Policial

La oportunidad

Era necesario fijarse en aquel sujeto. Su presencia destacaba en medio de la multitud de curiosos que crecía detrás de las cintas de seguridad. Ojos vidriosos, piel cetrina y vestía un largo abrigo negro. Para colmo, su elevada estatura lo hacía sobresalir por encima de los demás. Algo en él me recordaba a los cadáveres que diariamente llegan a la morgue.

— ¡Al fin apareces! —me sermoneó Marcos, supervisor del Departamento de Criminalística, interponiéndose en el campo visual. Levantó la cinta de contención para dejarme pasar y agregó: —Hace más de media hora que estoy tratando de localizarte.

—Mi móvil se quedó sin batería —repuse mientras me adentraba en el perímetro restringido—. Además, ¿cuál es el apuro? El cadáver no va a morirse más de lo que ya está. ¿Qué tenemos para esta noche?

—Será mejor que lo compruebes con tus ojos.

El supervisor me condujo calle adentro, hasta un deteriorado edificio de viviendas. Durante el trayecto pude sentir la mirada del sujeto de abrigo oscuro, taladrándome la nuca. Me incomodó su insistencia, pero decidí no voltearme para observarlo.

El cuerpo yacía en medio de la acera, cubierto con una manta. Me agaché junto a él, poniéndome los guantes de látex, y lo destapé parcialmente. Tenía la cabeza ladeada y los ojos muy abiertos, congelados en una expresión de terror. Algunos de sus miembros estaban torcidos en ángulos casi imposibles, producto de la caída. No había suficiente sangre en el pavimento y aquello me extrañó.

—La víctima fue identificada como Alexander Leyva, 34 años, soltero —informó Marcos, revisando los informes preliminares. Señaló hacia una ventana abierta en el quinto piso—. Vivía en aquel apartamento. Nadie lo vio caer, pero algunos vecinos aseguraron haber escuchado una pelea en su habitación. Uno de ellos dio aviso a las autoridades.

—Este sujeto ya estaba muerto antes de tocar el suelo —observé—. ¿Dónde quedó el resto de la sangre? ¿Arriba en su habitación?

—Allá hay menos. Tan solo unas cuantas manchas y gotas dispersas. Es la tercera víctima que aparece desangrada en lo que va de mes. Creo que se trata del mismo asesino.

—Sin embargo, la escena no es la misma. Los otros cuerpos fueron encontrados dentro de sus apartamentos. A este lo arrojaron a la calle y no creo que para hacer un experimento de gravedad.

—Quizás el maldito psicópata se aburrió de la rutina y decidió ponerse más creativo.

— No tengo idea de cómo funciona un cerebro enfermo, Marcos. Recuerda que yo los analizo ya muertos. Te enviaré el reporte de la autopsia dentro de algunas horas.

Recubrí el cadáver y les hice una seña a los técnicos para que lo retiraran del lugar. Mientras lo metían en la furgoneta eché un vistazo a la multitud, pero no avisté al individuo vestido de negro. Dejé que el vehículo se adelantara y subí al apartamento de la víctima en busca de datos para correlacionar en la necropsia. Tomé unas cuantas fotografías y luego regresé al depósito de cadáveres.

Cuando llegué a la morgue, no encontré al guardia de seguridad apostado en su sitio de costumbre. En su lugar estaba el esperpento vestido de oscuro, repantigado sobre la silla giratoria y con las piernas cruzadas sobre la pizarra de control. Su presencia dentro de mis dominios me pareció insultante.

—¿Quién es usted? ¿Cómo rayos ha entrado aquí?

Sus ojos me observaron con la misma expresión de un pez muerto.

—El guardia de seguridad me dejó pasar —respondió con calma.

Su mano huesuda se extendió mostrándome una credencial. Desde mi posición identifiqué el brillo de una placa, pero bien pudo tratarse de un pedazo de lata.

—Sergio Ariola, agente de Investigaciones Especiales —se presentó.

Cerré la puerta y avancé por el pasillo.

—¿Investigaciones Especiales? Jamás he escuchado hablar de semejante división policial.

Sus labios descoloridos esbozaron una sonrisa. Se puso en pie con una gracia casi felina, al tiempo que guardaba su identificación dentro de un bolsillo del abrigo.

—Por eso la llaman “Especiales”, porque solo intervenimos cuando la situación así lo requiere. Como este caso, por ejemplo: un cadáver desangrado y sin heridas visibles que expliquen las causas de su deceso. Han tenido otros similares, ¿cierto?

—Ya veo que usted está al tanto —repuse y entré a la sala de necropsias.

Mientras preparaba el cadáver, el investigador comenzó a pasearse por el salón, observando todo minuciosamente. Sus zapatos apenas rechinaban sobre las lozas esterilizadas.

—¿ Aquí no tienen instaladas cámaras de seguridad?

—No, no tenemos ninguna —repuse a la vez que desplegaba los instrumentos sobre la mesa auxiliar—. Los muertos se portan bastante bien dentro de sus neveras.

—Quiero decir: ¿no temen que les roben?

— A veces sucede; sobre todo cuando los criminales quieren ocultar algo. Pero de nada les vale el esfuerzo, yo acostumbro a procesar el caso mucho antes.

Me concentré en el cuerpo desnudo irradiado bajo la lámpara. Al igual que las otras víctimas no presentaba ninguna herida visible, salvo las lesiones producidas por el impacto post-mortem contra el suelo.

—¿Cuál es su teoría como forense? — preguntó Ariola, revisando la colección de muestras bizarras en el estante.

Lo miré por encima de la mesa sin poder contener una sonrisa irónica.

— Mi teoría? Como legista solo puedo determinar la causa de la muerte. La investigación le corresponde a usted.

