En busca del tiempo perdido III

El mundo de Guermantes

Resumen del libro: "El mundo de Guermantes" de

Tercera parte de En busca del tiempo perdido. Obra cumbre de la literatura del siglo XX. La integración, por fin, en el anhelado espacio de los Guermantes tiene lugar en París, donde el narrador logra instalarse en una dependencia de la residencia de los aristócratas. Ahora, su inquieta pasión amorosa le ha llevado a poner los ojos en la duquesa, un ideal inalcanzable al que, pese a todo, sigue hasta su retiro de Doncières, donde se halla prestando su servicio militar el joven Robert de Saint-Loup. A partir de aquí, los acontecimientos se suceden vertiginosamente en la memoria del narrador, que entabla amistad con la actriz Rachel (amante de Robert), pierde a su abuela materna y se enamora de Albertine, una de las «muchachas en flor». Por aquel tiempo (en el que acude con asiduidad al elegante salón de Mme. de Villeparisis), el protagonista descubre la condición de homosexual del barón de Charlus.

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Primera parte

El piar matinal de los pájaros le parecía insípido a Francisca. Cada palabra de las chicas la hacía sobresaltarse; molesta por todos sus pasos, interrogábase a cuenta de ellos; es que nos habíamos mudado de casa. Verdad es que las criadas no bullían menos en el sexto de nuestra antigua morada; pero Francisca las conocía; había hecho de sus idas y venidas cosas amigas. Ahora prestaba hasta al silencio una atención dolorosa. Y como nuestro nuevo barrio parecía tan tranquilo como ruidoso era el bulevar a que hasta entonces había dado nuestra casa, la canción (distinta de lejos, cuando es débil, como un motivo de orquesta) de un hombre que pasaba hacía acudir las lágrimas a los ojos de la desterrada Francisca. Así, si me había burlado de ella, que, afligida por haber tenido que dejar un inmueble donde era uno tan bien mirado por todo el mundo y en el que ella había hecho sus maletas llorando, según los ritos de Combray, y declarando superior a todas las casas posibles la que había sido la nuestra, en desquite, yo, que asimilaba tan fácilmente las cosas nuevas como abandonaba fácilmente las antiguas, me reconcilié con nuestra vieja criada cuando vi que la instalación en una casa en que no había recibido del portero, que aún no nos conocía, las muestras de consideración necesarias para su buena nutrición moral, la había sumido en un estado próximo a la extenuación. Sólo ella podía comprenderme; no hubiera sido, evidentemente, su joven lacayo quien me comprendiese; para él, que tenía de Combray lo menos posible, mudarse de casa, irse a vivir a otro barrio, venía a ser como tomarse unas vacaciones en que la novedad de las cosas daba el mismo reposo que si se hubiera viajado; creía estar en el campo, y un catarro de cabeza le trajo, como un aire pillado en un vagón en que cierra mal el cristal de la ventanilla, la impresión deliciosa de que había visto el campo; a cada estornudo se congratulaba de haber encontrado una colocación tan distinguida, habiendo como había deseado siempre tener unos señores que viajasen mucho. Así, sin pensar en él, yo me iba derecho a Francisca; como me había reído de sus lágrimas en una partida que a mí me había dejado indiferente, se mostró glacial respecto de mi tristeza, precisamente porque la compartía. Con la supuesta sensibilidad de los nerviosos aumenta su egoísmo; no pueden soportar por parte de los demás la exhibición del malestar a que en sí mismos prestan mayor atención cada vez. Francisca, que no dejaba pasar el más ligero de los que sentía ella, si yo sufría volvía a otro lado la cabeza por que yo no tuviese el placer de ver mi sufrimiento compadecido, ni siquiera notado. Lo mismo hizo en cuanto quise hablarle de nuestra nueva casa. Por lo demás, como al cabo de dos días hubiese tenido que ir a buscar alguna ropa que había quedado olvidada en la casa que acabábamos de dejar, mientras yo tenía aún, a consecuencia de la mudanza, temperatura, y, como una boa que acaba de tragarse un buey, me sentía penosamente abollado por un largo baúl que mi vista tenía que digerir, Francisca, con la infidelidad de las mujeres, volvió diciendo que había creído ahogarse en nuestro antiguo bulevar, que para llegar hasta él se había encontrado completamente despistada, que no había visto nunca escaleras más incómodas, que jamás volvería a vivir allí ni por un imperio, ni aunque le diesen millones —hipótesis gratuita—, que todo (es decir, lo que concernía a la cocina y a los corredores) estaba mucho mejor apañado en nuestra nueva casa. Ahora bien, es tiempo de decir que ésta —y habíamos venido a vivir a ella porque como mi abuela no se encontraba muy bien, razón que nos habíamos guardado de darle, necesitaba aire más puro— era un piso que pertenecía al hotel de Guermantes.

A la edad en que los Nombres, al ofrecernos la imagen de lo incognoscible que en ellos hemos depositado, en el momento mismo en que designan también para nosotros un lugar real, nos obligan con ello a identificar lo uno con lo otro, hasta el punto de que nos echamos a buscar en una ciudad un alma que no puede contener, pero que ya no podemos expulsar de su nombre, no es sólo que den a los pueblos y a los ríos una individualidad, como hacen las pinturas alegóricas; no es sólo el universo físico lo que matizan de diferencias, lo que pueblan de elementos maravillosos, sino también el universo social: entonces, cada castillo, cada hotel o palacio famosos tiene su dama, o su hada, como los bosques sus genios y sus divinidades las aguas. A veces, escondida en el fondo de su nombre, el hada se transforma al capricho de la vida de nuestra imaginación que la nutre; así es como la atmósfera en que la señora de Guermantes existía en mí, después de no haber sido durante años enteros más que el reflejo de un cristal de linterna mágica y de un vitral de iglesia, empezaba a apagar sus colores cuando sueños por completo diferentes la impregnaron de la espumosa humedad de los torrentes.

