Policial

Invasión de casa

Relatos de la Orilla Negra V
Relatos de la Orilla Negra V

A media mañana, el tráfico comienza a bajar, hasta que la calle queda casi desierta, durante no más de una hora. Hay que aprovechar ese momento.

El hombre delgado con el maletín se para ante una verja y trata de abrir; un auto blanco se detiene a su altura y salen tres hombres, inmediatamente después parte hacia la plaza; el que camina delante encañona al hombre del maletín según abre la verja y lo empuja hacia adentro.

—No me mires o te mato. Tira pa’rriba las escaleras y pon cara de que nos conoces o te voy a meter una bala en la nuca, ¿entendido?

Mientras hablaba, iba empujando hacia adelante.

—¡Pero yo no vivo aquí!

—¿Quién te pidió que hablaras, comemierda? Otra como esta y te quemo. ¡Adelante, y pon buena cara!

El hombre delgado sube y se para ante la puerta de entrada. Cuando está girándose para decir que él no vive allí, que no tiene nada que ver, el tipo que le huele la espalda le clava el cañón de la pistola en el cuello y le repite: 

—No me mires o te mato. Tira pa’lante y abre de una puta vez. 

—Pues eso —dice él, acongojado—, que no puedo, porque yo no vivo aquí, ya se lo dije.

—¡Fulo! Quiero decir, ¡Número Uno, venga acá, que esta no me la esperaba!

—¡Pero qué pinga te ocurre a ti, remamahuevos, que me andas descubriendo ante un posible testigo!

—Con pelarlo nos basta, Fulo, pero es que la puerta está abierta. Las dos, la metálica y la de dentro.

—¿Y para eso tanta escandalera? La habrán dejado abierta para este huevón. —Hizo un gesto al tercero de la fila para que se ocupara del secuestrado y se lo llevase; como este no entendiera, le gritó—. ¡Número Tres, acércanos el paquete, rápido!

—¿A este?

—No, hijoeputa, a tu abuela. Señores, o se me centran o mejor nos retiramos, ustedes verán. ¡Pasen pa’entro, pero ya, que nos van a ver! ¡Corran!

Entraron atropelladamente. 

—Número Tres, vigila hasta que llegue Número Cuatro. Luego, que él monte guardia en la puerta.

—Oficial, Número Uno.

El primer vistazo fue desalentador. No había grandes televisores de plasma ni muebles caros, prácticamente no había nada, ni cuadros en las paredes. 

—Número Dos, ¡Número Dos! ¡Negro, mecaguentodo, atiende! Revisa las recámaras pistola en mano, porque esto no me cuadra, no sé en qué nos hemos metido, pero hasta huele raro.

—Huele a sangre —dijo el flaco.

—¿Y a ti quién te preguntó? —Le soltó el Número Uno, que luego olfateó el aire, que le llegó con un tufo indefinible pero muy desagradable.

Escucharon vomitar a Número Dos y caminaron pasillo adelante en su dirección. Lo encontraron apoyado en el quicio de la puerta.

—Fulo, esto no te va a gustar. 

Número Uno lo apartó de un empujón y miró dentro. En el suelo había un enorme charco de sangre y, en su centro, una mujer mayor, que rondaba los sesenta, con la falda subida y sin camisa ni ropa interior, que seguramente fueran unos trapos empapados que había cerca de ella y que en épocas mejores pudieron ser el atuendo de una enfermera. En las paredes había grandes manchas de sangre, y también en el techo. Alguien había trabajado bastante allí para dejar una escena como esa; quizá quería lanzar un mensaje. 

—Que no entre nadie —dijo.

Hubo un silencio tremendo, y luego miraron al flaco.

—Yo no vivo aquí, ya les dije. 

—¿Y entonces, cabrón, que verga haces en la casa?

—Yo solo vengo a leer el contador de la luz, ¡se lo dije! —balbució, con la cabeza gacha, en un gesto demasiado evidente de no estarlos mirando, de no verlos. 

