Narrativa

Foto de árbol con cadáver de fondo

Foto de zhang kaiyv en Unsplash

No todos los días uno va a orinar detrás de un árbol y se encuentra un cadáver. La primera impresión no fue, como pueda pensarse, de susto. Ventajas de orinar borracho, me he dicho luego. Y de noche. Y sin gafas. O de no estar acostumbrado a ver cadáveres y pensar al principio que era un tipo más borracho que yo, dormido. Aunque, pensándolo bien, este era el segundo cadáver que veía de cerca en mi vida. El primero fue el de una prima mía que me odiaba muchísimo, celosa de que un mocoso adolescente le hubiera robado el cariño de su madre. Y era cierto. Y cuando mi prima se suicidó, un mes más tarde de yo conocerla, mi padre dijo que tenía que acompañar a mi tía “en el dolor”, que era ir al sepelio, porque mi tía me quería mucho, la pobre, y ahora estaba muy triste y yo era como su hijo. Así que allí fui, con doce o trece años, y no solo acompañé a mi tía en sus mohines y gritos y los movimientos incontrolables del sillón de madera, sino que mi padre también dijo que tenía que despedirme de la prima muerta y tuve que acercarme al féretro y besarla en la frente como todo el mundo. Aunque a tanto no llegué, la verdad.  A besarla no, ni muerto. Solo toqué la caja y miré de reojo mi primer cadáver, el de mi prima Nona, que estaba distinta. La prima Nona no era aquella. Nunca entendí por qué llevaba una peluca e iba tan maquillada, con los labios pintados, con aquel vestido de ir de bodas. Ni por qué mi padre cuando me separé de la caja se me acercó, orgulloso, y me dijo: “hijo mío, ahora sí eres un hombre”. Claro, mi padre no pasó quince días después durmiendo en un catre en la sala de mi tía con una foto de la prima Nona delante, no de la Nona muerta, la de los ojos cerrados, la de aquella peluca, sino de la Nona viva, con los ojos abiertos, con otra peluca menos rara. Y desde el cuadro la prima Nona me miraba con más odio que antes de morir; y cuando la tía se acostaba y apagaba las luces yo me levantaba, descalzo, sin hacer ruido, y ponía el retrato de Nona bocabajo, con la precaución (léase, preocupación: un acto de prematura madurez) de despertarme al día siguiente antes que la vieja y colocarla nuevamente en su sitio. Sí, el de la prima Nona fue mi primer cadáver. Y el segundo era este. Un cadáver sin peluca, sin vestido de novia, sin odio; un cadáver varón y con la ropa sucia, varón y descalzo, varón y con la boca abierta. De no tener la boca abierta seguramente yo ni me hubiera dado cuenta de que el fiambre estaba allí. El sonido del chorro de orines en su garganta, gutural y a la vez sordo, me llamó tanto la atención que miré para abajo. Normalmente, cuando orino, miro hacia arriba, cierro los ojos, disfruto con placer el leve erizamiento que recorre mi espalda. Pero aquel ruido de orina burbujeante en boca abierta me hizo mirar al suelo, fijar la vista, inclinarme un poco sobre “aquello”. Y era un cuerpo. Un cuerpo humano. Un cuerpo humano con la boca abierta, tirado en el suelo, haciendo gárgaras de lo que fue cerveza unos minutos antes. Pegué un grito. Cuando mi prima Nona no grité, pero esta vez pegué un grito. Y reculé. Y me solté el rabo. Y me meé las botas. Era un cadáver. Y no todos los días uno le orina la cabeza a un muerto. Miré hacia todos lados por si alguien más era testigo del macabro hallazgo, pero no. Eran las dos de la mañana, un domingo, en las afueras del pueblo. Solo alguien como yo, que no trabaja el lunes (ni ningún otro día, la verdad sea dicha) puede estar un domingo a las dos de la mañana borracho y orinando tras un árbol en aquel sitio inhóspito. Lo cierto es que hace un par de años que vivo en este lado de la ciudad, como dice mi padre, del pueblo, como decimos todos. Mi casa –mi cuartucho, dice mi padre, mi cuchitril, dice mi madre, qué tugurio, dijo la última mujer que aceptó tener sexo conmigo allí dentro– está a menos de un kilómetro