Ciencia Ficción

Universos paralelos

Al hombre lo habían traído allí hacía cosa de tres horas. Todo había sido bastante extraño: no lo habían maltratado, ni le hablaron en mala forma, solo tocaron a la puerta, y cuando atendió, le pidieron gentilmente, pero con un tono que descartaba cualquier negativa, que los acompañara. Quince minutos en carro hasta un edificio que no había visto nunca. Una vez allí, lo llevaron directo a aquella habitación, que tenía por todo mobiliario una mesa con dos sillas, todo de confección bastante burda. Y allí estaba, con los codos en la mesa cuando la puerta se abrió y entró un tipo chiquito de bigote, agarró la silla desocupada, la movió un poco hasta alcanzar la posición deseada y se sentó frente a él.

El recién llegado sacó una edición de bolsillo de Jane Eyre y después de husmear un poco entre sus hojas, carraspeó y habló.

—No hay nada como revisar un par de pasajes de mi libro favorito antes de hacer una entrevista de estas. No lo tome a mal. Es que son tan aburridas y monótonas que lo ponen a uno de mal carácter. Yo lo que hago es leer un poco a Charlotte Brontë para despejar. Mmmm…Usted es Reinaldo Gutiérrez Leiva, ¿no?

—No, yo soy Jorge Mena y no tengo la menor idea de por qué me han traído aquí.

—Ahhhh, cierto —dijo pasando un par de páginas como si no le interesara la respuesta que acababa de oír—, Jorge Mena Arteaga

—No, Jorge Mena Valdez y le repito que no sé por qué estoy aquí.

El hombrecillo de bigote pareció no oírlo.

—Y dígame, Jorge —dijo despacio, sin levantar la vista del libro—. ¿Es cierto que hace unos años usted fue detenido por la Policía a altas horas de la noche con dos gallinas debajo del brazo?

—Eso se aclaró en su momento —protestó Jorge—, eran para un caldo que necesitaba mi mamá, que estaba enferma.

—Claro, claro, eso dice usted. Pero bueno, yo le creo. Si usted lo dice, yo le creo. Venga acá, Jorge, ¿qué me dice de esta fotografía? —dijo el hombrecillo sacando una de entre las páginas del libro—. Es en el zoológico de 26. ¿Usted va mucho allí?

Las preguntas eran retóricas. Las maneras esquivas y acuciantes del funcionario le estaban provocando a Jorge una comezón muy desagradable. Apretó los puños. No tenía idea de adonde quería llegar aquel hombre, pero estaba virtualmente seguro que el destino no iba a ser nada agradable.

—Si no me equivoco, este que aparece en la foto es usted. Con más pelo, por cierto. Verdad que el tiempo lo destimbala a uno —siguió mirando la foto atentamente, con una expresión casi divertida en el rostro—. Sí, sí, es usted, no hay duda. Mírese para que vea —dijo, sin hacer todavía ademán de acercarle la imagen—. Lo que no queda bien claro en esta foto —hizo una pausa y enarcó las cejas. De pronto, a Jorge le pareció ver una tormenta formarse cerca de la frente del hombrecillo, como si una idea terrible se tornara corpórea— son sus intenciones al acariciar los genitales de este rinoceronte.

—¿Qué qué? ¡Usted está loco! —gritó Jorge, abalanzándose sobre el hombre y arrebatándole la foto de las manos. El hombre sonrió por lo bajo y no se molestó, como si hubiera vivido un millar de veces la misma escena—. ¡Esto es una vulgar calumnia! ¡Han manipulado esta foto! Eso es un montaje. Yo jamás he tocado un rinoceronte en mi vida, ni chiquito ni grande, y menos… ahí en esa zona.

—Relájese Jorge, no es el fin del mundo. A usted lo que le hace falta es leer un poco a las hermanas Brontë. Le dejara este de Jane Eyre, pero es un original autografiado por ella. Cuando terminemos la entrevista, si quiere le presto un ejemplar que tengo ahí de Cumbres borrascosas. Mire, coincido con usted, lo tengo por gente seria. También es verdad que puede ser una foto trucada, pero sus vecinos, sus compañeros de trabajo, ¿qué van a pensar si la ven? Hay mucha gente que no sabe lo que es el Photoshop, gente para la que vista hace fe.