Se inició otro silencio, de pronto roto por un grito de Número Tres:

—¡Aquí hay otra muerta! —comunicó, e inmediatamente se le vació el estómago con aquel espantoso olor de la sangre coagulada, de la muerte, ante una escena mucho más desagradable que la primera, una muchacha joven sobre la cama con la ropa hecha jirones y desmembrada, tal vez serrada, las piernas, los brazos, la cabeza sobre la almohada mirando directamente hacia la puerta. Había virutas de carne-hueso.

Un par de minutos después, Número Uno descubrió una habitación acolchada, su cerradura de seguridad reventada y un niño en el centro, con guantes de boxeo hinchables en las manos, con un casco hinchable en la cabeza, y el cuello cortado; su pecho, las piernas y el suelo bajo él cubiertos de sangre; los brazos colgando, flácidos, y él en pie, sostenido del ventilador apagado por una larga liana hecha con corbatas anudadas, como un espantoso títere sin expresión, ni de dolor ni de miedo. 

—¿Qué sabes de esto? —le pregunta en voz baja, enfermo, al hombre flaco, el único que mantenía la mente más o menos fría porque le habían impedido ver ninguna de las escenas.

—Yo no vivo aquí, ya les dije. Solo vengo a leer el medidor de la luz. Y, como a los repartidores y a la gente que hace el mantenimiento, me piden que les envíe un mensaje cuando voy a llegar y me dejan la verja abierta: se trata de que mantengamos la menor relación posible con los de dentro. Excepto con la enfermera, que a veces salía a cambiar un par de frases conmigo desde lejos, o a vigilarme, quién sabe. Ustedes me asaltaron mientras entraba, y no sé más. 

Cuando terminó de hablar, como sincronizado, apareció Número Cuatro, que estaba poniéndose los guantes cuando lo hicieron pasar con un gesto duro. 

—¡Cierra ya, cabrón, que nos van a ver!

En voz baja, y ante su mímica espantada, le pusieron al corriente de una forma tan vívida que casi se marea, y se hubo de apoyar aquí y allá, y hasta escupió maldiciendo su suerte. Se notaba que era muy joven. Después, los cuatro trataron de tomar alguna decisión, procurando que el raptado no los escuchara. Pero resultaban demasiado evidentes.

—¡No, no hay que matar a este huevón porque les ha visto la cara! ¡No les he visto nada, se lo juro! ¡No sé quiénes son! ¡Y no me importa! Yo no doy problemas, ¡por favor!

—No podemos estar seguros de que no nos delates.

—¿Y qué más les da, si han llenado la casa de ADN y de huellas, si en cuanto llegue la científica todo el mundo va a saber quiénes son? Además, hay cámaras en la calle que los han grabado saliendo del auto y secuestrándome, y hasta Dios sabe si no habremos saltado una alarma silenciosa. 

 —Entonces, ¿qué más me da matarte?

—Ese es el tema —dijo, y alzó la cabeza para que lo miraran frente a frente—, que yo creo que les voy a ser de utilidad. 

Se produjo un silencio mediano interrumpido por el sonido lejano de alguien vaciando la poca bilis que le quedaba y otro alguien quejándose en alto, cagándose en su mala suerte y expresando su deseo de quitarse la vida. 

—Usted dirá cómo, y ya puede ser cierto, o lo mato —le dijo Número Uno.

—Por lo pronto, soy el único testigo que puede declarar a su favor.

—No vamos a ir a la cárcel, amigo.

—La policía sabrá enseguida que ustedes estuvieron aquí y creerán que mataron a esta gente, y los van a perseguir por eso. Aunque salgan del país, es mejor que solo los busquen por intento de robo, ¿no les parece? Este es un crimen demasiado horrible. Y ustedes parecen primerizos, seguro que es su primer delito. Desháganse de las armas y estarán libres más rápido que ligero, ya verán. Puedo ayudarles a limpiar sus huellas, sé cómo trabajan ellos. Y así solo dispondrán de su imagen en las cámaras que, con un poco de suerte, no será muy buena, y quizá ni siquiera puedan acusarlos basándose en ellas.

—¿Dónde aprendió a limpiar escenas de crimen, en los programas de la tele? No, amigo, usted no sirve más que para delatarnos. Mejor lo mato.

