El dios errante

Foto de Ebuen Clemente Jr en Unsplash

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En memoria del abuelo Juan de Dios,
quien lo conoció y lo escuchó.

El 8 de septiembre de 1857 zarpó de Liverpool, en el Clipper “Flying Cloud”. Provenía de Francia, pero durante sus últimos años se había ido consumiendo en el rincón de una vieja casa de Hamburgo, cerca de las callejuelas estrechas del puerto. Los años anteriores habían sido elegantes y extraños, en medio de danzas delicadas, entre encajes y perfumes, acariciado por manos voluptuosas y por deseos pecadores. Sin embargo, su impasibilidad oscura persistía, y solamente la pulsación maravillosa dejaba salir lentamente la increíble melodía.

En el salón de subastas había sido vendido por una suma irrisoria para un piano Pleyel de tan cara sonoridad. Alguien lo había comprado y dado la orden de situarlo en Liverpool para el cruce del mar. La travesía de verano, cuando la brisa revestía el Clipper de velas musicales, de notas surgidas del vientre del piano negro, había sido lenta e inmisericorde, hasta rezumar en la densidad del calor del trópico chorreante por la proa del barco. Las figuras que se paseaban sobre cubierta al atardecer tenían algo desconocido y misterioso. El abuelo las contemplaba pensativo. El paso por los muelles de New York, la ruta hacia Cartagena de Indias en un carguero que daba tumbos sobre el mar picado, todo concluía, quedaba cerrado.

Teníamos que remontar el Magdalena con el piano a cuestas sobre un lanchón nudoso. Al fin lo vi colocado, y el bongo empezó a navegar lentamente río arriba sobre las aguas dulces y fangosas. El piano estaba sobre la lancha como el protagonista insensible de una historia maravillosa, en la cual desfilaban las mujeres a quienes habían estremecido sus notas, aquellas que se las habían arrancado con un impulso sexual trunco, aquellas que habían sido apretujadas, acariciadas, besadas, sofaldadas y aún, caso insólito, aquella que en una helada noche alemana, entre el desconsuelo de la nieve, había sido poseída sobre la tapa muda del piano.

Aquí estaba encerrado en su cajón como cajón muerto, destinado a futuros ataúdes de pino, remontando las aguas penosas del Río Grande de la Magdalena bajo el cielo injurioso, con el ruido del agua ignorante de su parentesco musical.

Estaba aquí, el abuelo lo veía entre las canciones hispidas de los bogas, entre el tabaco mascado y los relucientes brazos negros. Una tabla del cajón se había zafado y por ella se entraban apacibles futuros comejenes y carcomas. Al llegar al caserío donde la noche alumbrada de antorchas y ron de caña parecía un atardecer con una luna helada y misteriosa, entraron al bongo las mujeres, a fornicar con los marineros de agua dulce por unos puñados de monedas. Una de ellas metió la mano por el hueco de la tabla desprendida, y sin saber cómo arrancó unas notas que se quedaron temblando en el aire quieto. La negra fue tumbada en el piso por el contramaestre, y los aullidos placenteros siguieron el mismo camino de las notas suspendidas.

Pulgada a pulgada, día a día, año a año, el piano iba remontando la corriente del río como un buque fantasmal. Después de meses de subienda, de orgías, de estallidos sexuales, de maldiciones y cansancio, de calores, de sudor y de hambre, iba llegando, poco a poco, a Mompox. Pero ya el brazo del río se había desviado, Mompox estaba en seco como un barco varado sobre la playa, y el bongo permaneció durante varios meses atracado en la arena, con el piano abandonado y solo como un fantasma, tirado a la orilla del río resbalante, con la muerte de los pianos, que es la mudez.

(En Mompox había una casa blanca, de portalón verde con escudo de armas en piedra. Con unos muebles franceses de estilo Imperio arrumados en una sala de ventanas cerradas en donde no había un piano, pero en su rincón secreto sí había un arpa, en cuyas cuerdas se enredaban las telarañas y trepaba la mugre como un pesar, donde había colgados de las paredes unos cuadros grandes que no se veían en la sombra, y si se abría la puerta del fondo, se atravesaba por un cuarto empapelado de rojo oscuro, desde cuya puerta interior podía verse una gran cama tallada en la cual el acto sexual revestía el carácter de respetuosa ceremonia, atestiguada por la jofaina y la palangana de porcelana con grandes rosas, y el bacín gemelo, discretamente escondido bajo la cama nupcial, y en los corredores las largas solteronas vestidas de negro recorrían la casa y la vida como un cansancio, añorando el empuje masculino, consumidas de virginidad, de soledad y de tristeza, mientras se desleían las horas muertas y por la calle empedrada de la tarde no pasaba nadie, no había nadie que apareciera en la esquina y parecía que todos nos hubiéramos muerto).

