La discreta pecadora, o ejemplo de doncellas recogidas

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No ha mucho tiempo, ocurrió en cierto lugar de Extremadura el más curioso caso que imaginarse pueda, tan raro y peregrino que algunos lo tienen por apócrifo y mentiroso. Pero yo, por haberlo oído de labios de personas de buena vida y costumbres, y entre las más probadamente cristianas de aquel lugar —cuyo nombre callo por no comprometer la honra y fama de quienes todavía viven—, la tengo por cierta y bien averiguada.

Había en el ya dicho lugar una doncella de tan rara y peregrina hermosura que muchos, sin haberla visto, la amaban por el bien que habían oído decir de ella, y la fama de su belleza, traspasando los naturales límites del pequeño lugar, había llegado a toda la comarca y aun a la Corte, y todavía estoy por decir que, travesando las fronteras de tierra y las húmedas barreras de la mar, alcanzaba a países lejanos y desconocidos.

Era sin embargo doncella castísima y recogida, amadísima de sus padres por su recogimiento y decoro, los cuales la tenían tan sujeta y vigilada que apenas conocía la luz del sol. Porque ellos, bien averiguados como eran y personas de buen nacimiento, desahogado acomodo y santísima vida, sabían que en casa donde hay doncella no suele entrar el diablo por la puerta, sino por la ventana, y así teníanla prohibidísimo salir a la reja ni asomar a la celosía, y mucho menos acodarse en alféizares o recostarse en quicios, feas cosas éstas más propias de mozas del partido que de doncellas virtuosas. Su recreo todo eran el bastidor y la almohadilla, y era destrísima en randas, vainicas, bodoques, puntas y festones, primores todos muy propios de doncellas nobles. No salía de casa sino para la primera misa, y esto tan tapada y oculta que ni aun un ojo o una blonda del cabello entreveíase bajo el espeso manto, y tanto era así que más de una vez su recogimiento hubiérale costado más caro de lo que quisiera, pues el apretado manto la empecía de evitar con prontitud los guijos y accidentes del terreno, y en no pocas veces hubiera dado por tierra de no haberla auxiliado una honrada dueña que acompañarla solía y que, como mujer de más edad y menos atractivos, o bien conocía mejor los accidentes del camino, o llevaba la cara menos cubierta. Acabada la misa, que la doncella seguía con toda piedad y recogimiento e igualmente envuelta, regresaban las dos, sin alzar la vista ni detenerse, a la casa donde volvían a refugiarse como quien a sagrado se acoge; pues en verdad poca diferencia iba de aquel cristiano hogar a un templo, sino que el hogar que digo era más recogido y menos bullicioso.

Así pasaban los días en honestos y recoletos esparcimientos como son los de la aguja y los bolillos; mas el diablo, que no duerme y todo lo añasca, dio en introducir en aquella casa una dañosa pestilencia que muchas lágrimas había de costar a los padres de tan regalada hija. Y fue que, considerándolo honesto y libre de todo peligro, la dueña —que muchas veces son dueñas emisarios del demonio— introdujo en la casa un nuevo esparcimiento, y éste fue la lectura de vidas de santos. Entusiasmóse la doncella con la novedad, que los pocos años son amigos de novedades, y simple e inocentemente entregóse a lo que tanto daño había de causarle. Pasábansele las tardes olvidada de sus labores, entregada a la lectura de libros que, si parecían piadosos y hubieran sido edificantes en manos de más graves y sesudas personas, inficionaban perniciosamente el corazón de una simple doncella. La cual no tenía otro gusto sino el de leer aquellos terribles martirios que los enemigos de la fe infligían a los santos mártires, y cómo los azotaban, y desgarraban sus carnes con hierros, y aplicaban plomo candente sobre sus heridas abiertas; o cómo las sencillas doncellas del Señor eran entregadas en lupanares a hombres lúbricos que las mancillasen, y cómo lo sufrían ellas todo por amor de Dios; y también cómo les arrancaban los pechos, los dientes y los ojos, para luego colgarlas de los cabellos o freirías en grandes tinas de hirviente aceite. Y otras cosas de este jaez, como las que suelen encontrarse en las historias de la leyenda dorada y las flores sanctorum, y que ella encontraba deleitosísimas y le producían un hasta entonces no experimentado gozo, que a veces la hacía derramar lágrimas y otras la sumía en una ardentísima pasión.

