El espía

Resumen del libro: "El espía" de

El espía es una novela histórica de James Fenimore Cooper, publicada en 1821. Ambientada durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos, narra las aventuras de Harvey Birch, un espía al servicio de George Washington, que se infiltra entre los leales a la corona británica para obtener información valiosa. La novela combina elementos de intriga, romance y acción, y presenta una visión realista y compleja de la época y los personajes.

La novela se divide en cuatro partes, cada una con un escenario y un conflicto diferente. En la primera parte, Birch se refugia en la casa de una familia neutral, los Wharton, donde conoce a Frances, la hija menor, que se siente atraída por él. También se encuentra con el mayor Henry Wharton, el hijo mayor, que es un oficial británico que ha venido a visitar a su familia disfrazado. Birch lo ayuda a escapar de una patrulla americana que lo descubre y lo arresta. En la segunda parte, Birch se une a un grupo de milicianos liderados por el capitán Lawton, que lo reclutan como guía. Juntos participan en varias escaramuzas contra los británicos y sus aliados indios. Birch demuestra su valor y su astucia, pero también despierta las sospechas de algunos de sus compañeros, que lo acusan de ser un traidor. En la tercera parte, Birch se reencuentra con los Wharton en una posada, donde también se aloja el general Skinner, un espía británico que conoce la verdadera identidad de Birch. Skinner intenta capturar a Birch para entregarlo a los británicos, pero este logra huir con la ayuda de Frances. En la cuarta y última parte, Birch se dirige al cuartel general de Washington para entregarle unos documentos importantes. En el camino se enfrenta a varios peligros y obstáculos, y finalmente llega a su destino. Allí recibe el reconocimiento y la gratitud de Washington, que le ofrece una recompensa por sus servicios. Birch rechaza el dinero y pide solo un salvoconducto para retirarse a una vida tranquila.

El espía es una obra pionera en el género de la novela histórica americana, y fue un gran éxito tanto en Estados Unidos como en Europa. Cooper se inspiró en hechos y personajes reales, pero también usó su imaginación y su talento literario para crear una historia apasionante y verosímil. El personaje de Harvey Birch es uno de los más memorables de la literatura americana, y representa el ideal del héroe modesto y patriota. La novela también ofrece una reflexión sobre los dilemas morales y políticos de la guerra, y sobre el papel del espionaje en la historia.

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PREFACIO

«¿Habrá un hombre de alma lo bastante insensible para no haberse dicho alguna vez: Este es mi país, la tierra donde nací?»

Sir Walter Scott.

Son muchas las razones que aconsejan a un americano que va a escribir una novela, que elija como escenario a su tierra; pero son muchas más las que le disuaden. Comenzando por el pro, se trata de un camino nuevo, sin frecuentar todavía, y que por lo mismo tendrá, cuando menos, el encanto de la novedad. Hasta hoy, entre las nuestras, sólo una pluma de cierta fama se ha ocupado del género; y como ese autor ha muerto, y la aprobación o la censura del público ya no pueden alentar sus esperanzas ni despertar sus temores, sus compatriotas han comenzado a reconocerle méritos. Pero esta consideración se incluiría mejor entre las razones contra, y hemos olvidado que ahora estamos examinando las razones pro.

Es posible que la singularidad de esa circunstancia atraiga la atención de los extranjeros sobre la obra, pues nuestra literatura es como nuestro vino, que gana mucho viajando. Además, el ardiente patriotismo de nuestro pueblo garantiza la venta de las más modestas producciones que se ocupan de un tema nacional. Así lo demostrará muy pronto —tenemos la más profunda convicción— el libro de entradas y salidas de nuestro editor. ¡Quiera el cielo que esto no sea, como la novela, sólo una ficción! Por último, es razonable suponer que a un escritor le resultará más fácil trazar personajes y describir escenarios que ha contemplado continuamente, que pintar países por los que sólo pasó de largo.