—¡Espere! Le explico. El pastor de la iglesia a la que acudo me encontró esta chamba de leer los contadores porque yo no tenía empleo cuando salí del proyecto de rehabilitación en el que me había internado la poca familia que me quedaba, después de unos años en que viví en la calle fumando piedra y borracho de la mañana a la noche. Pero antes había sido músico de típico, con el grupo de Aquiles Arriaga, y mire que eso parecería imposible, porque yo ni tengo oído ni he sido capaz de tocar ningún instrumento, pero, como no me quedó más remedio que asumir —como le explicaré enseguida— la identidad de un hermano mío clavadito a mí, que sí había sido músico, el pobre, y era amigo de esos músicos, muerto un año antes de que me viera en la necesidad de suplantarlo, y por esa amistad me permitieron acompañarlos pese a mi inutilidad, pero me usaban para cargar y cablear los aparatos, para recoger después de cada toque, cuando ellos ya estaban que se caían por el licor y el cansancio, o se habían perdido tras la puerta de alguna habitación ajena, y yo luego manejaba mientras ellos dormían hasta entrada la tarde para llegar al siguiente toldo en el que nos hubieran contratado. Y también me hacía cargo de la recaudación y de esos temas que requieren la cabeza fría y que muchas veces deben esperar a que se cierre la taquilla, porque yo de aquellas no bebía, ni me dejaba engatusar por cualquier muchacha que se me acercara y, como pocas veces se me veía en el escenario, sino cuando hacía la segunda percusión o el segundo acordeón, tan bajitos que la música los tapaba, no alcanzaba la fama del cantante, claro, ni la del violinista, y así no despertaba mayor interés en las lugareñas. Lo que son las cosas, de tanto insistirme en tomar un trago y luego otro, con los años acabé no solo cediendo, sino aficionándome tanto que llegó el momento en que la realidad sin el potenciador del alcohol no me sabía a nada, y me acabaron echando, y me bebí los ahorros y la cabañita que me había construido, y con plástico y planchas de zinc me hice otra, que cambié por un poco de piedra, y pasé a vivir en la calle y ahí me encontró un primo, que me metió en rehabilitación, como ya les dije.

—¿Y cómo algo de eso puede ayudarnos a salir de esta, huevón?

—Lo sabrá en cuanto escuche el motivo por el que me perseguían tanto la policía como el ejército gringo, y es que yo había sido militar de carrera. Estudié biología aquí, pero no acabé, y luego hice la carrera militar en Argentina y, cuando la invasión, me tocó guardia en Panamá Vieja y maté a algún paracaidista que otro. Tuve que salir por pies y, con la identificación de mi hermano, me perdí por el interior. 

—O sea —dijo Número Uno amartillando la pistola y dirigiéndola hacia él—, que eres un maldito tongo.

—Me he vuelto a poner al día y conozco cada una de las técnicas de investigación de la escena actuales, sé con qué productos de limpieza destruir el ADN y conozco muy bien cómo piensa la cabeza de los policías. Además, soy su único recurso.

—Voy a pensarlo —dijo, y se fue a sentar al salón, donde solo había una mesa no muy grande y cuatro sillas, ni siquiera una televisión, ni cortinas; desde allí organizó a su grupo y los ocupó, los envió lejos de él, y luego trató de no derrumbarse. 

No pasó mucho tiempo hasta que Número Cuatro, que vigilaba el exterior, dio la voz de alarma y corrieron a su lado.

Tres enormes camionetas Lincoln negras estaban estacionando sobre la acera. En una coreografía muy ensayada, dos puertas del primer y tercer vehículos se abrieron a la vez y cuatro hombres con saco oscuro, gafas de sol y corbata se bajaron en perfecta sincronía y, mientras uno se apostó al inicio y otro al final del convoy, los otros dos se dirigieron a la verja. Allí se detuvieron, de pronto, hubo un cierto movimiento de alarma y el que iba delante —del que instintivamente se sabía que era quien daba las órdenes solo por su pose— sacó un teléfono móvil y marcó, mientras con la otra mano indicaba a los compañeros de los autos que esperaran.

Ante el terror de los secuestradores, en el primer dormitorio, donde estaba el cadáver de la mujer mayor, sonó su celular.