Emocionábanla sobremanera las historias de santas pecadoras que, después de una vida de fornicios y espantosos pecados contra natura, convertíanse a la verdadera fe e, iluminadas por la luz divina, maceraban sus carnes lujuriosas con toda clase de penitencias: quién se azotaba, quién dormía sobre duros guijarros, quién bebía agua en una calavera, quién pasaba el resto de la vida sin atender a su aseo y sin que entrase un peine en sus cabellos. Parecíala que esas santas habían hecho poco, así en sus pecados como en sus penitencias, y sentíase capaz en su simplicidad de hacer mucho más que ellas habían hecho, tanto en el bien como en el mal, y de cometer ella más horrorosos pecados y hacer más edificantes penitencias. Y así pasaba los días de claro en claro y las noches de turbio en turbio en imaginar los pecados y grandes arrepentimientos de María de Magdala o de María Egipciaca, y en soñar cómo ella había de superarlas a todas, de forma que no se encontrase en toda la faz de la tierra mujer más pecadora y más arrepentida. Mas comparada con los terribles casos de esas dichas mujeres, su vida parecíale tan blanca e inocente que, con tan monótonas ocupaciones y tan honestos esparcimientos, poca honra podía dar a Dios.

Así concibió esta doncella la más extraña locura que imaginarse pueda, y es que comenzó a desear ser mujer pecadora y arrastrada, para poder luego arrepentirse y hacer grandes penitencias, que se admirase el mundo y la tuviese por ejemplo y guía de doncellas descarriadas y arrepentidas. Muchos días con sus noches tejió y destejió en su imaginación la sarga de sus soñadas aventuras, hasta que al fin logró dar forma a sus desvaríos. Planeó escapar de su casa para, desgarrada de sus padres, poder dedicarse a la vida pícara y pecadora que, andando los años, habría de abrirle las puertas del arrepentimiento y, con él, las mismísimas puertas del Cielo, tal como se dice que tantas veces sucediera a las famosas santas cuyas historias había leído.

Parecióle bien emprender su huida vestida de varón, por ser éste a su juicio hábito más deshonesto e inconveniente para una doncella, que le había de abrir de par en par las puertas de la vida alegre y desenvuelta. Y así, una noche que sus padres dormían, fabricóse un vestido de varón con unas calzas de su padre, un jubón de un su hermano que en talle y estatura se le parecía y unas pantuflas de un criado viejo de su casa; con tan sucinta vestimenta, más una capilla remendada y rota que halló en un baúl de su casa y un chapeo nuevo que consiguió por la dueña, con achaque de regalarlo al su ya dicho hermano, emprendió la doncella su marcha, saliendo muy sigilosamente de su casa y barrio y poniéndose a poco en el camino real. Parecióle conveniente no llevar joyas ni dineros, aunque bien los pudiera traer dada la abundancia de su casa; pero como discreta coligió que le habían de entorpecer más que ayudar a su propósito, pues la mujer con dineros fácilmente se mantiene honesta, pero la que nada tiene pronto ha de conseguir cuanto necesita a costa de su honestidad; y como su propósito era de ser deshonesta, y serlo lo más aína posible, parecióle que para el caso los dineros le eran de más estorbo que provecho.

No había andado mucho cuando llegó a avistar a dos de estos que llaman romeros o palmeros, que con sus bordones y calabazas y hábitos de peregrinos hacia Roma se dirigían. Alegróse mucho la doncella, porque al punto le vino a las mientes lo que había leído en la historia de María Egipciaca, la cual, antes de ser santa, había pecado mucho y muy grandemente en un barco de doscientos peregrinos que a Tierra Santa iban, y cómo es fama que en los días que duró la travesía no hubo varón joven o viejo que durmiese en el barco, tan entregados estaban todos al libidinoso trato con la pecadora María. Y aunque estos romeros eran sólo dos —de lo que bien le pesó a la doncella—, también consideró que podían ser buenos para lo que ella quería, que era comenzar a pecar cuanto antes, y que bien podían servirle estos dos solos, en vez de los doscientos de la santa Egipciaca, para iniciarse en el camino del pecado, pues muchas veces había leído en sus libros que el vicio es a manera de una pendiente muy pina y resbalosa, en donde basta poner el pie para deslizarse hasta el fondo. De esta forma, comenzando su carrera con el simple trato carnal de solos dos varones, pensaba alcanzar las mismas cotas de María Egipciaca y aun mayores.

