Dulce dueño

Resumen del libro: "Dulce dueño" de

«Dulce Dueño» de Emilia Pardo Bazán se erige como el testamento literario de la autora, siendo esta su última novela extensa y destacando por el singular abordaje del tema del amor. La trama se desenvuelve con claridad y contundencia al explorar la búsqueda de la felicidad, centrándose en el concepto del Amor Ideal como el objeto capaz de satisfacer plenamente los anhelos del corazón humano. La estructura de la novela revela la intención de la autora de despejar cualquier incógnita sobre el resultado de esta búsqueda desde el inicio, ofreciendo una perspectiva clara y directa.

Emilia Pardo Bazán, reconocida como una de las figuras más destacadas del naturalismo en la literatura española, imprime en «Dulce Dueño» su sello distintivo al abordar temas universales con una profundidad psicológica única. La autora, conocida por su aguda observación de la sociedad y su capacidad para plasmar los matices de la condición humana, cierra su carrera literaria con una obra que refleja su madurez artística y su perspectiva única sobre el amor y la felicidad.

La novela, a través de su estructura narrativa, demuestra la intención de Pardo Bazán de transmitir un mensaje claro y directo sobre la búsqueda del Amor Ideal. La trama se desenvuelve sin rodeos, permitiendo al lector adentrarse de inmediato en la reflexión profunda sobre la naturaleza del amor y la felicidad. La autora no busca mantener la incertidumbre sobre el desenlace, sino más bien establecer desde el principio la premisa de la historia.

«Dulce Dueño» se revela como una obra que va más allá de la trama, siendo un testimonio literario que encapsula la visión única de Emilia Pardo Bazán sobre la condición humana y el anhelo universal de encontrar la felicidad a través del Amor Ideal. Con su estilo literario característico, la autora ofrece a los lectores una experiencia enriquecedora que combina la agudeza psicológica con la reflexión filosófica, marcando así un cierre significativo en la trayectoria literaria de una de las escritoras más influyentes de su tiempo.

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– I –

Escuchad

Fuera, llueve: lluvia blanda, primaveral. No es tristeza lo que fluye del cielo; antes bien, la hilaridad de un juego de aguas pulverizándose con refrescante goteo menudo. Dentro, en la paz de una velada de pueblo tranquilo, se intensifica la sensación de calmoso bienestar, de tiempo sobrante, bajo la luz de la lámpara, que proyecta sobre el hule de la mesa un redondel anaranjado.

La claridad da de lleno en un objeto maravilloso. Es una placa cuadrilonga de unos diez centímetros de altura. En relieve, campea destacándose una figurita de mujer, ataviada con elegancia fastuosa, a la moda del siglo XV. Cara y manos son de esmalte; el ropaje, de oros cincelados y también esmaltados, se incrusta de minúsculas gemas, de pedrería refulgente y diminuta como puntas de alfiler. En la túnica, traslucen con vítreo reflejo los carmesíes; en el manto, los verdes de esmaragdita. Tendido el cabello color de miel por los hombros, rodea la cabeza diadema de diamantillos, solo visibles por la chispa de luz que lanzan. La mano derecha de la figurita descansa en una rueda de oro obscuro, erizada de puntas, como el lomo de un pez de aletas erectas. Detrás, una arquitectura de finísimas columnas y capitelicos áureos.

En sillones forrados de yute desteñido, ocupan puesto alrededor de la mesa tres personas. Una mujer, joven, pelinegra, envuelta en el crespón inglés de los lutos rigurosos. Un vejezuelo vivaracho, seco como una nuez. Un sacerdote cincuentón, relleno, con sotana de mucho reluz, tersa sobre el esternón bombeado.

—¿Leo o no la historia? —urge el eclesiástico, agitando un rollo de papel.

—La patraña —critica el seglar.

—La leyenda —corrige la enlutada—. Cuanto antes, señor magistral. Deseando estoy saber algo de mi patrona.

—Pues lo sabrás… Es decir, en estos asuntos, ya se te alcanza que las noticias rigurosamente históricas no son copiosas. Hay que emitir alguna suposición, siempre razonada, en los puntos dudosos. Yo someto mi trabajo a la decisión de nuestra Santa Madre la Iglesia. Vamos, la sometería si hubiese de publicar. Aquí entre nosotros, aunque adorne un poco… En no alterando la esencia… Y saltaré mucho, evitando prolijidades. Y a veces no leeré; conversaremos.

