Carta al padre

Resumen del libro: "Carta al padre" de

«Carta al padre» de Franz Kafka es una obra epistolar que se erige como un pilar fundamental en la literatura del siglo XX. A través de estas palabras nunca enviadas a su destinatario, el autor nos sumerge en un abismo de angustia y atracción, desentrañando los complejos matices de su relación con su padre, Hermann Kafka, un comerciante judío en Praga.

La escritura de Kafka se revela en esta carta con una prosa que él mismo define como «de abogado», detallada y meticulosa, donde cada palabra y frase cargan un peso emocional y simbólico. La confesión del miedo que siente hacia su padre se convierte en el hilo conductor de la narración, una emoción que, paradójicamente, le impide dar una respuesta clara y concisa al cuestionamiento de su padre.

La carta, escrita en un lapso de dieciséis días de noviembre de 1919, se convierte así en un testimonio literario y autobiográfico de inmenso valor. A través de sus páginas, somos testigos de las complejas dinámicas familiares, los entresijos de la psique de Kafka y su particular visión del mundo, elementos que, sin duda, dejaron una huella indeleble en su obra literaria.

«Carta al padre» no solo es una confesión íntima, sino también un espejo de la maestría literaria de Kafka al plasmar las turbulencias emocionales y las tensiones familiares. Esta obra se erige como una pieza clave para comprender no solo al autor, sino también los fundamentos que moldearon su genio creativo y su peculiar estilo narrativo. Es una invitación a adentrarse en los abismos de la psique humana a través de la pluma magistral de uno de los grandes exponentes de la literatura universal.

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Queridísimo padre:

Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio.

A ti la cosa siempre te ha resultado muy sencilla, al menos en la medida en que has hablado de ella delante de mí y delante —indiscriminadamente— de muchos otros. Tú piensas más o menos lo siguiente: has trabajado a destajo tu vida entera, lo has sacrificado todo por tus hijos, muy especialmente por mí, lo que me ha permitido vivir «por todo lo alto», he tenido completa libertad para estudiar lo que me ha apetecido, no tengo motivos de preocupación en cuanto al pan de cada día, o sea, no tengo motivo alguno de preocupación; tú no has exigido a cambio gratitud, conoces «la gratitud de los hijos», pero sí al menos una cierta deferencia, alguna que otra muestra de simpatía; en lugar de eso, yo siempre me he escabullido de tu presencia, refugiándome en mi habitación, en los libros, en amigos chalados, en ideas exaltadas; nunca he hablado abiertamente contigo, nunca me he puesto a tu lado en el templo, jamás te he ido a ver a Franzensbad, ni en general he tenido nunca espíritu de familia, no me he ocupado de la tienda ni de tus demás asuntos, te he endosado la fábrica y después te he dejado plantado, a Ottla la he apoyado en su caprichosa testarudez y mientras que por ti no muevo un dedo (ni siquiera te traigo entradas para el teatro), por los amigos lo hago todo. Si resumes lo que piensas de mí, el resultado es que no me echas en cara nada propiamente inmoral o malo (a excepción tal vez de mi último proyecto matrimonial), pero sí frialdad, rareza, ingratitud. Y me lo echas en cara de una manera como si fuese culpa mía, como si yo hubiese podido cambiarlo todo con sólo dar un giro al volante, mientras que tú no tienes la menor culpa, como no sea la de haber sido demasiado bueno conmigo.

Esta forma tuya habitual de presentar las cosas la considero acertada sólo en el sentido de que yo también creo que tú no tienes en absoluto la culpa de nuestro mutuo distanciamiento. Pero tampoco la tengo yo, en absoluto. Si pudiese llegar a convencerte de ello, entonces sería posible, no una nueva vida, para eso ya tenemos los dos demasiados años, pero sí una especie de paz; sería posible, no que dejaras tus incesantes reproches, pero sí que los suavizaras.

Es curioso, pero una cierta idea de lo que quiero decir sí que tienes. Así, por ejemplo, hace poco me dijiste: «Yo siempre te he querido, aunque exteriormente no haya sido contigo como suelen ser otros padres, precisamente porque no sé disimular como otros». Yo, padre, nunca he puesto en duda, en general, tu bondad para conmigo, pero esa observación no la considero acertada. Tú no sabes disimular, eso es cierto, pero sólo por ese motivo querer afirmar que los otros padres disimulan es, o bien puras ganas de no dar el brazo a torcer, y entonces no vale la pena seguir discutiendo, o bien (y de eso se trata realmente, en mi opinión) una forma velada de expresar que algo no funciona entre nosotros y que tú has contribuido, aunque sin culpa, a que así sea. Si realmente es esto lo que piensas, estamos de acuerdo.