Iban los peregrinos amablemente comunicándose sus honestos pensamientos, que eran sobre juegos del hombre y flores de la baraja que habían usado para despojar a un blanco en una casa de conversación que a sus espaldas dejaron, urgidos por la prisa que suelen llevar quienes a flores se dedican. Llevaban cada uno sus barajas en las manos, y en este discreto esparcimiento estaban cuando se les emparejó la mal aconsejada doncella. La cual, saludándoles muy cortésmente, pidióles el favor de acompañarse con ellos lo que le quedaba de camino hasta la Corte. Atónitos y suspensos quedaron los dos peregrinos al ver la nunca vista hermosura del desconocido mancebo —que por tal le tenían, debido a su hábito de varón—, y enseguida empezaron a concebir hacia él malos pensamientos, traducidos en turbias miradas y tocamientos no del todo limpios. Notado fue esto por la insensata doncella, de lo que se alegró infinito, pues ya se veía a sí propia iniciando su carrera de pecados, sin más esfuerzo que el de ponerse en el camino.

Caminaron todo el día y parte de la noche y, con el camino, fue creciendo en los dos peregrinos el deshonesto deseo y, usando las señas y secretos gestos a que como tahúres estaban usados, acordaron sin que la doncella se enterase forzar al hermoso mancebo a la primera ocasión que les viniese a la mano y compartir como hermanos el goce de aquella piel blanca que a la seda parecía, de aquel cuerpo menudo y frágil en todo semejante al de una doncella y la suavidad de aquellos cabellos como el oro (que, aunque la doncella los había escondido en el chapeo, no dejaban de parecer algunos).

Preguntóles la doncella que a qué fin llevaban las barajas en las manos, cosa que parecía poco propia de peregrinos penitentes; contestáronle ellos que las traían a modo de piadoso entretenimiento y conversación, pues en el as consideraban el haber un solo Dios, en el dos las dos naturalezas de Jesucristo, en el tres la Santísima Trinidad, y así sucesivamente hasta llegar al rey, en el cual consideraban cómo Dios era rey y señor de todo lo creado. Placióle a la doncella la nueva devoción, y sólo sintió no tener cerca a su querida dueña, para con ella poder comunicarla. En esto habían llegado a un bosque de encinas en el cual los romeros pensaron llevar a cabo su intención, para lo cual, habiendo extendido sus capas en el suelo e invitado a la doncella a hacer lo propio con el achaque de descansar la noche, en viendo tumbado al que pensaron ser mancebo, cayeron los dos sobre él.

Muy sobresaltada quedó la doncella, que aunque deseaba pecar cuanto antes no pensó hacerlo tan pronto ni tan desasosegadamente. Mas, con todo, se dijo que había de llevar a cabo su propósito, pues al fin para eso había salido de casa de sus padres, y despojándose de golpe de calzas y jubón y quedando sólo en femenil camisa y en cabellos, poniéndose en pie dijo a los peregrinos:

—Ea, hermanos, y pequemos mucho y cuanto antes. Mi pecado será mayor por ser vosotros romeros encaminados a una obra tan santa como visitar la ciudad del Papa; con ello ganaré mayor oprobio, pues añadiré el sacrilegio a la fornicación. Pero acercad una tea o un candilejo de camino para que, viéndonos las caras, podamos obrar más desvergonzadamente.

Muy suspensos quedaron los dos falsos peregrinos con este discurso, que jamás lo imaginaron tal; y más cuando, acercando la luz que decía, encontraron ser doncella la que creyeron mancebo. Asustados y temerosos además, discutían el uno con el otro si lo que tenían delante era mujer verdadera, o aparición divina para llamarles a conversión, o el mismísimo diablo que bajo tan apetecible forma aparecido se les había para darles por fin el castigo merecido por sus repetidas sodomías; y por las dudas, tomando sus bordones y sus ropas precipitadamente, echaron a correr dejando a la doncella corrida y en camisa, y tan doncella como cuando salió de casa de sus padres.