La pelinegra se recostó y entornó los ojos para escuchar recogida. El vejete, en señal de superioridad, encendió un cigarrillo. El canónigo rompió a leer. Tenía la voz pastosa, de registros graves. Tal vez al transcribir aquí su lección se deslicen en ella bastantes arrequives de sentimiento o de estética que el autor reprobaría.

«Catalina nació hija de un tirano, en Alejandría de Egipto. No está claro quién era este tirano, llamado Costo. Es preciso recordar que después del asedio y espantosa debelación de la ciudad por Diocleciano el Perseguidor, que ordenó a sus soldados no cejar en la matanza hasta que al corcel del César le llegase la sangre a las corvas, vino un período de anarquía en que brotaron a docenas régulos y tiranuelos, y hubo, por ejemplo, un cierto Firmo, traficante en papiros, que se atrevió a batir moneda con su efigie…».

Interrupción del vejezuelo.

—Para usted, Carranza, el caso es que el cuento revista aire de autenticidad…

—Déjenle oír, amigo Polilla… —suplicó la de los fúnebres crespones—. Sin un poco de ambiente, no cabe situar un personaje histórico.

—¡Bah! Este personaje no es…

—¡Silencio!

«Alejandría, por entonces, fue el punto en que el paganismo se hizo fuerte contra las ideas nuevas. Porque el paganismo no se defendía tan solo martirizando y matando cristianos; hasta los espíritus cultos de aquella época dudaban de la eficacia de una represión tan atroz. Acaso fuese doblemente certero desmenuzar las creencias y los dogmas, burlarse de ellos, inficionarlos y desintegrarlos con herejías, sofismas y malicias filosóficas…».

Inciso.

—La estrategia de nuestro buen amigo don Antón…

Polilla se engalló, satisfecho de ser peligroso.

«No ignoran ustedes los anales de aquella ciudad singularísima, desde que la fundó Alejandro dándole la forma de la clámide macedonia hasta que la arrasó Omar. Olvidado tendrán ustedes de puro sabido que el primer rey de la dinastía Lagida, aquel Tolomeo Sotero, tan dispuesto para todo, al instituir la célebre Escuela, hizo de Alejandría el foco de la cultura. Decadente o no, en el mundo antiguo la Escuela resplandece. La hegemonía alejandrina duró más que la de Atenas; y si bajo la dominación romana sus pensadores se convirtieron en sofistas, tal fenómeno se ha podido observar igualmente en otras escuelas y en otros países.

»Bajo Domiciano empezó a insinuarse en Alejandría el cristianismo. Notose que bastantes mujeres nobles, que antes reían a carcajadas en los festines, ahora se cubrían los cabellos con un velo de lana y bajaban los ojos al cruzar por delante de estatuas… así… algo impúdicas…».

—Vamos, las primeras beatas… —picoteó Polilla.

«Es el caso de griegos y judíos —hiló el magistral— andaban, en Alejandría, a la greña continuamente. Con el advenimiento de los cristianos se complicó el asunto. La confusión de sectas y teologías hízose formidable. Allí se adoraba ya a Jehová o Jahveh, a la Afrodita, llamada por los egipcios Hathor, al buey Apis y a Serapis, que según el emperador Adriano no era otra cosa sino un emblema de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, bajo su verdadero nombre, empezó a ser esperanza y luz de las gentes. Y en Alejandría, además de la persecución pagana, surgió la persecución egipcia, y el pueblo fanatizado degolló a muchos cristianos infelices…».

—¿Eeeh? —satirizó don Antón.

—¡Digo, felicísimos!

«Diocleciano, que parece el más perseguidor de los Césares, tenía sus artes de político, y en Egipto no quería meterse con los dioses locales. Al ver la impopularidad de los cristianos, les sentó mano fuerte. En tal época, cuando el cristianismo aún suscitaba odio y desprecio, despunta la personalidad de Catalina.

»Esta mujer es de su tiempo, y en otro siglo no se concibe. Y su tiempo era de pedantería y de cejas quemadas a la luz de la lámpara. En Egipto, las mujeres se dedicaban al estudio como los hombres, y hubo reinas y poetisas notables, como la que compuso el célebre himno al canto de la estatua de Memnon. No extrañemos que Catalina profundizase ciencias y letras. En cuanto a su físico, es de suponer, que, siendo de helénica estirpe (el nombre lo indica), no se pareciese a las amarillentas egipcias, de ojos sesgos y pelo encrespado.