Jorge volvió a su asiento, se agarró la cabeza entre las manos y apoyó los codos en los muslos. Estuvo así por dos minutos, durante los cuales la habitación se sumió en un silencio espeso y pegajoso. Poco a poco, levantó la cabeza, con una actitud resuelta que revelaba el gobierno momentáneo de la compostura.

—¿Qué quieren de mí? —el hombrecillo del bigote se echó hacia adelante hasta casi tocar con su frente la frente de Jorge. Entonces dijo:

—Ahí, a ese punto exacto, es a donde queríamos llegar

A esa altura de la conversación, Jorge Mena tenía toda la seguridad del mundo de que esas personas, quienquiera que fuesen, sabían mucho sobre él. Debían de haberlo estado siguiendo por mucho tiempo. ¿Qué querían? Pensó que algo importante debía ser, para dedicar tanto tiempo y recursos.

—El otro día usted hizo alarde, después de darse unos tragos, por cierto, de que usted era capaz de hacer que los Juegos Olímpicos, que se van a celebrar en Londres dentro de poco tiempo, se celebren en La Habana —hizo una pausa—. Si bien es cierto que usted estaba bastante borracho, y que no se pudo escuchar sus últimas palabras porque usted vomitó, tenemos razones para pensar que algo de verdad hay en sus afirmaciones. Así que ahora me gustaría escuchar detenidamente lo que tiene que contar. No se apure, que tenemos todo el tiempo del mundo. Ya le mandé a buscar un pan con perro de diez pesos.

—Muy bien, voy a contarle, pero le advierto que esta historia no está hecha para policías, esto tiene detrás un basamento matemático muy fuerte. No lo entenderían… Bueno, ¿qué más da? Mire, yo soy físico teórico, y además soy espiritista.

—Ah, muy bien, pero, ¿eso que tiene que ver con los Juegos Olímpicos?

—Déjeme terminar. Por un problema de formación, cuando yo tengo contacto con el mundo de los espíritus, usualmente conecto con físicos famosos, ya fallecidos, y tengo con ellos largas conversaciones. Me cuentan de su vida, de sus problemas y de sus investigaciones.

—¿Cómo funciona eso? —interrumpió el hombre— Me imagino que con esa gracia usted esté robando ancho de banda a las dos manos.

—No, no tiene nada que ver con eso, y la explicación de cómo funciona sería muy larga. Además, usted tiene tipo de policía, no lo va a entender, la teoría de esto es para científicos. Y coño, no interrumpa más. El hecho es que uno de estos famosos científicos me ha dado datos sobre el trabajo que hacía antes de morir. Estaba tratando de huirle a su esposa, y el único lugar donde ella no lo encontraría era en un universo paralelo. No tuvo mucha suerte porque cuando estaba terminando su investigación ella lo mató a golpes con el destupidor del baño. Fue un caso de asesinato sonadísimo.

—Usted me subestima, Jorge. Hasta ahora lo entiendo todo. ¿Qué es eso de universo paralelo?

—Un universo paralelo. Existe la teoría, y no solo la teoría, yo he comprobado que es verdad, que en otras dimensiones existen universos paralelos al nuestro, infinidad de universos paralelos, en muchos de ellos las cosas ocurren de manera casi exacta a como están ocurriendo aquí, en este universo.

—Oiga Jorge, deje ver si lo voy comprendiendo. ¿Cuántos universos de esos dice usted que hay?

—Infinitos, tantos como posibilidades hay en la vida humana. De hecho, hay muchos de esos universos que son idénticos al nuestro, que se diferencian solo en algún mínimo detalle.

—Usted está queriendo decir, que por ejemplo, ahora mismo, ¿nosotros estamos teniendo esta misma conversación en miles de universos paralelos?

—Sí, ha captado usted la idea. ¿Seguro que es policía?

—Es decir —interrumpió el otro—, que existe un universo donde todo es como aquí, pero donde usted sí abusó sexualmente del rinoceronte.

—Bueno, sí, coño, pero que ejemplo más cabrón escoge usted.

—Muy bien, muy bien, es para que no olvide que tenemos información y estamos dispuestos a utilizarla. Puede continuar.

—No hay mucho más que decir. La cosa es simple: si se cumplen varias condiciones indispensables, puedo hacer que todo nuestro universo salte sobre uno paralelo, idéntico al nuestro, pero en donde las Olimpiadas se celebran en Cuba.