Apenas había amanecido cuando la malaconsejada y decepcionada doncella se puso otra vez en camino. Mas, considerando cuán dañoso y falto de provecho le había sido el deshonesto hábito de varón, determinó dejarlo y seguir su camino como estaba, cubierto sólo con la camisa el menudo y blanco cuerpo y esparcidos por las espaldas los cabellos, que con el sol naciente competían en dorados y brillantes. Para mejor incitar los malos deseos, determinóse también de descalzarse, por si la vista de los delicados pies —que en verdad más parecían pedazos de apretada nieve— fuese más que los cabellos para provocar la lujuria de los caminantes. Y así, descalza y en cabellos y en camisa, retomó el camino real la parte de la Corte.

No había andado mucho cuando acertó a cruzarse con un pastor de ovejas que, habiéndolas tenido el verano en las altas montañas de León, las bajaba ahora a las tierras llanas de Castilla. Con él emparejóse la poco juiciosa doncella, determinada a perder su castidad a manos de un rústico, ya que de unos romeros no había podido.

Apenas apareció la doncella ante los asombrados ojos del pastor, cuando éste cayó de rodillas postrado a sus pies y endosóla este discurso, de lo cual ella quedó bien pensativa y asombrada:

—Oh, gran Señora —dijo el pastor—, y cuán verdadero era el sermón que tantas veces repetido nos había el buen señor cura, allá en mi aldea. Que yo, puesto que pobre y rústico, soy buen cristiano y cristiano viejo, sin mezcla de moros ni judíos, y buen cuidado tuve de rezaros cada noche un avemaría, y otra al levantarme. Y ahora veo cuán provechosa era aquella oración que os dedicaba, que ha merecido por ello vuestro humilde siervo que os dignéis a visitarle y salir le al camino, para colmarle de mercedes. Yo nada pido para mí, Señora, sino para los pobres de mis hijos y mi honrada mujer, a quien no basta para sustentar la humilde paga que por cuidar de estas ovejas recibo. Y así, os ruego que ninguna merced me concedáis a mí, señora, sino que derramad sobre mis hijos vuestras misericordias.

—Yo me mostraré amable contigo —respondió la doncella— y con tus hijos además, pues tu generosidad lo ha merecido. Así que, ea, muéstrame a esos tus hijos para que les ofrezca mis dones generosamente, pues otra cosa no deseo.

—Mis hijos, señora, están en un lugar de León, de donde soy natural, y mostrárvoslos no puedo; pero yo os los describiré sin faltar un punto, de modo que os parezca que los tenéis ante la vista: su número es de siete, y sus edades de entre diez años y pocos meses. Todos parecen a mí (que otra cosa no podría esperarse de la honestidad de mi oíslo) en lo hirsuto y patituerto, y aun en el tener la boca un poco torcida de chuflar para congregar a las ovejas, que no parece sino que con la sangre heredaran el oficio.

—Fuerte cosa me pides, honrado pastor —replicó la doncella—, y nunca pensé tener que vérmelas pecando con criaturas. Pero tal vez sea éste el mejor camino de mi perdición. Mas primero atender he a tu gusto y regocijo, y luego iré dichosa a encontrarme con tus hijos, por más que sean de edad demasiado tierna para lo que yo pienso. Mira mis teticas puntiagudas, que romper quieren la camisa de fina holanda: a fe que tú las has de gozar y que serás el primero que lo haga; y mira mis cabellos de oro, que tú has de ser el primero que mese y ponga en desorden; y mira mis piececicos blancos, cómo resaltan en lo oscuro de la verdura y en la aspereza del camino; mi vientre es un tambor de guerra en cuyo centro hay un botoncito de oro; y de las cosas más ocultas no digo nada: tú mismo habrás de comprobar cómo se siega la cebada en este campo.

—Señora, no os entiendo —replicó el pastor—, ni bien parece que la mismísima Virgen de la Estrella que se me aparece en el camino (pues en verdad sois idéntica a como os pinta la tabla del altar de la iglesia de mi aldea, y al punto os reconocí por los dorados cabellos, por el dulce y sereno semblante y por la blanca túnica) hable en asuntos que no parecen del todo honestos, ni cuadran verdaderamente con la santidad de vuestra persona.