de donde hallé el cadáver. No había nadie ni ninguna casa cerca; solo una parada de autobús a unos cincuenta metros y una farola macilenta. Me agaché un poco. Saqué el teléfono celular y encendí la linterna. Antes le había dado dos patadas al muerto, dos buenas patadas a la altura de la pantorrilla, como si le tuviera odio por morirse así, con la boca abierta. Pero no reaccionó, claro. Con la linterna pude ver que tenía un pantalón blanco (o ex blanco, porque el fango lo había vuelto piel de dálmata), y una camisa azul claro (o ex azul claro, porque la sangre la había vuelto rojiazul, sobre todo en la parte del vientre). La camisa, además, estaba abierta hasta la altura del ombligo y el resto de la tela era también color dálmata-fango. Al fin, acopiando valor, alumbré su cara. Ahora que lo recuerdo, no sé de dónde saqué tanto valor, con lo pendejo que soy, según todos, según yo mismo. Seguro fue el alcohol. No todos los días uno se bebe un litro y medio de ron jugando al dominó, pierde todo el dinero y no le importa por lo “alegre” que está y sale caminando para su casa, borracho y feliz, aunque no tenga ni dinero para el transporte público. La cara del compañero cadáver era también ex cara. Cara de dálmata número 101. Cara de dálmata con los ojos cerrados y la boca abierta, con sangre seca junto al ojo derecho y despeinado. No sé de dónde saqué tanto valor, porque mantuve la linterna del teléfono encendida y el haz de luz posado en su cara, recorriéndola. Lo conozco, pensé de pronto, sin dramatismo. Pero… ¿de dónde lo conozco?, me pregunté, mirando al muerto como si fuera lo más normal del mundo mirar un cadáver a las dos de la mañana y ponerse a hacer memoria para saber de dónde lo conoces. ¿Del barrio, de la escuela, de mi último trabajo? 

Me levanté y caminé un poco, dándole la vuelta, sin dejar de mirarlo. Me daban ganas de meterle la mano en el bolsillo y buscar su carnet. Pero mirar a un muerto, alumbrarlo, darle dos o tres patadas en la pantorrilla, no es lo mismo que tocarlo, meterle la mano en el bolsillo, sacar su documentación. ¡Lo conozco!, me entusiasmé, rarísimo, pero me entusiasmé. Era como si el hecho de conocer al muerto hiciera que el cadáver fuera menos cadáver. Me quedé pensativo. ¿Qué hago? Creo que a estas alturas, entre el susto y la emoción, había perdido el 50% de la borrachera. ¿Qué hago?, seguí pensando. ¿Llamo a la policía? Jamás en mi vida había llamado a la policía, no sabía ni el número. ¿Llamo a alguien? ¿A quién? Todo esto sin dejar de alumbrarlo y de iluminar los alrededores por si venía alguien más. ¡A este tipo lo conozco yo, carajo! Solo entonces comencé a sentir frío, como si hubiera bajado la temperatura de golpe. ¿Llamo a mi primo Ernesto? Tengo un primo que se llama Ernesto y que había sido policía durante cinco años. Ya no, pero era un secreto a voces que era informante de la policía. Era una buena opción llamarlo, pero no tenía su número. Al cambiar de móvil, un mes antes, había perdido muchos contactos, entre ellos el suyo. Volví a mirar al muerto y tuve la impresión de que el cadáver me miraba también. Me agaché de nuevo. Sí, el cadáver no tenía los ojos tan cerrados como parecía; había dos finísimas hendijas al final de sus párpados y por ahí me miraba, me espiaba. Seguramente quería saber qué iba a hacer yo. El muerto se estaba haciendo el muerto para saber qué iba a hacer yo. Al pensar en esto me dio un repentino ataque de risa. No pude evitarlo. Y cuando comencé a reírme, con espasmos y todo, fue cuando comencé de verdad a sentir miedo. Me di cuenta del miedo por el dolor en la boca del estómago, el temblor en las piernas y las ganas de orinar de nuevo. ¡Pero si ya he meado en la boca del muerto!, pensé, y la risa se volvió escandalosa. La situación no podía ser más esperpéntica: un muerto de muerte real espiando a un muerto de miedo que se reía alumbrando su cara para ver si a él también le