Veamos ahora el contra, comenzando por refutar los argumentos en favor de la medida. Es cierto que, hasta hoy, sólo hubo un escritor de ese género; pero el candidato que aspire a los mismos honores literarios será comparado a ese único modelo y, desgraciadamente, nunca se elegirá al rival. Después, aunque los críticos pidan —y lo hacen con insistencia— novelas que describan las costumbres americanas, mucho nos tememos que se refieren a las costumbres de los indios. Y temblamos ante la idea de que un paladar que se encanta con la escena de Edgar Huntly en donde aparece un americano, un salvaje, un gato y un tonahawk —de un modo que nunca pudo suceder—, digiera unas descripciones en que el amor es sólo una pasión brutal, y el patriotismo un comercio. Y que, además, pintan hombres y mujeres que no llevan lana en la cabeza: observación que, así lo esperamos, no sublevará a nuestro buen amigo César Thompson, personaje sin duda muy conocido de los que lean esta introducción. Pues sólo se ponen los ojos en un prefacio cuando no se pudo adivinar, leyendo la obra, lo que el autor quiso decir.

En cuanto a la esperanza de encontrar apoyo en el carácter nacional, hemos de confesar, casi con rubor, que la opinión de los extranjeros sobre nuestro patriotismo está mucho más cerca de la verdad de lo que fingimos creer en las anteriores líneas. Por último, ¿hay tantas razones para situar el escenario en América? Nos tememos que los lectores conozcan sus casas mejor que nosotros mismos, y esa misma familiaridad engendrará necesariamente el menosprecio. Además, si cometemos algún error, todo el mundo podrá advertirlo.

Después de considerarlo todo, nos parece que la luna sería el lugar más conveniente para situar una novela moderna fashionable, porque entonces sólo un número muy reducido de personas podría discutir la fidelidad de los retratos; y si llegamos a averiguar los nombres de algunos lugares famosos de ese planeta, sin duda hubiésemos intentado la prueba. Verdad es que, cuando comunicamos esta idea al modelo de nuestro amigo César, declaró rotundamente que no continuarla posando si su retrato era llevado a regiones tan paganas. Discutimos los prejuicios del negro con mucha insistencia, hasta descubrir que él sospechaba que la Luna estaba situada en cierto lugar de Guinea, y que tenía del astro nocturno casi la opinión que los europeos tienen de nuestro país: que no es una residencia conveniente para un hombre que se respete a sí mismo.

Sin embargo, hay otra clase de críticos cuyos elogios ambicionamos más, pero de los que esperamos recibir mayores censuras: nos referimos a nuestras bellas compatriotas. Hay personas lo bastante atrevidas para decir que las mujeres aman lo nuevo, opinión que nos abstendremos de discutir, por consideración a nuestra buena fama. Lo cierto es que la mujer es toda sensibilidad, y que esa sensibilidad sólo puede alimentarse con la imaginación; y esas cabezas novelescas necesitan castillos rodeados de fosos, puentes levadizos y una naturaleza de corte clásico. Los sinos más artificiales de una existencia tienen un especial encanto para ellas, y más de una opina que el mayor mérito de un hombre reside en elevarse a lo más alto de la escala social. Por eso más de un lacayo francés, un barbero holandés o un sastre británico deben sus cartas de nobleza a la credulidad de las bellas americanas. Muchas veces vimos a algunas, arrebatadas por una especie de vértigo, en medio del torbellino causado por el paso de uno de esos meteoros aristocráticos.

A decir verdad, está probado que una novela en que aparece un lord, vale doble qué otra en donde no aparece ninguno. Y eso incluso para el sexo más noble: quiero decir para nosotros, los hombres. La caridad nos impide decir que algunos comparten los deseos del otro sexo: atraerse las miradas del favor real; y, sobre todo, nos guardaremos mucho de insinuar que tal deseo suele ser proporcional a la violencia con que denigran las instituciones de sus antepasados. Los sentimientos del hombre siempre reaccionan como el zorro de Esopo: sólo dicen que las uvas están verdes cuando desesperan de alcanzarlas.