—Mortal soy, y no Virgen de la Estrella. Mortal soy —exclamó la doncella—, y aun mujer pecadora, de estas que van camineras ofreciéndose a los viandantes. Y a ti te me ofrezco para que me goces en deshonesto trato.

—¡Diablo es —exclamó el rústico—, y aun de los peores! ¡Bien nos advertía el santo cura de mi lugar del peligro que corríamos los que por caminos andábamos! Que el diablo a todos tienta y a todos persigue, y es capaz hasta de tomar aspecto y apariencia de Virgen de la Estrella para hacer pecar a los sencillos rústicos. ¡Vade retro, Satanás! ¡In nomine patri efili epiritusanti!

Y con esto, haciendo higas y santiguando el aire, azuzó el pastor a sus perros y ganado y, como alma que lleva el diablo, desapareció de allí.

Muy desalentada quedó la doncella con este nuevo revés, y consideró entonces cuánto mérito tenían las santas pecadoras cuyas vidas había leído y cuán simple y arrogantemente habíase juzgado capaz de emular sus vidas y atroces pecados a la primera de cambio; parecíale que el pecar no era una niñería, y que como niña que era no estaba avezada suficientemente a la vida pecadora. Pero, determinada como estaba a imitarlas, decidió ir a alguna ciudad costera y portuaria, por parecerle que en ellas solía anidar el vicioso trato mejor que en las sobrias ciudades de Castilla. Y como el famoso puerto de Sevilla parecíale demasiado lejano para sus blancos y delicados pies, determinó encaminarse a Valencia, ciudad si bien no tan viciosa como la que el Guadalquivir baña, a lo menos con fama de alegre, rica y desenfadada.

Arribó pues la doncella a la alegre ciudad de Valencia, sin que en el camino le ocurriese cosa digna de nota, bien sea porque encontró en él a pocos viajeros caminantes, bien porque quienes la hallaron fueron personas virtuosas y buenas cristianas —que todo pudiera ser— y, apiadados de su hermosura y sus escasos vestidos, la socorrieron en su necesidad en vez de abusar de su flaqueza.

Apenas había avistado los fuertes muros de la ciudad, con sus famosas torres y palacios, cuando la doncella sintióse fatigada en extremo, al punto de no poder dar un paso más. Así que decidió recogerse en una cercana playa que a las afueras de Valencia estaba, y que suelen llamar la Malvarrosa, a fin de reposar un tanto antes de entrar en la ciudad de sus pecados y recobrar con el merecido sueño su belleza, ya algo marchita y maltratada de los sinsabores del camino.

Reposándose estaba la malaventurada moza cuando vino a despertarla un griterío de gente que daba alaridos y afilies en lo que le pareció una bárbara lengua. Y así era en efecto, que cuando abrió los ojos vio a poco de la costa una gentil galera berberisca y como veinte o treinta moros que, llegados a la playa en un ligero esquife, rodeándola estaban. Y, sin darle tiempo a bullir o a ponerse en pie siquiera, cayendo sobre ella la alzaron en volandas y, en menos tiempo que tarda en contarse, pusiéronla en el esquife, luego en la galera y ésta se dio a la mar a fuerza de brazos de desdichados cristianos.

Presentaron los moros su presa a su capitán y jefe, que era un muy gentil mozo pirata de Argel, príncipe entre su gente, hermoso y de gentil talle, blanco de piel, de blondo cabello y rubia barba —lo cual era apreciado entre los suyos como extrañeza, que por la mayor parte suelen los moros ser morenos—, de buen cuerpo aunque iba vestido a turquesca con muy ricas sedas y tafetanes, y de otras muchas y muy altas partes. En viendo a la gentil prisionera y notando su rara y peregrina belleza, a la cual no habían podido las asperezas del camino ni el sobresalto de su captura, concibió inmediatamente un honestísimo y ardentísimo amor por ella, que el niño ciego tira por igual sus flechas a moros y a cristianos, y las heridas de sus inflamadas viras allanan lo elevado y elevan lo llano, e igualan condiciones diversas.