daba risa. Pero no, el muerto estaba serio. Espiándome serio, aún con la boca abierta, con un charco de sangre cada vez mayor bajo la cabeza, delante de mis botas, brillante por la luz, con seriedad de actor dramático interpretando a un muerto. No sé por qué me vino a la cabeza, entonces, Rolando Brito, el actor, el mejor muerto del cine cubano en toda su historia. Nadie se ha muerto como Rolando Brito ante una cámara, dijo hace muchos años una exnovia mía, enamorada de su cadáver en Algo más que soñar. Ni el Al Pacino de Coppola, decía ella, aunque yo no supiera ni quiénes eran estos dos personajes. Me daba igual: deduje entonces que a mi exnovia le gustaban los muertos y le achaqué a esta necrofilia (supe más tarde que esto se llama así) el hecho de que me abandonara a las dos semanas de noviazgo. Si le gustan los muertos, pensé, es imposible que se sienta a gusto con un tipo como yo, lleno de vida. Un vividor querrás decir, me soltó ella cuando intenté hacerle un chiste despectivo por teléfono. Y cortó la llamada. ¿Quién carajos será este tipo que compite con Rolando Brito y el tal Al Pacino de Coppola? Lo mejor que hago es largarme de aquí, pensé, y acto seguido me di cuenta de que aún tenía el rabo afuera, de que con el susto y la inspección del cadáver se me había olvidado meterlo en la cueva. Los miré a los dos, al cadáver  y al rabo, y comencé a reírme nuevamente. Dos muertos, pensé, al ver la cara de susto que tenía eso que llaman “pene” los muy finos, o “miembro” los científicos, o “pinga” los machangos y las mujeres en la intimidad, o “pito” los niños y las madres. Mi rabo estaba, el pobre, más pito que nunca, encogido del susto, mirando hacia abajo como con vergüenza. Frené en seco la risa y lo guardé. Y al guardarlo, justo al guardarlo, sentí el ruido de un motor que se acercaba. ¡Coño!, se me escapó y apagué la linterna. Al apagar la linterna vi las luces: dos luces que acompañaban al ruido del motor que se acercaba. Sí, era un carro. Me van a ver, pensé. Era un carro que avanzaba despacio. Me van a ver con el cadáver. Qué hago. Pero no eran dos luces, eran tres por lo menos. ¿Salgo corriendo y pido ayuda? Eran dos luces amarillas y largas (dos focos delanteros) y la inconfundible luz azul y móvil, inquieta y circular, del techo de las patrullas policiales. ¡Ey, que me encontré un cadáver!, pensé. ¿Digo eso? ¿Salgo corriendo a mitad de camino y digo eso? El carro patrullero avanzaba sin apuro, casi con parsimonia, como si el chofer y el copiloto estuvieran hablando. Seguramente hablaban. ¿De mujeres, del clima, de la cantidad de muertos con la boca abierta que había tras los árboles de aquella zona? No sabía qué hacer. Me bloqueé. Hacía unos minutos quería llamar a la policía y ahora que la patrulla estaba allí, pasando por delante de mi árbol con cadáver de fondo, un miedo absurdo me paralizaba. ¿Y si creen que fui yo?, fue lo primero que pensé. Qué mala suerte, coño, fue lo segundo, una frase en la que inconscientemente juntaba todo lo que había pasado en las últimas horas: perder todo el dinero, emborracharme, vomitar por el camino, mear detrás de un árbol, encontrar un cadáver, que apareciera de pronto un carro patrullero. Mientras tanto, el cadáver seguía a mis pies, en silencio. Mientras pasaba el carro de la policía juro que el cadáver estaba haciendo más silencio que yo, como si a él tampoco le interesara que lo descubrieran. Solo entonces pensé: qué habrá hecho este tipo. Y después: quién lo habrá matado. Solo esta vez pensé en eso. Curioso, ¿no? Era evidente que lo habían matado. Yo estaba, como todos, más que acostumbrado a ver escenas de crímenes en televisión y no me hacía falta ser un CSI o un detective para diferenciar un cuerpo muerto por muerte natural de un cuerpo muerto por muerte violenta, como este. No hacía falta ser muy listo, ni criminalista. Y mientras pensaba en todo esto el carro patrullero desapareció. A lo