-¡Bravo, Vasiliadis! -exclamé embriagado-. Hablas como un santo.

Un día, estaba dando un largo paseo entre jardines y monumentos, y me senté en un lugar solitario, bajo los rayos espléndidos del sol. Pero nada impide la realidad: perdí la consciencia durante no sé cuánto tiempo. Cuando volví en mí, me encontré tendido en el lecho, como un muerto. Pensé que era el fin, pero mi apego a la vida no disminuyó.

-Vasiliadis te manda saludos -me dijo un amigo que vino a visitarme.

Los párpados se me contrajeron debido al interés que por primera vez sentía por algo desde que estaba postrado en el lecho.

-¿Sabe él cómo me encuentro? -le pregunté.

-Sí. Algunos amigos le han informado y se ha puesto muy triste.

Tras marcharse mi amigo, le dije a mi mujer:

-Si viene el extranjero, hazle pasar inmediatamente.

Era un ser extraordinario y pensé que renovaría mi vida con su increíble magia.

Cada vez que sonaba el timbre, los párpados se me contraían y me preparaba para el encuentro, pero Vasiliadis no venía. Me preguntaba qué podía haberle pasado, pero no encontraba una respuesta satisfactoria. Empecé a sentirme angustiado, y un día le dije a un amigo:

-Vasiliadis no ha venido a visitarme.

-Está muy ocupado -dijo el hombre, como disculpándolo.

-Pero la última vez que estuve enfermo vino en seguida a verme.

El hombre permaneció en silencio, y yo le dije, afectado:

-Hazle saber que estoy disgustado.

Pensé que por fin vendría, a pesar de sus ocupaciones. Esperé mucho tiempo en vano, y la tristeza empezó a transformarse en enfado. Me convencí de que había dejado de interesarse por mí al saber que mi fin se acercaba. ¡El muy falso! Su pretendida amistad no era más que habilidad profesional.

Mi amigo vino a visitarme por tercera vez cuando me encontraba entre la vida y la muerte. Me oyó susurrar el rítmico nombre de Vasiliadis con pena y me dijo, acercándose a mí:

-Vasiliadis descansa en paz.

-¡No! -grité, a pesar de mi debilidad.

-Eso dijimos todos. No podíamos dar crédito a nuestros ojos cuando lo vimos desplomarse detrás de la barra del bar. Un momento antes, había estado charlando y riéndose, erguido como una estatua. Pero, por el amor de Dios, dime cómo es posible que un hombre tan fuerte como él se muera, si no es de un golpe fatal.

FIN

Naguib Mahfuz. Autor egipcio, Naguib Mahfuz se licenció en Filosofía por la Universidad de El Cairo, donde comenzó una carrera como funcionario que duraría toda su vida.

Mahfuz trabajó en el Ministerio de Asuntos Religiosos, al tiempo en que colaboraba en diversos periódicos y comenzaba a escribir. Más tarde trabajó en el Ministerio de Cultura, en el Ministerio de Dotaciones y desamortización, fue director de censura en la Oficina de Arte, director de la Fundación para el apoyo al Cine y asesor del Ministerio de Cultura hasta su jubilación.

Mahfuz escribió varios guiones cinematográficos y varias de sus novelas fueron llevadas al cine. En el año 1988, obtuvo el Premio Nobel de Literatura, siendo el primer escritor en lengua árabe en conseguirlo.

Fue autor de novelas, relatos cortos y obras de teatro. De entre su obra habría que destacar títulos como El callejón de los milagros, El ladrón y los perros, Café Karnak, Akhenatón, Las noches de las mil y una noches o La maldición de Ra, entre otros.