Suspenso quedó el moro tanto por la belleza de la cautiva como por la fuerza de sus amorosos sentimientos, y estuvo unos cuantos puntos sin decir palabra. Otro tanto sucedió a la doncella, la cual, olvidándose al punto de sus deshonestos y santos propósitos, no deseó ya más emular a santas pecadoras, sino a sumisas esclavas, si tal había de ser su amo.

—Hermosa desconocida —dijo el moro, que Muley Ibrahim se llamaba—, no temas agravio alguno de esta valerosa gente, que toda ella está a mi mando y a mí tienen por jefe y señor, y ninguno de ellos osaría tocarte uno de tus dorados cabellos sin mi permiso y acuerdo. Y cuanto a mí, nada has de temer, que la fuerza de tu nunca vista y peregrina belleza me ha vencido de tal modo que soy yo el prisionero, y yo el esclavo, y yo el que ha de servirte todos los días de mi vida.

Y esto diciendo, cayó el bello mozo de hinojos a los pies de la doncella y, abrazándose a sus rodillas como quien implora piedad y benevolencia, comenzó a verter muchas y muy amorosas lágrimas. Lo cual visto por la doncella, dijo:

—También yo soy esclava, y prisionera, y he de servirte todos los días de mi vida, pues a mí también me ha cautivado el mismo niño, y me ha hecho fuerza el mismo tierno infante. De manera que si no te sirviera para siempre no podría seguir en el mundo de los vivos.

Y esto diciendo, alzó al hermoso mancebo y comenzó a darle muchos y muy amorosos besos, y a mesarle dulcemente los cabellos y las barbas y a acariciarle y regalarle los fuertes brazos y los valerosos pechos y las robustas espaldas con la suavidad de sus delicadas manos de modo que él, tomándola en los brazos con la facilidad que le daba su inusitada fuerza, llevóla hasta un muy rico y recogido camarote donde aposentar solía como capitán y jefe de aquella piratesca tropa; y allí, entre las sedas y almohadas de un turquesco lecho, prosiguieron sus juegos y caricias hasta bien entrada la noche. Allí contóle la doncella su historia extraordinaria y curiosa: cómo se llamaba doña Clara de Bracamonte, y era hija de honrados padres de un lugar de Extremadura, y cómo la lectura de libros de santos había inficionado su imaginativa con la ya referida locura, y cómo desde ahora renunciaba para siempre a su loco afán y retornaba a la cordura, y prometía y juraba dedicarse desde entonces al honesto trato y conocimiento con el aguerrido mozo, sin nunca retirarse de él ni arrepentirse de tan amena conversación.

Lo mismo prometió el corsario, y en ese punto anunció el vigía que arribaban a las costas de Argel. En donde, desembarcada la bárbara tropa y su capitán con ella, presentó Muley Ibrahim a sus padres y familia la libre prisionera; y, convirtiéndose ésta a la ley y religión de su esposo, fue desde entonces Zoraida, olvidándose para siempre de sus otrora deseados deshonestidades y arrepentimientos, y disfrutando muchos años de la amorosa pasión y regalado trato con que le obsequió el tan deseado y apuesto capitán pirata.

Fin

Paloma Díaz-Mas. Escritora española, catedrática universitaria e investigadora española, miembro de la Real Academia Española. Nacida en Madrid el 9 de mayo de 1954, Paloma Díaz-Mas es licenciada en Filosofía y Letras y Ciencias de la Información, además de doctora en Filología Románica, todo ello por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido catedrática de Literatura Española y Sefardí en la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco, trabajando también como profesora de investigación en el CSIC.

Entre sus publicaciones se encuentran numerosos trabajos de investigación acerca de literatura oral y romancero, literatura medieval española y cultura sefardí.

Con 19 años, Díaz-Mas publicó un libro de microrrelatos, Biografías de genios, traidores, sabios y suicidas según antiguos documentos. A partir de entonces han visto la luz cuentos, relatos y novelas como El rapto del Santo Grial, El sueño de Venecia, La tierra fértil y Lo que olvidamos, algunas de las cuales han sido traducidas a otros idiomas.

La autora ha recibido por sus textos premios como el Herralde (1992) y el Euskadi (2000).