El hombre que despertó en el futuro

Resumen del libro: "El hombre que despertó en el futuro" de

Norman Winters dormía profundamente de cinco mil en cinco mil años. Pero ¿en qué mundo despertó?. 5.000 d. de J.C. La humanidad se tambaleaba intentando salvarse entre las ruinas sucias y estancadas del mundo tras la larga Era del Despilfarro. 10.000 d. de J.C. El mundo gobernado por el Cerebro la máquina inexorable que lo sabe todo lo ve todo y no siente nada. 15.000 d. de J.C. Una vida insoportable ante la cual los humanos programan sus sueños que desean y pasan la vida durmiendo. 20.000 d. de J.C. Después de la Era de la Libertad llegó la Era del Libertinaje. Y luego la aterradora Era de la Anarquía. 25.000 d. de J.C. Por fin la humanidad descubre el secreto buscado a través de milenios. Pero la gloria ¿a qué precio?

Libro Impreso

LIBRO PRIMERO – EL PUEBLO DE LOS BOSQUES

1 – Banquero desaparecido

Los periódicos se ocuparon del caso durante todo el mes de septiembre. Las noticias llegaban de puntos tan dispares como Venezuela o Montecarlo: «Localizado el banquero desaparecido». Pero siempre resultaban erróneas. Por último, la desaparición de Norman Winters quedó como uno de aquellos misterios que sólo pueden resolver esos grandes detectives que son el Tiempo y la Casualidad. Sus datos personales fueron difundidos del uno al otro confín del mundo civilizado: estatura, un metro setenta y ocho; descripción, cabello castaño, ojos color gris oscuro, nariz aguileña, piel blanca; cuarenta y seis años; aficiones, historia y biología; señas particulares, un pequeño lunar al borde de la ventana derecha de la nariz.

Su hijo no pudo dedicar mucho tiempo a la búsqueda, pues un mes antes de su desaparición Winters se había retirado prácticamente de los negocios, dejándolos en las capaces manos de aquél. No había ningún indicio en cuanto a sus motivos, porque carecía absolutamente de enemigos y disponía de todo el dinero necesario para satisfacer sus inclinaciones científicas. En octubre, sólo la generosamente pagada agencia de detectives que había contratado su hijo se acordaba del hombre desaparecido. Aquel año la nieve llegó temprana al suburbio de Westchester donde estaba sita la residencia de Winters, cubriendo la tierra con su manto blanco. En las colinas de la otra orilla del Hudson, los osos dormían el sueño invernal en sus madrigueras, debajo de la tierra y el hielo.

En el estanque de la propiedad, los sapos habían desaparecido para ocultarse bajo el barro del fondo: un milagro de hibernación, un desafío a la agudeza de los biólogos. El mundo siguió ocupándose de sus asuntos invernales y se desentendió del banquero desaparecido. Y, sin embargo, les habría bastado fijarse en los sapos… o en los osos, para tener una pista.

Pero el verdadero escondite de Norman Winters era aún más extraño. Yacía quince metros bajo la helada tierra, en una cámara cuya anchura era de tres metros y medio, hecho un ovillo entre suaves edredones apilados hasta un metro y medio de espesor, con los ojos cerrados. Vivía en la oscuridad de la noche eterna y en el silencio absoluto. Durante todo el mes de octubre su corazón latió lenta y levemente y, si alguien hubiera entrado con una luz, habría observado que su pecho subía y bajaba de vez en cuando. En noviembre, incluso esos indicios de vida cesaron y la figura quedó inmóvil.

Transcurrieron semanas y la nieve se derritió. Los osos salieron hambrientos de sus cuarteles de invierno y se dispusieron a restaurar sus carnes enflaquecidas. Los sapos regresaron con las primeras noches cálidas de la primavera, tan melodiosos para los amantes de la naturaleza como odiosos para las personas de sueño ligero.

Pero Norman Winters no despertó de su sueño a estos anuncios primaverales. Su cuerpo yacía inmóvil; con la inmovilidad de la muerte y sus rasgos tenían una palidez de cera. No se había iniciado la descomposición, y los tejidos estaban turgentes y frescos. Las heladas no llegaban a tan gran profundidad. Pero la temperatura que reinaba en la cámara no se explicaba por este solo hecho. En efecto, una caja cerrada situada en un rincón había irradiado durante todo el invierno una determinada cantidad de calorías. Por la pared de la cámara descendía una gruesa cañería de plomo procedente de un conducto tallado en la roca, hasta llegar a dicha caja cerrada. Otra tubería similar salía de ésta y desaparecía en el suelo. Sobre la caja había un cuadrante, a primera vista parecido a la esfera de un reloj. Su escala, expresada en millares, tenía cien divisiones, y el índice apuntaba un poco por debajo de la correspondiente al dos mil.