El piano sigue allí tirado como la prodigiosa sirena encallada, como el barco fantasma. La sinfonía del piano no está en sus notas muertas, sino en el viento que pasa, en el sol que va devorando la madera del empaque, en las hormigas que en ceremoniosa fila van penetrando en el interior del cajón, hasta que un día aparecen los negros borrachos acompañados de una negra ataviada de rosa con un estrafalario sombrero lila, la cual, apenas entra la barca en el agua alza sus enaguas y pone sus posaderas oscuras en la tapa del cajón del piano, y el piano va nuevamente aguas arriba, un mes tras otro, hasta completar un año más, mientras las gentes de los caseríos salen a la orilla a contemplar el cortejo fantasma y a oír los cantos borrachos de la negra, sentada con las piernas abiertas sobre el piano que alcanzó a desgranar notas sobre la noche del Segundo Imperio, el piano occidental mensajero de cultura y redención para los pueblos hambrientos y sedientos y desesperados y esclavos. Y al pasar por el último caserío, un negro ríe desde la orilla, un negro alto cuya carcajada tendida va rebotando hasta el piano y misteriosamente el sonido hace vibrar una cuerda que despide una nota, la cual basta para inmovilizar a la negra, que resbala y se pone de rodillas, y la lancha se desliza de pronto con más brío.

Cartas van y vienen, cartas del destinatario impaciente, y los correos que las portan pasan con los reclamos cerca del piano, el abuelo se mueve intranquilo y repasa el tiempo, y al fin, en uno de los caseríos que recorre inmenso el viaje sobre el río, hay una cruz sobre una de las chozas, y un hombre de túnica agita las manos desde la orilla aventando bendiciones, las bendiciones saltan sobre el agua como piedrecillas lanzadas al ras de la superficie, los habitantes se congregan para ver pasar al Demonio hembra vestido de rosa y con sombrero violeta, que manotea sobre el piano escondido ululando maldiciones, y el hombre de blanco se da cuenta de pronto de que sus fieles creen más, mucho más en el demonio rosado que en los latines que murmura despechadamente lanzando cruces con su mano derecha sobre la barca hereje.

Vienen a veces las crecientes del río, y hacen devolver la barca, la túnica rosada de la sacerdotisa se ha ido cubriendo de espuma de plantas acuáticas, los remeros jadean luchando contra la fuerza del agua que los devuelve hacia Mompox, y gritan y sudan y sangran y maldicen, y la barca con su piano a cuestas se va devolviendo lentamente, y la lucha se traba de nuevo hasta que la barca se queda como suspendida, y las aguas pasan y el tiempo va corriendo y el piano continúa semisumergido en el Río Grande de la Magdalena, desde la altura de Mompox hace cien años y la negra todavía tiene su sombrero violeta sobre el cuerpo casi desnudo lleno de jirones rosados, y si canta muy fuerte o se ríe muy alto suena de pronto una nota sostenida en las entrañas del piano.

Después de muchos, muchísimos años flotando en la corriente del río, llegó el piano por fin a Puerto Santos, para subir a los pelados cerros donde vivía el hombre alemán que lo esperaba. Pulgada a pulgada, paso a paso, veinte hombres lo fueron llevando por la trocha disparatada, subiéndolo palmo a palmo sobre unas vigorosas andas de santo que se usaban en las procesiones. En el ascenso a los picos andinos pareció que el piano flotara en los aires, que recordara de nuevo su condición de barco y se aprestara a hacerse a la mar. En otros momentos se cirnió como un animal violento sobre los hombres que lo cargaban, a punto de aplastarlos. Ninguno de los hombres sabía que podían existir mujeres tan hermosas como las que lo habían tocado o como las que habían sido acariciadas sobre él, no sabían de los perfumes, de las sedas, de los candelabros de cristal. Sabían solamente de la selva sobre la cual, en sus hombros, el piano navegaba. Sabían de las rocas por entre las cuales debían subirlo a la morada inaccesible del solitario. Palmo a palmo, uña a uña, fueron subiendo. Les llegaban los rumores de las fiestas sabáticas que a la orilla del puente organizaba el alemán desterrado con las campesinas de la comarca y los petimetres de los pueblos cercanos. Sabían que hacía largos meses el piano iba pasando por entre las haciendas del alemán. Unos morían en el camino. A todos se les despedazaban los hombros y las manos. Cuando descargaban el piano, y el túmulo se erguía sobre las rocas, eran sacerdotes de un lejano culto destinados a morir ante el dios. Las tierras se iban pelando, iban desapareciendo las vegetaciones, no quedaba sino la roca, ya allá arriba, entre rebaños de cabras, nubes y espinos, la casona, el castillo, la morada del hombre alemán.