»Se educó entre delicias y mimos, en pie de princesa altanera, entendida y desdeñosa. Llegó la hora en que parecía natural que tomase estado, y se fijó en la cohorte de los mozos ilustres de Alejandría, que todos bebían por ella los vientos. Fueron presentándose, y al uno por soso, y al otro por desaliñado, y a este por partidario del zumo parral, y a aquel por corrompido y amigo de las daifas, y al de la derecha por afeminado, y al de la izquierda por tener el pie mal modelado y la pierna tortuosa, a todos por ignorantes y nada frecuentadores del Serapión y de la Biblioteca, les fue dando, como diríamos hoy, calabazas…

»Con esto se ganó renombre de orgullosa, y se convino en que, bajo las magnificencias de su corpiño, no latía un corazón. Sin duda Catalina no era capaz de otro amor que el propio; y solo a sí misma, y ni aun a los dioses, consagraba culto.

»Algo tenía de verdad esta opinión, difundida por el despecho de los procos o pretendientes de la princesa. Catalina, persuadida de las superioridades que atesoraba, prefería aislarse y cultivar su espíritu y acicalar su cuerpo, que entregar tantos tesoros a profanas manos. Su existencia tenía la intensidad y la amplitud de las existencias antiguas, cuando muy pocos poderosos concentraban en sí la fuerza de la riqueza, y por contraste con la miseria del pueblo y la sumisión de los esclavos, era más estético el goce de tantos bienes. Habitaba Catalina un palacio construido con mármoles venidos de Jonia, cercado de jardines y refrescado por la virazón del puerto. Las terrazas de los jardines se escalonaban salpicadas de fuentes, pobladas de flores odoríferas traídas de los valles de Galilea y de las regiones del Ática, y exornadas por vasos artísticos robados en ciudades saqueadas, o comprados a los patricios que, arruinándose en Roma, no podían sostener sus villas de la Campania y de Sorrento. Para amueblar el palacio se habían encargado a Judea y Tiro operarios diestros en tallar el cedro viejo y tornear el marfil e incrustar la plata y el bronce, y de Italia, pintores que sabían decorar paredes al fresco y encáustico. Y la princesa, deseosa de imprimir un sello original a su morada, de distinguir su lujo de los demás lujos, buscó los objetos únicos y singulares, e hizo que su padre enviase viajeros o le trajese en sus propios periplos rarezas y obras maestras de pintura y escultura, joyas extrañas que pertenecieron a reinas de países bárbaros, y trozos de ágata arborescente en que un helecho parecía extender sus ramas o una selva en miniatura espesar sus frondas…».

«Dulce dueño» de Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán. Escritora y periodista española, es considerada como una de las novelistas clave en el realismo y el naturalismo español del siglo XIX y principios del XX. De familia noble, Pardo Bazán recibió una esmerada educación en su Galicia natal y, tras contraer matrimonio, se instaló en Madrid durante unos pocos años antes de viajar por toda Europa donde la escritora completó su formación en varios idiomas.

Tras el nacimiento de su primera hija, la escritora publicó su primera obra, Pascual López (1879), a la que siguieron Un viaje de novios o La tribuna, en la que ya se puede apreciar la influencia del movimiento naturalista.

Sus ensayos sobre literatura, en los que analizaba, por ejemplo, la obra de Zola, fueron publicados en un sólo volumen que provocó gran polémica y que estuvo a punto de acabar con su matrimonio, cosa que sucedió a los pocos años.

Pardo Bazán inició una relación con Benito Pérez Galdós, también escritor naturalista, aunque ambos mantuvieron con obras como Insolación o La prueba una tendencia cercana al cristianismo y al conservadurismo, elemento diferencial respecto al mismo movimiento en países como Francia.

De su obra ensayística habría que destacar obras como La cuestión palpitante, Polémicas y estudios literarios y La literatura francesa moderna.

Pardo Bazán se mostró muy activa para combatir el sexismo existente entre las élites intelectuales españolas de la época, fundando en 1892 La Biblioteca de la Mujer y proponiendo a otras escritoras para ocupar puestos en la RAE.

Emilia Pardo Bazán murió en Madrid el 12 de mayo de 1921.