—Nos van a sacar la chucha —dijo, con lentitud y una total convicción, Número Uno. 

A Número Cuatro, que era muy joven, le entró un ataque de pánico y Número Uno —que, visto a su lado, de pronto se parecía mucho a él, como un hermano— lo abrazó, agachado como estaba, y le susurró frases de ánimo.

—Voy a salir a dialogar con esta gente —sugirió el lector de contadores— para ganar algo de tiempo. Mientras tanto, llamen a la policía. En el peor de los casos, recuerden que de la chirola se sale, pero de la tumba no. 

Número Uno ni siquiera lo cuestionó, agarró a su compañero y le ayudó a levantarse para dejarle el camino libre. 

—Tongo, tanto se muere de frente como por la espalda. Si nos traicionas, no lo cuentas.

—Lo sé. Y hágame caso, llame a la policía o aquí no queda nadie.

El tipo de traje, con una seguridad que solo da el saberse indestructible, había abierto la verja y entrado al jardín con paso firme. Lo seguía el otro, que no pisaba tan firme, y a quien las gafas oscuras ocultaban la expresión. 

Se abrió la puerta y salió el lector de contadores, con las manos a la altura de los hombros.

—Alto, por favor, no continúen. Ha ocurrido una tragedia en esta casa. Pero nosotros no hemos sido. De hecho, yo soy un simple rehén. 

El rostro inexpresivo volvió un poco la cabeza hacia atrás y el intérprete tradujo. 

—… semplice ostaggio.

—Hey, man, no debes entrar ahí, es demasiado impresionante. Esta gente solo quería robar la casa, y ni siquiera son profesionales, pero se encontraron los tres muertos, sí, las dos mujeres y un niño. Esto ha sido un trabajo de un experto, o de un sádico.

El italiano subió un escalón y quedó a su misma altura. Sin ninguna inflexión en la voz, mientras se ponía unos guantes de cuero, preguntó:

Dimmi in poche parole cosa è successo e prometto di non ucciderlo proprio qui.

—O hablas o te mata ahora mismo —indicó el traductor.

OK, OK, es mejor que entre y que él mismo vea lo que ha ocurrido, pero recuerde que yo no tuve nada que ver con este asunto, a mí es al que raptaron… —y cuando se dio cuenta de su error porque el italiano altísimo metía la mano en el bolsillo— y que esto está lleno de cámaras… que lo prueban.

El traductor hizo su labor y el otro se destensionó. Le indicó que pasara adelante y que lo escoltase para entrar en la casa, cosa que hizo.

Según pasó el umbral, Número Uno, Número Dos y Número Tres lo apuntaron con sus armas viejas, cochambrosas. De hecho, el italiano agarró la de Número Dos por el cañón y la torció, como para verla de cerca. 

Porca miseria —dijo, devolviéndosela, como si aquello no fuera un revólver y no sirviera para pegarle un balazo a nadie—, principianti.

—Usted no haga ninguna estupidez. Por favor, mantenga las manos dentro de los bolsillos y camine hacia mí.

Ecome cazzo sapranno quello che ho nelle mie tasche.

—El señor muestra su disconformidad con el procedimiento —afirmó el traductor. 

—¡Me importa una verga, que haga lo que le pido!— gritó Número Uno. 

—¡No, no, por favor! —pidió el lector de medidores—. Dígale al señor que entre tranquilo, que aquí nadie desea hacerle daño, por favor; convénzale de que sentimos mucho más miedo de él del que podamos causarle, y de que estamos a su disposición para darle cualquier explicación que necesite, dentro de lo muy poco que sabemos, ya que esta es una gran equivocación. Nosotros acabamos de llegar.

El traductor tardó un momento en hacer su trabajo.

El tipo alto lo miró, asintió y fue hacia la entrada como una apisonadora, sin pedir perdón ni permiso. Dio un manotazo a la puerta entreabierta y hubo que pararlo con súplicas para que no entrara en el primer dormitorio.

Quedaba muy claro quién mandaba allí. 

Número Uno se le unió y lo llevó al salón, compartió con él una de las pocas sillas, y otra con el traductor, casi invisible, un paso atrás.

