Narrativa

Alias “Pompeya”

El cadáver de la joven promesa del béisbol capitalino Gabriel Pulido Arnáez, alias «Pompeya», fue descubierto por dos perros que no eran conscientes de que un cadáver humano, aunque lo parezca, no es un desperdicio comestible y, por lo tanto, no debe arrastrarse por medio de una calle y menos por su calle, donde él vive, no importa que esté oscuro y sean más de las diez de la noche. Un cadáver humano no debe ser mordido así, con hambre vieja, y mucho menos tirar de él cada uno hacia un lado, ora del brazo, ora del vientre, ora de la cabeza. ¡Que es un cadáver humano, por Dios! ¡Que tiene nombre y apellido y familia y un futuro prometedorísimo en Industriales y el equipo Cuba! El nuevo Javier Méndez, decía su padre. El nuevo Víctor Mesa, decían sus amigos. Pero lo perros no saben de pelota, no siguen la Serie Nacional, no tienen equipo. Lo que tienen es hambre. Y la carne es carne aunque sea carne muerta, carne humana muerta a las diez y pico de la noche del 9 de septiembre del año 2007. Por la calle Cruz Verde de Guanabacoa, a esa hora, no circula nadie. Ni carros, ni peatones, ni gatos, ni otros perros. Es noche de apagón y todos los vecinos están en sus casas, encerrados y agobiados por su propio fastidio, jodienda, salación, aburrimiento. Qué fastidio, repetía la vecina más cercana a la casa de Gabriel Pulido, pared con pared, por la derecha. Qué jodienda, decía su padre. Qué salación esta jodienda de los apagones, decía otro vecino, pared con pared, por la izquierda. Qué aburrimiento, decía el hijo pequeño del carnicero de Cruz Verde, que no encontraba cómo entretenerse en aquella oscuridad tremenda. Los vecinos no sabían que el joven Pompeya había salido casi dos horas antes, a casa de un amigo, a recoger un guante nuevo que le habían mandado desde Estados Unidos (su padre decía que el mismísimo Duque, y Pompeya decía que sí, que el Duque lo mandaba, pero que quien lo había comprado había sido su ídolo, Kendry Morales). A Pompeya nadie lo echó de menos hasta mucho más tarde. El padre de Pompeya llegó a pensar que, por la hora, su hijo se quedaría a dormir en casa de su amigo, como hacía otras veces. Su madre, que al principio no sabía que su hijo había salido, se puso algo histérica. ¿Y Gabrielitooooooo?, le gritó al padre. La madre de Gabriel Pulido Arnáez era la única persona en el mundo que le llamaba Gabrielito a aquel negro enorme, de casi dos metros, flaco pero fornido. Le decía Gabrielito o Pompi, achicándole el alias. Su marido la agarró de un brazo para que su histeria no se desbordara. Ahora vuelve, le dijo, y la ayudó a sentarse en el sofá, junto a una vela. A la sombra de la vela la madre de Pompeya parecía más nerviosa de lo que estaba, parecía temblar. Recuerda lo que nos dijeron los policías, Gaby. El padre de Pompeya se llamaba Gabriel también, y para diferenciarlos ella y todos en el barrio lo llamaban Gaby. Con aquello de “recuerda lo que nos dijeron los policías, Gaby”, la madre de Pompeya se refería a una circular (todos decían así, “una circular”) que les había pasado el CDR, pero sobre todo a la advertencia del jefe de sector sobre “el extremo cuidado que deben tener los dos Gabrieles”, y el consejo de que no salieran de casa en esos días, si no era necesario. Los Gabrieles de la calle Cruz Verde de Guanabacoa, padre e hijo, habían estado acuartelados junto a otros cientos de Gabrieles durante varios días, y solo el día anterior al asesinato de Pompeya, por la mañana, habían regresado a su casa, pero con esa advertencia del jefe del sector, una circular del CDR en la mano y la orden de estar siempre juntos y localizados. La circular no hablaba del huracán Anónimo, ni decía la frase “asesino en serie”, solo decía aquello del extremo cuidado y la importancia de la disciplina revolucionaria. Estate quieta, Carmen, que Pompeya sabe cuidarse bien y está aquí cerca, dijo Gaby. Y era cierto. Pompeya, es decir, Gabriel Pulido Arnáez, su hijo, no solo era el mejor jardinero central que había dado Cuba en los últimos años, había sido también aprendiz de boxeador cuando era adolescente, y, aunque finalmente su fuerza al bate y su potencia en el brazo de lanzar lo decantaron por el béisbol, de vez en cuando servía de sparring para los boxeadores juveniles guanabacoenses. Sabe cuidarse, repetía su padre. Pero el huracán…, intentaba argumentar su madre. Sabe