Con todo, no tenemos la intención de lanzar un guante a nuestras hermosas compatriotas, ya que sólo sus opiniones decidirán nuestro fracaso o nuestro triunfo. Pero diremos que no hemos puesto en la novela castillos ni lores, porque no los hay en nuestra tierra. Desde luego, sí oímos decir que un señor vivía a cincuenta millas de nuestra casa, y recorrimos tan largo trayecto para verle y tomarlo como modelo de nuestro héroe; pero cuando llevamos su retrato al diablillo de Fanny, nos aseguró que no lo quería aunque fuese un rey. Entonces fuimos cien millas más lejos, para contemplar un famoso castillo que hay en el Este; pero, con gran sorpresa nuestra, le faltaban tantos cristales y era, en todos los aspectos, un lugar tan poco habitable, que hubiera sido un cargo de conciencia alojar en él a una familia durante los fríos del invierno. Resumiendo, nos vimos obligados a dejar que la niña de los rubios cabellos escogiera a su pretendiente, y a alojar a los Wharton en un cottage cómodo, aunque sin pretensiones. Repetimos que no pretendemos injuriar a las bellas: después de nosotros mismos, de nuestro libro, de nuestro dinero y de algunos otros objetos, ellas son lo que más nos gusta. Sabemos también que son las mejores criaturas del mundo, y por su amor quisiéramos ser lord y poseer un magnífico castillo.

No afirmamos rotundamente que toda nuestra historia sea verdadera, pero podemos decirlo de gran parte de ella. Sí estamos seguros de que todas las pasiones que se describen en el libro han existido y existen todavía, lo cual es más de lo que suelen encontrar habitualmente los lectores. Yendo más lejos todavía, diremos dónde han tenido lugar: en el condado de West Chester de la isla de New York, uno de los Estados Unidos de América. Esa hermosa región del globo desde la que enviamos nuestros mejores saludos a quienes lean nuestra novela, y nuestra mejor amistad a quienes la compren.

New York, 1822.

James Fenimore Cooper. (1789-1851), el maestro literario nacido en Burlington, Nueva Jersey, tejía epopeyas de la vida pionera en la vastedad de la América del siglo XIX. Su pluma danzaba entre las páginas de ocho aventuras inmortales, donde exploraba el épico enfrentamiento entre colonos y pieles rojas. Entre sus gemas literarias destellan "Los pioneros" (1823), "El último mohicano" (1826), "La pradera" (1827), "El trampero" (1840) y "El cazador de ciervos" (1841).

Cooper, anclado en la serena Cooperstown, forjó una conexión indisoluble con la tierra que su padre, William Cooper, moldeó. Esta ciudad, un legado familiar, se convirtió en el telón de fondo donde las palabras del autor resonaban con la autenticidad de la experiencia. Su corazón, enraizado en la Iglesia episcopal, encontró eco en donaciones caritativas a la causa.

Antes de desplegar su talento literario, Cooper navegó las aguas como guardiamarina en la marina estadounidense, un capítulo que inflamaría sus historias de salitre y olas. Expulsado de Yale por su espíritu indómito, el autor buscó en el vasto océano de la experiencia humana la musa para su pluma.

"El espía" (1821), un intrigante ballet de contraespionaje enmarcado en la Guerra de Independencia, le otorgó el primer destello de reconocimiento. Sin embargo, fue en los mares donde también halló su voz literaria, tejiendo historias que resonarían en los anales de la literatura naval.

El alma de Cooper halló su resplandor definitivo en las "Leatherstocking Tales" (Historias de las medias de cuero), donde exploró la frontera y los enfrentamientos con los nativos americanos. Entre estas, "El último mohicano" destila la esencia romántica de su genio, destacándose como la obra cumbre que perdura en la memoria colectiva. James Fenimore Cooper, el artesano de la epopeya americana, dejó un legado que perdura, capturando la esencia de una era en cada palabra impresa.