 Allí trató de explicarle con los detalles que pudo cómo habían llegado a aquella situación, encañonando al que pensaron que era el dueño de la casa, y lo que habían encontrado en cada una de las habitaciones, resaltando lo horroroso de las mismas y puntos importantes como que, si los tocaba, los cadáveres estaban bastante fríos, lo cual significaba que llevaban varias horas muertos. Aquello había ocurrido mucho antes de que llegaran.

—Aquí hay un experto que puede ayudarle con esa información, si lo desea. Parece que llegamos en el peor momento.

El spaguettini murmuró algo raro, y su traductor preguntó en alto:

—¿Y ustedes por qué eligieron esta casa entre tantas otras, qué les llamó la atención o quién les dio el dato de que aquí había bienes de su interés, algo que evidentemente no hay?

—Eso fue un malentendido, le digo. Mire, don, nosotros habíamos seguido los varios casos de corrupción de Martinelli con Lavítola, que acabó preso en Italia con Berlusconi, usté sabe, y supimos que aquí se habían quedado un par de cientos de millones sin factura, y se nos ocurrió seguir la plata, y por un bochinche de comadre nos enteramos de que un italianini le había puesto aquí casa a su querida, a la que no dejaba salir ni a sol ni a sombra, y nos dimos a investigar, hasta que hicimos un plan para raptar a la muchacha y pedir un rescate, pero cuando vinimos, mire usté qué panorama más triste, aquí ni joyas ni plata ni muchacha, solo sangre. 

Número Dos entró corriendo en el salón, tan de improviso que casi hace que el extranjero le vuele la cabeza. Mientras hablaba, este volvió a guardar la pistola en su bolsillo.

—Fulo, Fulo, la policía está a punto de llegar. Tienes que acabar ya para que salgamos de aquí.

—¿Polizia?  —exclamó el italiano, pidiendo respuesta con la mirada.

—Calculamos que ustedes nos iban a matar, así que llamamos a la estación más cercana. Mejor detenidos que muertos, ya sabe.

El italiano se levantó de la mesa como movido por un resorte y le cruzó la cara con un manotazo al Fulo, tan fuerte que lo tumbó. Habló con el intérprete y este se fue a pedir, pistola en mano, a cada uno de los visitantes la cédula, y a cada una de ellas le tiró una fotografía con su teléfono, incluida la del Fulo, mientras se recomponía.

Entretanto, el otro tipo iba habitación por habitación sacando fotografías de los cadáveres y de cada detalle que le parecía significativo, e hizo más fotos que un periodista. También de los vómitos en el pasillo y de los accesos, puertas y ventanas. Luego le hizo una seña al traductor y escaparon como almas que lleva el diablo.

—Dice el jefe que se queden aquí. Si valoran su vida, le harán frente a las preguntas de la policía y a la cárcel y a lo que venga, y sabrán olvidar por completo que nosotros estuvimos aquí. Solo así quizá lleguen a su siguiente cumpleaños. Les deseamos muy buenas tardes, caballeros, no nos acompañen.

Con estas palabras se despidió, salieron a toda velocidad hacia las camionetas que, ni bien recibieron el portazo de cierre, ya habían arrancado y se habían encaminado calle adelante. 

—¿En qué nos hemos metido? —se preguntó el Fulo, en alto.

—No es que yo sea un gran experto, pero me temo que ustedes encontraron realmente a un capo de la mafia, con sus conexiones aquí, o su lavado de dinero, pero a uno tan triste que la naturaleza le dio por hijo este niño con problemas, y por eso lo mantuvo oculto, pero lo mejor cuidado que pudo. Estoy seguro de que amó mucho a su madre, ya sabe, estos italianos son muy sentimentales, parecen latinos. 

—¿Y ahora, sabio, qué hacemos?

—Por mi parte, debo ir al baño con urgencia. Si, cuando salga, no los encuentro aquí, no se lo voy a reprochar y, no se preocupe, no voy a cambiar mi versión de los hechos cuando declare. Pero no me atrevo a escapar después de que esa gente le ha tomado fotos a mi cédula. Si lo hicieron por acojonarme, les aseguro que lo han conseguido. Y, ahora, si me disculpan, la naturaleza me llama. 