Al fin un día de los años, apareció en la punta de un cerro la casona. Dos meses más tardaron en empujar el túmulo por entre las escarpas. Y al fin quedó depositado a la orilla del estanque que, para su placer, había fabricado el hombre, y en el cual, con visos de esmeralda en sus arrugas escamosas, se sumergía plácidamente, también un dios, gordo y reluciente, un pletórico caimán.

Este fue el centro de los dioses. Los veinte hombres durmieron tirados en el suelo a las puertas de la hacienda. Y aquella noche el orgasmo de las valquirias recorrió las serranías. El tercer dios, Wagner, había bajado a reunirse con sus congéneres. El hombre alemán quedó solo en la casa con sus tres dioses y a la mañana siguiente los hombres repasaron el rastro de sangre del piano sobre las piedras.

(En una región de Colombia se ha fundado un poblado, la casa más ancha de la localidad resplandece. Veinte hombres, los mismos, llegan a la puerta trayendo en su lomo un piano, el primero que se conoce en la región, el instrumento prodigioso, la caja de música de la civilización occidental, Mozart, Beethoven, Haydn, Brahms, Berlioz, todo contenido en un cajón de madera y unas manos. Sabemos de dónde viene, sabemos la fecha en que salió de Hamburgo, cuándo se hizo a la mar en Liverpool, cómo llegó a Cartagena, cómo durante años estuvo remontando el Río Magdalena, y sabemos que desde allí estos hombres han venido transportándolo durante años para llegar por fin y permitir que sus notas acuáticas se deslicen por el lomo de la noche caliente. Alguien toca el piano, hay parejas que danzan, hay amores que se tejen y destejen).

El abuelo ve que las manos siguen pulsando las teclas, oye surgir el chorro del sonido, lo siente extenderse indefinidamente, siente cómo va desparramándose sobre la llanura y va trepando del otro lado las montañas, y las notas resbalan sobre los tejados de la ciudad más antigua, y entran en las bóvedas entre las osamentas de los cautivos, y pasan a los palacios carcomidos en los cuales se abre la flor del inquilinato, el estigma de la casa de vecindad, el dolor de la pobreza, pero están en las gradas del poder, donde el Presidente en guerra fulmina contra los partidos expósitos el rayo del decreto, y están en la orilla del mar navegando en las goletas costeras y en la selva verde cruzada de pájaros, jaguares y serpientes, y en la puesta del sol, sobre las cimas de los Andes, al lado de la soledad cimarrona, y en la nieve extinta de los volcanes muertos.

Ferozmente, dulcemente, la espuma de las notas se arremolina con la velocidad del sonido y en éste va rodando, y se detiene en los caballos amarrados de los troperos sedientos, y baja a las trincheras de la guerra, a servirle de almohada a los muertos del pueblo, y está ante una pareja trenzada para engendrar un hijo, y suena en la celda de un monje que se flagela ardiendo de pecado, y está enredada en un balcón y retorcida en una callejuela y si el abuelo mira y escucha, sabe que está aquí, allá, muy lejos, que la música en este segundo cubre todos los espacios que puede abarcar su pensamiento y que es la misma música, en el mismo instante, que abarca ciudades y campos, hombres y mujeres, animales y desesperación, árboles y tranquilidad, cielo y tierra, y nadie sabe hasta dónde en este propio minuto alcanza a ir sonando esta música, entre balazos, entre risas, entre gritos de dolor, y el abuelo no sabe si es antes o después, sino que la música está en todas partes y sigue sonando y el tiempo es otra cosa, y la música está extendida, en este momento del mundo, y ahora oigo yo las notas, me siento incómodo dentro de la levita del abuelo y ahorcado con el cuello de pajarita, miro la madera oscura, sé que es el mismo piano que llegó a la casa del alemán, pero nunca estuvo allí, porque estuvo viajando para ver esta ciudad naciente. Pero el abuelo sabe —yo sé— que es el mismo, sin duda, porque en el flanco derecho tiene la huella del pistoletazo que mató a un hombre, y que ocasionó que fuese vendido en la subasta de Hamburgo.

Y el abuelo sabe que ahora el piano va a continuar su viaje.

FIN

Pedro Gómez Valderrama. Escritor y diplomático colombiano, Pedro Gómez Valderrama desarrolló su carrera como embajador en países como España o la URSS.

Gómez Valderrama destacó también en el ámbito cultural gracias a su participación en iniciativas como la revista Mito. En lo narrativo, su obra es conocida gracias a novelas como La nave de los locos o La otra raya del tigre.