—Bueno, eso es exactamente lo queremos, así que empiece a hacerlo ya. En cuanto termine le doy su foto con el rinoceronte y asunto resuelto

—No es tan fácil, tengo que comunicarme primero con el científico que me enseñó a hacerlo y, además, son necesarias varias condiciones histórico-concretas, que son cosas complicadas. No sé si usted esté en condiciones, o tenga suficiente poder para lograrlas.

—No se preocupe, diga todo lo que necesita. No vamos a escatimar recursos para conseguir la sede de las Olimpiadas.

—Muy bien, la primera cosa: el asunto de la ambigüedad es fatal; por ejemplo: ¿cómo se llama La Habana campo? ¿Habana? ¿Habana Campo? ¿Provincia Habana? Ese tipo de incertidumbre es muy peligrosa. El menor fallo y caemos en otro universo que no es el que queremos. Ese es el primer problema que hay que resolver. Separen La Habana en dos provincias, en dos pedazos. A una, por ejemplo, póngale de nombre Artemisa y a la otra, no sé, pónganle un nombre indio, por ejemplo, Mayabeque…

Cuando estuvieron hechos todos los preparativos, a Jorge Mena todavía le parecía un sueño lo que estaba ocurriendo. No cualquier sueño. Uno de los buenos, de esos que suceden cada muchísimo tiempo. Alguien le iba a crear todas las condiciones para que realizara un experimento que de otra forma ni se hubiera atrevido a imaginarse. Lo estaban obligando a hacer algo que él haría con muchísimo gusto por el mero placer de experimentar y llegar a donde ningún hombre había llegado antes. Controló sus nervios y posó las manos sobre el teclado de la computadora conectada a la caja de metal opaco, que zumbaba amenazante sobre la mesa.

Aunque se sentía eufórico, no había olvidado la humillación recibida. A dos metros de él, el hombrecillo del bigote lo vigilaba. Aquel bichejo despreciable se había convertido en su sombra. Tenía pensado transportar el mundo a otro universo, casi idéntico al de siempre. Pero la diferencia no sería la sede de las Olimpiadas. No, las Olimpiadas se celebrarían en Londres, como estaba previsto. Los cambios, que no serían muchos, estarían relacionados con la vida de cierto hombrecillo sinvergüenza. Ah, y por supuesto que en el nuevo universo cierta foto que lo involucraba sexualmente con un rinoceronte, no existiría. Relajo los hombros, inspiró y apretó la tecla Enter.

El hombrecillo despertó dos horas después. Se había babeado sobre la mesa y parte de la saliva había alcanzado el libro. Al percatarse, lo retiró de un tirón y comprobó minuciosamente su estado. No era grave. Aun así, le sentía algo extraño. Era como si pesara más, y se veía un poco más descolorido de lo que recordaba. Entonces vio el fenómeno: los nombres Jane Eyre y Charlotte Brontë habían cambiado su posición sobre la carátula del libro.

Quince días después, todavía no le encontraba explicación a aquello. Había recorrido diecisiete bibliotecas y en todas lo mismo: todo el mundo decía que la escritora del libro se llamaba Jane Eyre y el personaje Charlotte Brontë. Sentía la cabeza a punto de reventar. Pensó en varias explicaciones, desde cámaras ocultas hasta posibles pruebas del mando superior. Poco a poco, fue descartando cada una de las explicaciones. Un buen día no resistió más. Llamó por teléfono a una exmujer sicóloga y la citó en un parque. Ella llegó con media hora de retraso, como siempre. Se saludaron y después que ella le hubo dicho que lo encontraba hecho tierra, él la invitó a un café.

—Sí, he envejecido como diez años, la verdad. Me lo siento en el cuerpo. Pero no estoy enfermo, por lo menos eso me parece. Mira, la cosa empezó hace dos semanas. Yo estaba interrogando a un tipo y me quedé dormido, eso a mí nunca me ha pasado, yo mi trabajo lo cojo en serio —dijo, y tragó un buche de café.

—Cualquiera se duerme en el trabajo, yo misma me he dormido oyendo hablar a los pacientes. Hasta una amiga mía, domadora de leones, a veces se duerme en medio de la jornada laboral. Es normal. No te angusties por eso.