Número Uno, con la cabeza llena de voces, lo vio adentrarse en el pasillo. Un momento después pensó que algo estaba mal. ¿Qué le importaba a aquel payaso si la mafia había sacado fotos de su tarjeta de identidad si esta era más falsa que un billete de tres dólares? Y, además, si había sido militar, la policía y los gringos podrían contrastar sus huellas —que a estas horas estarían por media casa— con las que había en sus archivos, y así de qué le iba a servir la identificación de su hermano. 

Número Cuatro interrumpió sus pensamientos cuando se le acercó, casi llorando. 

—¿Y entonces?

—Ya te dije que no permitiría que te ocurriese nada malo. Nos vamos. ¡Gente, una carrera hasta la calle! Comprueben que las armas están listas porque, si llega la chota, ya saben, ¡mejor muertos que presos! Y ahora, ¡a correr!

Mientras ellos se perdían por la calle y en la estación calculaban la importancia mayor o menor de atender aquella llamada extraña, el lector de medidores, subido a la taza del baño, terminaba de desatornillar el marco metálico de la ventana, de esas que llaman de celosías de vidrio, que estaba muy mal puesta, como suelen, hasta que, con un buen tirón, la arrancó de su sitio. Luego la colocó sobre el lavamanos. Miró por el agujero y vio que había unos cuatro metros y tanto hasta el suelo: tirarse por allí seguramente le costaría romperse una pierna. Pero quedarse iba a ser peor, sin duda, así que no había opción. Tomó su maletín y lo dejó caer. Aunque hizo bastante ruido, no pareció haber interesado fuera. Entonces, como pudo, salió por aquel estrecho agujero que había descubierto la primera vez que había estado en la casa. Se sostuvo del borde con ambas manos para reducir la distancia hasta el suelo, tomó aire y se soltó.

Hubo mucho ruido y mucho dolor para quien pretendía huir desapercibido. Le pareció que un vecino miraba por la ventana del patio: mierda, otro que iba a llamar a la policía. Bueno, bienvenido sea. Alcanzó su maletín, lleno de ganzúas para abrir puertas, de cinta adhesiva y guantes de cirujano, de anestesia, cuchillas nuevas y bolsas para los desperdicios y los elementos que se hubieran ensuciado. Con él a cuestas, se fue arrastrando hasta la parte trasera de la Caja de Seguro Social. Allí se limpió un poco y trató de cojear con normalidad, como fruto de la edad, paró un taxi, le dio una dirección bastante lejana. No aguantaba el dolor.

Sacó una pastilla de hidromorfina y se la tragó, solo con la saliva. 

—La pierna, ¿sabe? Me está matando —le dijo al taxista, a modo de excusa.

Atrás quedaban, en un bote de la basura, anónimas, dos bolsas negras con su ropa llena de sangre y la sierra y aquello que podría delatarlo. Se rio al pensar que había estado a punto de botar también la identificación falsa, con lo útil que le había sido al final. En cuanto se recuperara un poco, saldría por Sixaola hacia Puerto Limón y, después de unas vacaciones allí, quién sabe, quizá visitara Italia, Roma, Nápoles, Lecce, un poco de gente elegante y algo de ópera no le harían mal.

—Qué raro —dijo el taxista mirando por el retrovisor—, parece que nos siguen.

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Álvaro Valderas. Léon, España, 1965.

Doctor en Filología Española. Como guionista y articulista ha colaborado en más de ochenta medios. Ha publicado siete libros de relatos (entre ellos Avenida Tumbamuerto, Ediciones del Serbal, 2017; A hostias, Editorial Clan, 2019; Los casos del inspector Covarrubias, Ediciones del Serbal, 2019), cuatro novelas y cinco libros de investigación.  Desde 2003 vive en Panamá, dedicado a la corrección de textos y la docencia. Es el típico rector de universidad que por la noche escribe relatos violentos. Publicado en Tumbamuerto y otros cuentos criminales caribeños, Barcelona: Ediciones del Serbal, 2017…