—Vamos, no me irá a decir que esto no le llama la atención. Quiero saber qué piensa.

Comencé a lamentar la ausencia de mi guardia de seguridad. Al parecer el investigador pensaba fisgonear ahí toda la santa noche sin dejarme trabajar.

—Creo que alguien lo sangró en su apartamento y luego lo arrojó por la ventana para tratar de encubrir la muerte real.

—El cadáver no tiene heridas externas —replicó Ariola, dejando los frascos con formol y avanzando en mi dirección—. ¿De qué manera pudo ser desangrado?

—De la misma forma que los demás. Utilizando una aguja intravenosa conectada a un contenedor.

Inclinándome sobre el cadáver, estiré con cuidado la piel de su garganta. Sobre la yugular se destacaban dos pequeños agujeros circulares en medio de la sombra hemática de un arco dental.

—Eso no parece haber sido hecho con una aguja —objetó Ariola, estudiando las marcas con interés—. Es una mordida. ¿Comprende ahora por qué mi división está asignada a este caso?

—No, aún no comprendo. ¿Por qué no me lo aclara de una vez? ¿Qué me estoy perdiendo?

—Usted debe saber.

—¿Saber qué?

—Saber quién. O quiénes.

El rostro de Ariola había adquirido una dureza pétrea.

—En estos tiempos preferimos llamarlos “contaminados”. Víctimas de un extraño provirus, un ADN viral integrado a sus genomas celulares y que les produce aberraciones genéticas. Se transmite por vía sanguínea, al igual que la hepatitis C. Sus síntomas incluyen elevada fotosensibilidad, rápida regeneración celular, aspecto anémico, desarrollo exponencial de fuerza y velocidad y, sobre todo, un aberrante deseo de sangre.

—Entonces, según usted, se trata de una enfermedad genética.

—Los tiempos cambian. Antiguamente cualquier cosa que se apartara de lo común, era considerada una manifestación antinatural. No obstante, en algo sí que no se equivocaron: los “contaminados” no son humanos.

—Si no son humanos, entonces ¿qué son?

—Son un peligro. Una raza depredadora que amenaza nuestra existencia y a la que hay que erradicar antes de que se expanda.

—Si saben tanto sobre el virus ese y las mutaciones que provoca, ¿por qué no han sacado esa información a la luz pública?

—Por la simple razón de que no poseemos evidencias. No hemos podido aislar todavía el provirus que es la prueba de que ellos existen, la clave para crear en los laboratorios un retrovirus que los destruya. Los muy bastardos tienen cuidado con lo que hacen, dónde lo hacen y cuándo lo hacen. Han sido precavidos a la hora de alimentarse, pues saben que de hacerlo a la vieja usanza dejarían rastros de su corrompido ADN. Por eso es que utilizan agujas intravenosas. Nos han evitado durante mucho tiempo pero, de vez en cuando, alguno de los “novatos” se pone nervioso en su primera vez y comete un desliz… —miró significativamente a la víctima sobre la mesa—. Hace años que esperábamos la oportunidad de tener una muestra como esta.

Sus manos se alargaron hacia la cremallera de la bolsa negra, con intenciones de volver a encerrar el cadáver en su interior.

—Ahora mismo me llevaré este cuerpo.

—Deje el cadáver —le ordené secamente.

—¿Qué dice usted?

—Ya escuchó lo que le dije. El cuerpo se quedará aquí.

—Me parece que no ha entendido. ¡Esta oportunidad es única! ¡No podemos desperdiciarla por estúpidos papeleos y burocratismo!

—No, el que no ha entendido es usted. ¿Cree que le voy a dejar llevárselo así sin más?

—¡Soy un agente de la ley!

—Hágame el favor de mostrarme su identificación de nuevo.

Sus puños se crisparon. Lo vi inspirar profundamente para controlar la rabia y, con un mayor dominio de sí mismo, dijo:

—Está bien, usted gana. Pero sepa que apenas salga por esa puerta iré a denunciar su conducta ante un superior. Me aseguraré de que le sancionen por obstrucción y le suspendan de su cargo por varios meses.

Extendí una mano hacia él, con pasividad.

—Su credencial primero, por favor. Luego pasemos a las amenazas.

—Como quiera —repuso, metiendo la mano en el interior de su abrigo.

Me moví demasiado rápido, aún para él. El fogonazo me calentó un lado de la cara y el estruendo del disparo me ensordeció por unos instantes; pero la bala no llegó a tocarme. Tomé un cuchillo serrado sobre la mesa de trabajo y cargué contra él, justo cuando descerrajaba otro balazo. Me acertó en el hombro, pero apenas lo sentí. Con un brazo desvié la dirección de la pistola, le hundí el hierro por debajo del esternón hasta la empuñadura y lo retorcí hasta ver la sangre brotar de sus labios. Entonces extraje el puñal y me aparté unos pasos.

El sujeto se desplomó a mis pies, boqueando coágulos. No perdí tiempo. Me arrodillé junto a él y le abrí de un tajo la garganta. La sangre salpicó en todas direcciones; pero no me importó, no siempre se puede mantener la morgue tan impecable. Ya me encargaría de limpiarla después y hacer desaparecer el cadáver. La sangre seguía manando incontenible y consideré que era un desperdicio dejarla correr de esa manera. Tal como dijera Ariola, las oportunidades a veces son únicas y nunca deben desperdiciarse.

Marlen López Mora. (Santa Clara, 1983. Licenciada en Ciencias de la Computación.

Actualmente trabaja como administradora de redes en la Dirección Provincial de los Joven Club de Computación de Villa Clara. Miembro del Taller Literario Carlos Loveira, impartido por el escritor Lorenzo Lunar. Segundo lugar en los Encuentros Debates de Talleres Literarios en los años 2012 y 2013.