lejos solo se veían las luces rojas del culo del carro y los reflejos azules del foco policial. Suspiré aliviado y volvió entonces como una letanía a prueba de sorpresas la misma pregunta. ¿De dónde lo conozco? Encendí la linterna. Le alumbré la cara. Hice memoria. El tipo era un tipo de rostro común, blanco, con bigote, y llevaba gafas, aunque ahora estuvieran rotas y metidas en el fango, a un costado de la cara, en un charco de sangre. Era más bien gordito. Pero no había nada más extraordinario en su cara. Era una cara común, de andar por casa, de fabricación en serie. Ahora que lo recuerdo, con lo pendejo que yo he sido siempre, no sé cómo podía estar allí, de pie o agachado, con la linterna del teléfono recorriendo el cadáver, pensando en quién carajo era aquel tipo y por qué lo habían matado y quién habrá sido y ahora qué hago… Entonces sentí la primera gota de lluvia en la cabeza. Gorda, solitaria, con puntería profesional como para hacer blanco en el centro-centro de mi calva. Y la segunda gota en la mismísima punta de la nariz. Y la tercera en el dedo pulgar de la mano que sostenía el teléfono. Todas muy gordas, las gotas de lluvia más gordas que recuerdo. Y mi cabeza, mi imaginación se disparó: son lágrimas. Lagrimones, por su peso y su sonido. No, rectifiqué: son goterones de sangre. Y comencé a imaginar que la quinta, la sexta y la séptima gotas (hombro, cara derecha, oreja izquierda) eran tan rojas como la sangre seca que maquillaba la cara de mi amigo el cadáver. No sé por qué pensé así, “mi amigo el cadáver”. El hecho de que lo conociera, o de que me pareciera conocido, no garantizaba para nada que fuera mi amigo. Pero bueno. Debió de ser otro efecto colateral del susto, del espasmo, del no saber qué hacer ni qué pensar sobre un cadáver con la boca abierta. Y cuando comenzaba a incomodarme la ropa mojada de lágrimas o sangre divisé las luces frontales del carro patrullero que regresaba con la misma parsimonia. Y mientras más se acercaban la luz y el sonido del motor, más gotas de sangre o de lágrimas empapaban mi cuerpo. El chofer y el copiloto seguramente seguían hablando, ahora de mujeres y del  efecto de la lluvia en las mujeres, pensé (pienso). Sobre el parabrisas y en el techo del patrullero la lluvia, tan cabrona siempre, dejaba de ser sangre, dejaba de ser lágrimas y era tan solo lluvia, música nocturna, banda sonora para una escena en la que un tipo como yo, borracho aún, aunque ya menos, se alejaba corriendo monte a través, intentando no hacer ruido y que no lo vieran, empapado (yo sí) de sangre y lágrimas, dejando lejos, cada vez más lejos, al patrullero y a mi amigo el cadáver, quien no se explicaba, estoy seguro, cómo le podía hacer aquello, dejarlo allí, así, tirado, muerto, recién meado, solo, en un charco cada vez mayor de líquidos distintos. Pero no me importó. Nada me importaba. Minutos después, casi sin aire, llegué al tugurio que es mi casa y me detuve ante la puerta. Recostado en la puerta, con la llave en la mano y sin abrirla, cerré los ojos. No se me quitaba de la cabeza la cara del tipo. ¿Quién será, de dónde lo conozco? Y así llevo diez años. Pero nadie lo sabe.

Alexis Díaz-Pimienta. La Habana, 1966.

Ha publicado 52 libros en varios géneros y su obra ha sido traducida al inglés, francés, alemán, portugués, italiano, búlgaro, finlandés, griego, chino, japonés y farsi (en revistas y antologías). En el género negro ha publicado las novelas Sangre (Scripta Manent, 2021), El huracán Anónimo” (Scripta Manent, 2019) y Salvador Golomón (Algaida, 2005), que es la primera parte de una trilogía de novelas policiacas que continúa con La Palestina y un tal Golomón y La Pelirroja y un tal Golomón (ambas inéditas). También es autor de otra trilogía de novelas policiacas protagonizadas por la lingüista forense Sheila Quartz y formada por El asesino del cortaúñas, El insomne de Almería y Operación Indalo (todas inéditas).