Narrativa

Silencios

Foto de Kristina Flour en Unsplash

Al inicio la comunicación entre las dos era escasa. En mis primeros días en la clínica ella intentó acercarse varias veces, quiso hablarme, convencerme de que todo estaba bien y que podíamos comenzar nuevamente. La esquivé, rehuía de su conversación y de sus excusas. No quería ni podía olvidar sus desatinos. Hasta que una tarde, a la salida, me tomó del brazo y exigió que la escuchara. No tuve otra alternativa. 

Su piel trigueña era perfecta —en eso no había cambiado— y su pelo negro lacio casi rozaba sus nalgas. Seguía siendo una mujer atractiva, muy sensual. Poco a poco logró que mi resentimiento fuera quedando atrás. Entre almuerzos, confesiones, disculpas y algo de coquetería, casi volvimos a ser las de antes. Fue una sorpresa saber que era la esposa del Director y madre del hijo que tenían juntos. No obstante, me agradó volver a encontrármela.

Tras varios meses todo marchaba estupendo. Llegué temprano al trabajo como de costumbre. Valeria me recibió con un abrazo, besó mis mejillas y me dejó saber que Andrés me solicitaba en su oficina. Algo se movía en el ambiente y, por su rostro, pude intuir que se trataba de algún asunto favorable. Me dirigí sin demoras al despacho del jefe, ella me siguió los pasos. Toqué a la puerta y, tras su orden, abrí y entramos. 

La oficina olía bien, había un jarrón con flores blancas que dejaban su aroma en el aire. Me gustó sentir esa frescura. Divisé la vieja fotografía en el escritorio donde aparecían ellos dos junto a su hijo. Aquella foto me provocaba cierta incomodidad cada vez que la veía, pero siempre pude disimularlo. Al verme, él se puso de pie, mostró una sonrisa y sirvió en tres copas un poco de vino. «Brindemos por otro triunfo… Gracias a tu investigación sobre Personalidad y Conducta Desviada, hemos recibido la atención de muchos colegas en el campo de la psiquiatría y la psicología», me dijo, al tiempo que extendía una copa a su esposa y otra para mí. Los tres brindamos llenos de alegría. 

Mientras bebía mi vino, sentí la mirada de Valeria, la misma mirada que me ofrecía en la época de la universidad. Ella me recorría completa con aquellos ojos achinados que no mostraban recato alguno. Me puse nerviosa y eso me llenó de deseo. Miré a Andrés con miedo de que notara lo que estaba sucediendo. Por suerte se sentía tan feliz por la nueva victoria, que solo me daba las gracias y hablaba sin parar de los planes futuros que tenía en mente. A ella le seguí el juego, retomando algunas vivencias del pasado. Me resultaba un alivio que él no supiera de la amistad entre nosotras dos. 

El jefe se excusó con ambas, alegando que en algunos minutos tendría un encuentro importante con otros colegas. Aproveché y dije que necesitaba ir al baño. Me encontraba retocando mi maquillaje cuando ella entró, pasó el pestillo y se me acercó por detrás. Sentí sus tetas duras en mi espalda, sus manos levantando mi vestido corto y una de ellas entrando en mi ropa interior. No atiné a nada. Sonreía, vi su cara en el espejo y pude notar que disfrutaba aquella locura. 

Abrí las piernas y me dejé hacer, estaba ya muy caliente, mojada, con ganas de ir más lejos. Con sus dedos frotó mi sexo, lo hacía con acierto y destreza, me estremecía con cada gesto. Gemí temblorosa, le pedí más, le rogué que me arrancara de una vez el alma. Entonces me volteó, metió sus dedos húmedos en su boca y saboreó aquel sabor que había robado de mi sexo. Se acuclilló y con su lengua comenzó a penetrarme. Apenas con el poco aliento que me dejaba le susurré que estaba loca, perdida, Andrés nos mataría si llegaba a descubrir semejante traición. Subió hasta mi boca, con la suya embarrada de mi lubricación me calló, hizo que me tragara las palabras con el sabor de mi propia excitación. 

Intentaron abrir la puerta del baño, la secretaria del Director forcejeaba el manubrio desde afuera y, al no poder, le gritó a Valeria que su esposo ya se marchaba, quería despedirse. Ella respondió que enseguida saldría. Antes de salir, me confesó algo que no esperé. Me llegaron hondo sus palabras. 