Dos hilos de platino iban desde la caja hasta la figura inmóvil entre el rimero de edredones, conectados a dos bandas de oro: una que ceñía una muñeca, y la otra el tobillo del lado opuesto. Más allá, una especie de armario empotrado en la roca, cerrado y misterioso como todo lo que contenía aquella cámara. Pero allí no había luz que permitiera ver todo esto, sólo oscuridad, la negrura de la noche eterna, la ciega y sofocante oscuridad de los sepulcros. La luz, fuente de vida y alegría estaba desterrada de aquel lugar. Un forro de plomo inalterable aprisionaba el aire; el polvo en suspensión se había precipitado a los pocos días, cosa que nunca ocurre en la atmósfera de nuestro mundo, dejando la de la cámara tan pura e inmóvil y tan estéril como un cristal. Porque sin cambio y movimiento, no puede haber vida. En el aire flotaba un débil olor a desinfectante, como si las bacterias tampoco estuviesen toleradas en aquel lugar de muerte.

Al cabo del primer mes. Vincent Winters (el hijo del hombre desaparecido) efectuó un detenido análisis de todos los hechos y posibles pistas que los detectives habían logrado reunir en cuanto a la desaparición de su padre. No aclaraban nada. El viernes, ocho de septiembre, su padre había pasado la jornada en su residencia, había cenado solo, leyó un rato en la biblioteca, escribió una o dos cartas y se retiró temprano a su dormitorio. La mañana siguiente, no bajó para desayunar. Dibbs, el mayordomo, después de echar un vistazo a la alcoba, dijo que el señor no había dormido en su cama. Naturalmente, los criados fueron sometidos a un minucioso interrogatorio, aunque su honradez excluía prácticamente toda sospecha. Tan sólo uno, el más antiguo y leal de todos, se comportó y respondió a las preguntas de un modo que despertó la curiosidad de Vincent Winters. Se trataba de Carstairs, el jardinero, un inglés alto y desgarbado, de rostro alargado y melancólico. Llevaba veinte años al servicio del señor Winters.

La noche de aquel viernes, cerca de las doce, había sido visto entrando en su cabaña con dos palas al hombro; este detalle en sí mismo tal vez no fuese una circunstancia acusatoria, pero la explicación carecía de verosimilitud. Dijo que había estado cavando en el jardín.

—Pero, Carstairs, ¿por qué con dos palas? —preguntó Vincent por centésima vez.

Recibió la misma respuesta invariable:

—Se me olvidó dónde había dejado la primera, regresé y cogí otra, y al volver con ella encontré la primera.

Vincent se puso en pie, intranquilo.

—Vamos, enséñeme el sitio donde estaba cavando —dijo. Carstairs palideció un poco y meneó la cabeza—. ¡Pero hombre! ¿Se niega a obedecerme?

—Lo siento, señor Vincent. Sí, debo negarme a mostrarle eso. —Hubo un breve silencio. Vincent suspiró.

—Bien, Carstairs, no me deja otra alternativa. Usted es casi una institución en esta casa; mis recuerdos infantiles están poblados de imágenes de su persona. Pero es mi deber entregarle a la policía —miró con dureza al viejo servidor.

El hombre pareció muy sorprendido y abrió la boca como para hablar, pero volvió a cerrarla con obstinación verdaderamente británica. No habló hasta que Vincent se volvió y descolgó el teléfono.

—No lo haga, señor Vincent.

Vincent se volvió en su asiento para mirarlo, con el receptor en la mano.

—No puedo enseñarle el sitio donde estaba cavando, porque el señor Winters me ordenó que no se lo dijera a nadie.

—¡No pensará que me voy a creer eso!

—Entonces, ¿insiste?

—¡Absolutamente!

—No tengo otra alternativa. Me ordenó que le dijera a usted estas palabras, en caso de absoluta necesidad: «El metabolismo, de Steubenaur».

—¡Diantre! ¿Qué significa eso?

—No fui informado, señor.

—¿Es decir, que mi padre le dio esas instrucciones, por si recaían sobre usted sospechas en cuanto a… ¡ejem…! una intervención de usted en su desaparición?

El jardinero asintió en silencio.

—¡Hum! Lo que ha dicho parece el título de un libro…

Vincent fue a la biblioteca y consultó el bien ordenado catálogo. Allí estaba el libro, un viejo volumen encuadernado en piel de color castaño; correspondía a la sección de biología. Mientras Vincent lo abría con curiosidad, cayó al suelo un sobre. Lo recogió precipitadamente y descubrió que venía dirigido a él mismo. La letra era de su padre. Lo abrió con dedos temblorosos, impaciente, ya continuación leyó:

El hombre que despertó en el futuro – Laurence Manning

Laurence Manning. Escritor canadiense, fue conocido por sus relatos y novelas de ciencia ficción, publicando en numerosas revistas de tipo pulp, como Wonder Stories. El hombre que despertó en el futuro -que fue publicada originalmente en forma de serial- es quizás su obra más conocida en castellano.