No digo, naturalmente, que yo sea lo que soy solamente debido a tu influencia. Eso sería muy exagerado (y yo incluso tiendo a esa exageración). Es muy posible que, aunque me hubiese criado completamente fuera de tu influencia, no hubiera llegado a ser la persona que tú habrías deseado. Probablemente hubiera sido un ser débil, pusilánime, vacilante, inquieto, ni un Robert Kafka ni un Karl Hermann, pero completamente distinto del que realmente soy, y tú y yo nos habríamos entendido a las mil maravillas. Yo habría sido feliz de tenerte como amigo, como jefe, como tío, como abuelo, sí, incluso (si bien aquí ya vacilo más) como suegro. Pero justamente como padre has sido demasiado fuerte para mí, sobre todo porque mis hermanos murieron pequeños, las hermanas llegaron mucho después, y yo tuve que resistir completamente solo el primer embate y fui demasiado débil para ello.

Carta al padre: Franz Kafka

Franz Kafka. (Praga, 1883 - Austria, 1924) Escritor checo en lengua alemana. Nacido en el seno de una familia de comerciantes judíos, Franz Kafka se formó en un ambiente cultural alemán, y se doctoró en derecho. Pronto empezó a interesarse por la mística y la religión judías, que ejercieron sobre él una notable influencia y favorecieron su adhesión al sionismo.

Su proyecto de emigrar a Palestina se vio frustrado en 1917 al padecer los primeros síntomas de tuberculosis, que sería la causante de su muerte. A pesar de la enfermedad, de la hostilidad manifiesta de su familia hacia su vocación literaria, de sus cinco tentativas matrimoniales frustradas y de su empleo de burócrata en una compañía de seguros de Praga, Franz Kafka se dedicó intensamente a la literatura.

Su obra, que nos ha llegado en contra de su voluntad expresa, pues ordenó a su íntimo amigo y consejero literario Max Brod que, a su muerte, quemara todos sus manuscritos, constituye una de las cumbres de la literatura alemana y se cuenta entre las más influyentes e innovadoras del siglo XX.

En la línea de la Escuela de Praga, de la que es el miembro más destacado, la escritura de Kafka se caracteriza por una marcada vocación metafísica y una síntesis de absurdo, ironía y lucidez. Ese mundo de sueños, que describe paradójicamente con un realismo minucioso, ya se halla presente en su primera novela corta,Descripción de una lucha, que apareció parcialmente en la revista Hyperion, que dirigía Franz Blei.

En 1913, el editor Rowohlt accedió a publicar su primer libro, Meditaciones, que reunía extractos de su diario personal, pequeños fragmentos en prosa de una inquietud espiritual penetrante y un estilo profundamente innovador, a la vez lírico, dramático y melodioso. Sin embargo, el libro pasó desapercibido; los siguientes tampoco obtendrían ningún éxito, fuera de un círculo íntimo de amigos y admiradores incondicionales.

El estallido de la Primera Guerra Mundial y el fracaso de un noviazgo en el que había depositado todas sus esperanzas señalaron el inicio de una etapa creativa prolífica. Entre 1913 y 1919 Franz Kafka escribió El proceso, La metamorfosis y La condena y publicó El chófer, que incorporaría más adelante a su novela América, En la colonia penitenciaria y el volumen de relatos Un médico rural.

En 1920 abandonó su empleo, ingresó en un sanatorio y, poco tiempo después, se estableció en una casa de campo en la que escribióEl castillo; al año siguiente Kafka conoció a la escritora checa Milena Jesenska-Pollak, con la que mantuvo un breve romance y una abundante correspondencia, no publicada hasta 1952. El último año de su vida encontró en otra mujer, Dora Dymant, el gran amor que había anhelado siempre, y que le devolvió brevemente la esperanza.

La existencia atribulada y angustiosa de Kafka se refleja en el pesimismo irónico que impregna su obra, que describe, en un estilo que va desde lo fantástico de sus obras juveniles al realismo más estricto, trayectorias de las que no se consigue captar ni el principio ni el fin. Sus personajes, designados frecuentemente con una inicial (Joseph K o simplemente K), son zarandeados y amenazados por instancias ocultas. Así, el protagonista de El proceso no llegará a conocer el motivo de su condena a muerte, y el agrimensor de El castillo buscará en vano el rostro del aparato burocrático en el que pretende integrarse.

Los elementos fantásticos o absurdos, como la transformación en escarabajo del viajante de comercio Gregor Samsa en La metamorfosis, introducen en la realidad más cotidiana aquella distorsión que permite desvelar su propia y más profunda inconsistencia, un método que se ha llegado a considerar como una especial y literaria reducción al absurdo. Su originalidad irreductible y el inmenso valor literario de su obra le han valido a posteriori una posición privilegiada, casi mítica, en la literatura contemporánea.