—Andrés ya no tiene interés en mí, Laura. Me siento hueca, muy sola. 

—Pero, ¿qué dices, Valeria? Llevan tiempo juntos…

—Ya nada es igual, somos dos extraños. 

—Esto es una locura, lo sabes.

—Una locura que me hace sentir viva, contigo todo es diferente.

—¿Acaso escuchas lo que dices, Valeria? 

—Guardemos silencio y todo saldrá bien, tranquila. 

Valeria se miró al espejo, arregló su pelo y salió afuera con una sonrisa casi inocente, cortando la conversación como si yo no estuviera allí. No habíamos podido terminar por culpa de la inoportuna secretaria que, pese a que teníamos cierta amistad, me miró con cara inquisidora cuando salí. La ignoré. Tomé mi bolso y me fui a un bar que quedaba en la periferia. Era mi preferido pues brindaba un clima íntimo y uno de los meseros, con quien tenía una complicidad casi desde que nos conocimos, me seducía con su culo perfecto. Después de aquel encuentro, la sangre hervía en mis venas, estaba totalmente eufórica y con ganas de sexo. Elegí una mesa apartada, había poca gente y disfrutaba el jazz de fondo, esa vez con Sarah Vaughan. 

Él me reconoció y enseguida se acercó para tomar mi orden. Solo deseaba un buen vino, por el momento. Me sirvió un Merlot del 98 y se alejó con esa sonrisa suya tan conocida y cercana para mí. Quedé sola, con mi copa y la voz de Sarah Vaughan. No pude evitar recordar el momento en que la conocí. Éramos muy jóvenes las dos. Ella estaba en el salón donde yo impartía una conferencia sobre el delito en las mujeres. Un estudiante intentó sabotear mi discurso con burlas e ideas absurdas y Valeria, que siempre ha tenido coraje y un carácter audaz, lo confrontó, salvándome del ridículo. Al terminar el encuentro la invité a almorzar y le di las gracias. Desde entonces surgió una amistad que fue tomando mayor intimidad. El sexo entre ambas era loco, adictivo. Pero todo terminó de un modo brusco y oscuro: ella me engañaba con otra colega. 

El Merlot me devolvió al instante del brindis en la oficina de Andrés, luego al asalto de Valeria en el baño. La excitación regresó y el susurro de la gente en el salón elevó mi lujuria a un nivel altísimo. En mi mente deslicé la mano derecha, mi mejor mano, por debajo de la mesa, la metí en mi ropa interior y comencé a manosear mi sexo. Entonces aquella mano dejó de ser mía, se había convertido en la de Valeria, los dedos de ella volvían a meterse dentro de mi vagina para tocar donde mejor sabían hacerlo. Yo los dejaba hurgar y frotar a su antojo, dejándome la sensación de un avispero rozándome con el movimiento de sus alas. 

El mesero se acercó sin que lo notara, sacándome de mis pensamientos. No supe si estuvo a mi lado por un segundo o una hora. Preguntó si deseaba algo más, en su voz había algo de descaro, de complicidad. Le indiqué que se acercara, él agachó su cabeza y le susurré al oído que me encontrara en el baño. Él sonrió como si hubiera estado esperando la invitación hace mucho, como si aquella no fuera una rutina tantas veces repetida por los dos. Ya yo me sentía excitada y estaba dispuesta a todo. Me levanté y salí rumbo al lavabo. Antes de entrar vi cómo le decía algo a su colega, quizás que lo cubriera o algo parecido. En verdad no me importaba. Solo quería que me diera placer, quería besar sus nalgas, tocarlas, que fueran mías otra vez. 

Cuando el joven camarero llegó, nos encerramos en el último cuarto del baño, cerramos la puerta y pasamos el cerrojo. Le dije que ya no traía ropa interior y él tanteó para convencerse. Fue tierno en sus movimientos. Enseguida abrió la portañuela y me dejó ver su falo limpísimo y rosado. Nunca me impresionó el tamaño, pero su pulcritud me obligaba a saborearlo, a tragar su sabor a carne fresca. Él jadeaba de goce como un adolescente, poniendo los ojos en blanco y mirando al cielo. Noté que podía someterlo y me atreví a más. Le pedí que se volteara, lo doblé con suavidad y metí mi lengua entre sus nalgas abiertas. Su erección había aumentado de manera suculenta. Me gustó el olor que encontré en esa zona que tanto me gustaba saborear. Una mezcla de perfume y sudor que encendió el fuego en mi sexo. 