cuidarse, insistía Gaby, acercándose a ella, con cariño y lástima. Le daba lástima que su mujer, con tantos años ya, siguiera viendo a Pompeya como cuando era Pompeyita, flaco y débil, ingenuo e incapaz de defenderse. Por eso lo habían apuntado en boxeo desde temprano. Por eso ella se había alegrado tanto cuando su Pompi creció y lo vio ganar músculos y carácter. Pero el instinto maternal es del carajo. Carmen no se quedó tranquila pese a las caricias y las palabras de su Gaby. Llámalo al celular, dijo. Lo dejó aquí, míralo ahí, dijo el padre y señaló un teléfono Alcatel que estaba justo al lado de la vela, en la mesa de centro que tenían delante. Carmen no lo había visto. Pues llama a casa de su amigo, donde esté, y que se quede allí hasta mañana, que no venga de noche y tan oscuro. Basta, Carmen, se desesperaba Gaby. Dime el número y lo llamo yo. Ya debe estar llegando, chica, respondió el padre, ahora con tono de fastidio. Y era cierto. El cadáver de Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, su hijo, ya estaba llegando al portal de su casa en la calle Cruz Verde de Guanabacoa. Lo traían dos perros. Pero claro, los perros no lo habían traído hasta allí desde la casa de su amigo, que estaba cerca de los antiguos Escolapios y que era adonde había ido Pompeya a recoger el guante mágico con el que llegaría hasta el team Cuba. No. De la casa de su amigo, ya con el guante dentro de la mochila, Pompeya había salido casi una hora antes, tranquilo, silbando, con los auriculares puestos y escuchando un reggaetón que hablaba sobre sexo, bebidas y almendrones. Después que pasó todo, su madre pensó que tal vez por culpa de los jodidos auriculares (“no los pongas tan altos, hijo, que te vas a quedar sordo”, le decía diariamente el padre) el joven Pompeya no había visto venir a la muerte. No la había oído venir, mejor dicho. El reggaetón le taladraba los oídos (“¿no has oído a tu padre?, ¡bájale el volumen!, le decía diariamente Carmen) y Pompeya más que andar, bailaba, silbando y tarareando alternativamente la pegajosa música. Por eso no sintió llegar a la muerte. La muerte vino silenciosa, muy silenciosa, y lo hizo adrede, aposta, premeditadamente. La muerte sabía que Pompeya era atleta, un pelotero fuerte y talentoso, un practicante de boxeo, por eso debía ser muy rápida, tener sumo cuidado. Esta vez la muerte no había tenido que averiguar mucho sobre su posible víctima. A Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, todo el mundo lo conocía en Guanabacoa, en toda La Habana, en gran parte de Cuba. ¡El nuevo Javier Méndez! ¡Mejor que Víctor Mesa! Tal vez por eso fue escogido él y no otro como víctima. El asesino necesitaba (ya) un golpe de efecto, un golpe fuerte para ganar notoriedad, embutido como estaba en su personaje del huracán Anónimo, en el total anonimato. Estaba un poco harto de seguir en la sombra y de que solo los miembros de aquella cosa tonta llamada “Operación Anónimo” pudieran saber de él, hablar y conjeturar sobre él todo el tiempo. ¿Quieren guerra?, pensaba, pues tendrán guerra. Por supuesto, el joven Pompeya mientras regresaba a su casa estaba ajeno a todo esto.¡Cuánta razón!, diría Dios si hablara, contemplando la escena. Pero un perro es un perro. Dos perros son dos perros. Dos perros callejeros abandonados y con hambre son dos perros callejeros abandonados y con hambre. No ladran, gruñen. No muerden, destrozan, mastican, engullen a pedazos lo que queda del joven Gabriel Pulido Arnáez, alias Pompeya, el mejor center field que había dado Guanabacoa en los últimos años.»

El huracán Anónimo de Alexis Díaz-Pimienta

Alexis Díaz-Pimienta. La Habana, 1966.

Ha publicado 52 libros en varios géneros y su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, portugués, italiano, búlgaro, finlandés, griego, chino, japonés y farsi (en revistas y antologías). En el género negro ha publicado las novelas Sangre (Scripta Manent, 2021), El huracán Anónimo” (Scripta Manent, 2019) y Salvador Golomón (Algaida, 2005), que es la primera parte de una trilogía de novelas policiacas que continúa con La Palestina y un tal Golomón y La Pelirroja y un tal Golomón (ambas inéditas). También es autor de otra trilogía de novelas policiacas protagonizadas por la lingüista forense Sheila Quartz y formada por El asesino del cortaúñas, El insomne de Almería y Operación Indalo (todas inéditas).