El hada, sin embargo, se esfuma si nos acercamos a la persona real a que corresponde su nombre, porque entonces él nombre empieza a reflejar a esa persona, y ésta no contiene nada del hada; el hada puede renacer si nos alejamos de la persona, mas si permanecemos cerca de ésta, el hada se muere definitivamente y con ella el nombre, como aquella familia de Lusignan que había de extinguirse el día en que desapareciese el hada Melusina. Entonces el Nombre bajo cuyos sucesivos revocos podríamos acabar por encontrar de nuevo en su origen el hermoso retrato de una extraña a quien jamás hayamos conocido ya no es sino la simple tarjeta fotográfica de identidad a la que nos referimos para saber si conocemos, si debemos saludar o no a una persona que pasa. Pero que una sensación de un año pretérito —como esos instrumentos musicales registradores que conservan el son y el estilo de los diferentes artistas que los han tañido— permita a nuestra memoria que nos haga oír el nombre con el timbre particular que entonces tenía para nuestro oído ese nombre que en apariencia no ha cambiado, y sentimos la distancia que separa entre sí a los sueños que significaron sucesivamente para nosotros sus sílabas idénticas. Por un instante, del gorjear nuevamente oído que tenía en tal antigua primavera, podemos extraer, como de los tubitos de que se sirve uno para pintar, el matiz exacto, olvidado, misterioso y fresco de los días que habíamos creído recordar cuando, como los malos pintores, dábamos a todo nuestro pasado extendido sobre un mismo lienzo los tonos convencionales y de unánime semejanza de la memoria voluntaria. Ahora bien, por el contrario, cada uno de los momentos que lo compusieron empleaba, para una creación original, en una armonía única, los colores de entonces que ya no conocemos y que, por ejemplo, me arrebatan todavía súbitamente si, gracias a una casualidad, el nombre de Guermantes, al haber recuperado por un instante después de tantos años el son, tan diferente al de hoy, que tenía para mí el día de la boda de la señorita de Percepied, me devuelve aquel malva tan suave, demasiado brillante, demasiado nuevo, con que se aterciopelaba la abultada corbata de la duquesita y, como una pervinca inaprehensible y reflorecida, sus ojos soleados por una sonrisa azul. Y el nombre de Guermantes de entonces es también como uno de esos globitos en que se ha encerrado oxígeno o algún otro gas: cuando llego a agujerearlo, a hacer salir de él lo que contiene, respiro el aire de Combray de aquel año, de aquel día, mezclado a un olor de espinos blancos agitados por el viento del ángulo de la plaza, precursor de la lluvia, que alternativamente hacía desvanecerse al sol, le dejaba extenderse sobre el tapiz de lana roja de la sacristía y revestirlo de una carnación brillante, rosa casi, de geranio, y de esa dulzura wagneriana, por así decirlo, en la alegría, que conserva tanta nobleza a la festividad. Pero aun fuera de los raros minutos, como esos en que bruscamente sentimos que la entidad original se estremece y recobra su forma y su cinceladura en el seno de las sílabas hoy muertas, si, en el torbellino vertiginoso de la vida corriente en que ya no tienen más que un uso enteramente práctico, los nombres han perdido todo color como una peonza prismática que gira demasiado aprisa y que parece gris, en desquite, cuando, ensoñando, reflexionamos, tratamos, para volver sobre el pasado, de moderar, de suspender el movimiento perpetuo en que somos arrastrados, poco a poco volvemos a ver que aparecen de nuevo, yuxtapuestos, pero enteramente distintos unos de otros, los matices que en el curso de nuestra existencia nos presentó sucesivamente un mismo nombre.

El mundo de Guermantes – Marcel Proust

Marcel Proust. (1871-1922) fue un escritor francés conocido por su obra maestra "En busca del tiempo perdido". Nació en una familia adinerada en Auteuil, Francia, y desde una edad temprana mostró un gran interés en la literatura y las artes. Después de graduarse de la escuela secundaria, Proust estudió derecho y literatura en la Universidad de París, aunque se dedicó principalmente a la escritura. Comenzó a publicar sus primeros trabajos literarios en periódicos y revistas, y en 1896 publicó su primera novela, "Los placeres y los días".

Sin embargo, fue su obra maestra "En busca del tiempo perdido" la que lo catapultó a la fama literaria. La novela consta de siete volúmenes y fue publicada entre 1913 y 1927, después de la muerte de Proust. La obra trata temas como la memoria, el tiempo, el amor y la sociedad francesa de la época.

Proust pasó gran parte de su vida socializando en círculos literarios y artísticos en París, y su vida personal estuvo marcada por una serie de relaciones amorosas tumultuosas. También sufrió problemas de salud, incluida una enfermedad pulmonar crónica que finalmente lo llevó a su muerte en 1922, a la edad de 51 años.

Aunque "En busca del tiempo perdido" es su obra más famosa, Proust también escribió otros trabajos, incluidos ensayos y una obra de teatro. Su estilo literario es conocido por su complejidad y su capacidad para capturar la complejidad de la vida humana a través de una prosa detallada y descriptiva. Su influencia en la literatura francesa y mundial es significativa, y se le considera uno de los escritores más importantes del siglo XX.