—No, pero la cosa es más complicada. Nadie se acuerda de ese hombre en la oficina.

—¿De qué hombre?

—Del que estaba interrogando. Cuando me desperté, creí que me había cambiado un libro. Lo busqué en las actas y nada, la gente dice que yo estaba solo en la sala de interrogatorios. Es extraño, porque ya sabes que lo llevamos todo por escrito.

—¿Qué libro dices que te robó? —preguntó ella, terminando el café. Más que interesada por la conversación, parecía aliviada de haber ultimado aquel líquido prieto.

—No me lo robó. Es difícil de explicar. Me imagino que cuando te diga lo que pasa con el libro vas a reaccionar como el resto de la gente, que me dicen que estoy loco. Pero bueno, no tengo nada que perder. Mira, este es el libro —y lo puso encima de la mesa—. No me lo robó, me lo cambió. El original, el que yo tenía, era Jane Eyre, escrito por Charlotte Brontë.

—Bueno, yo de literatura extranjera no sé nada, tú sabes que lo mío son los autores nacionales. ¿Qué es lo extraño?

—¡Coño, que me ha pasado como en un cuento de Eduardo del Llano, en que se trocan los nombres de Jane Eyre y Charlotte Brontë! Es como si siempre la autora hubiese sido Jane Eyre y el personaje Charlotte Brontë. Fíjate que hasta busqué a la hermana, que también era escritora y resulta que la que tiene una hermana es Jane Eyre. Emily Eyre se llama. Me estoy volviendo loco.

Ella estiró la cara en una expresión de asombro. Cuando habló, lo hizo suavemente, como quien ha captado una broma.

—Así que Eduardo del Llano, ¿no? No sé qué chiste es este, o qué jodedera estás planeando, pero sabes que Eduardo del Llano es el personaje fetiche de mi escritor cubano favorito, el mismísimo Nicanor O’Donell.

El hombrecillo puso los ojos en blanco y se desmadejó, mientras su amiga la sicóloga daba gritos y trataba de levantarlo del suelo. Acudieron un camarero y un tipo que pasaba, y entre los dos lo sentaron y llamaron a un médico.

Algunos meses después comenzaron las Olimpiadas en Londres. El hombrecillo del bigote apagó el televisor en cuanto empezó la ceremonia de inauguración. Nada de trabajo, le había dicho el doctor que lo trataba. Mucho trabajo, le diagnosticó, y su último caso había tenido que ver con las Olimpiadas. El hombrecillo se sentía mejor, mucho mejor. Se acomodó la frazada sobre los pies y tomó el libro de la mesita cercana. Nada como una aventura sencilla para relajarse, pensó. Algo simple, donde no hubiera que devanarse los sesos ni pensar demasiado. Sí, aquella novela era perfecta. La iba a estirar, para que le durara por lo menos siete días. Una semana entera disfrutando de las peripecias del famoso aventurero italiano Salgari, creación del genial escritor que se hacía llamar El Corsario Negro.

Jorge Bacallao. La Habana, 1979. Narrador y humorista.

Profesor de Matemáticas de la Universidad de La Habana. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha publicado varios cuentos en la revista cubana El Cuentero. Ha obtenido, entre otros, el Primer Premio en la primera y cuarta ediciones del Concurso de Literatura Humorística Juan Ángel Cardi; la Primera Mención en la segunda edición y el Segundo Premio en la tercera. Alcanzó también Mención en el Concurso de Literatura Humorística 45 Aniversario de Palante; el Premio de Narrativa en el Festival Aquelarre 2010 y el Premio del Instituto de la Música en el Concurso El Dinosaurio 2006. Cultiva, además, la ciencia ficción y resultó ganador del Concurso de Fantasía y CF Arena 2007, recibiendo una Mención en las categorías de Fantasía y CF en el Segundo Concurso Oscar Hurtado y en el Luis Rogelio Nogueras 2008. En la revista digital Korad, con la que colabora de manera habitual, “El Baca”, como lo llaman sus amigos, ha publicado los siguientes relatos: “Los inconvenientes de contactar a los seres” (Korad 1); “La palabra” (Korad 2); “La alianza de la espada” (Korad 4); “El día de la bestia” (Korad 7) y “Lirios en Invierno” (Korad 9).