El mesero era un pedazo de barro entre mis manos, lo había domesticado solo con el atrevimiento y la destreza de mi lengua. Sentimos los pasos de alguien en el baño. Una mujer estaba orinando, lo supimos por el sonido del chorro. Mi siervo se asustó un poco con la presencia de la desconocida. No le permití incorporarse, doblado y abierto se me antojaba más deseable. Aquella mujer podía descubrirnos y esa idea me impulsó a la locura, así que mi lengua fue más lejos y punzó justo al centro del brocal de su ano. Sentí su gemido, casi un grito ahogado para no llamar la atención. 

Con delicadeza penetré la barrera de sus pliegues. Toda la fuerza y excitación de mi cuerpo habían pasado a mi lengua, que para entonces ya dominaba aquel culo tan delicioso. Fui entrando y saliendo de él hasta que, sin tocarse, soltó un disparo de semen que salpicó la pared. Aquello me hizo admirarlo, él estaba seguro de sí mismo y me dejó entrar allí donde otros jamás me hubieran permitido. El camarero se sentía más hombre que nunca y, sin demora, me abrió bruscamente las piernas y me llevó al orgasmo con su sexo otra vez duro. 

Terminamos y el joven se marchó primero, no sin que antes acordáramos seguir manteniendo nuestros encuentros en silencio. Llevaba una sonrisa de triunfo, de felicidad. Aquella sonrisa cercana, amplia, tan parecida a la de su madre. Si Valeria llegaba a enterarse, no me lo perdonaría nunca. A pesar de todo, su hijo seguía siendo atractivo y delicioso para mí. Después de acicalarme dejé aquel sitio, pensando en que nunca nos percatamos de cuándo había salido la mujer que orinaba en el baño y sonreí por eso. Al irme de allí aún se escuchaba a Sarah Vaughan de fondo y podía sentir el sabor del mesero en mi boca. Me gustó llevarme esa sensación. Algo exquisito. 

Llegué a casa y todo se me estremeció dentro. Hay lugares que de solo verlos puedes percibir que son tristes, llenos de un vacío que persiste y resulta insoportable. Regresó a mi mente la imagen de la foto familiar en la oficina de Andrés y no pude evitar la incomodidad, la punzada en el pecho. Al día siguiente tendría que saludar a Valeria y fingir otra vez que las cosas estaban perfectas entre ambas. Me sentí sucia, hueca. Sabía que aquel sentimiento lacerante no se alejaría tan fácil, así que tomé un baño, luego un calmante y me arrojé a la cama. Me dormí rápido, pero despoblada y marchita como casi siempre.

Milho Montenegro. La Habana, 1982. Poeta, narrador y ensayista.

Licenciado en Psicología General por la Universidad de La Habana. Ganador de diversos premios entre los que destacan: Premio Nacional de Poesía Pinos Nuevos (2017), Premio Beca de Creación Prometeo en el XXII Premio de Poesía La Gaceta de Cuba, III Premio Internacional de Haikus Ueshima Unitsura (2018, España), Premio Nacional de Poesía Francisco Mir Mulet (2020), Premio Internacional de Poesía El Mundo Lleva Alas (2020), Premio Nacional de Poesía José Jacinto Milanés (2021), y Premio Nacional de Poesía Fantástica Oscar Hurtado (2022). Ha publicado: Erosiones (poesía, Editorial Letras Cubanas, 2017), Las inocentes (novela, DMcPherson Editorial, Panamá, 2020), Fracturas (poesía, Editorial Voces de Hoy, EE.UU., 2021), Ágora (antología poética, DMcPherson Editorial, Panamá, 2021), Corazón de pájaro (novela, Ilíada Ediciones, Alemania, 2022), y Mala sangre (poesía, Ediciones Matanzas, 2022). Compiló, junto al poeta Osmán Avilés, la selección Impertinencia de las Dípteras. Antología poética sobre la mosca (Ediciones Exodus, EE.UU., 2019). Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac).