En la niebla y otros relatos

En la niebla y otros relatos - Leonid Andréiev

Resumen del libro: "En la niebla y otros relatos" de

En estos textos cohabitan el caos, el pesimismo, la contradicción, la muerte, la soledad, el miedo, la obsesión sexual y la demencia, todo representado en paradojas psicológicas y planteamientos sobre el significado de la vida.

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En la niebla

Aquel día, desde la misma mañana, flotaba en las calles una niebla extraña e inmóvil. Era ligera y transparente, no cubría los objetos, pero todo lo que se abría paso por ella se teñía de un inquietante matiz amarillo oscuro, y el fresco rubor de las mejillas femeninas y los vivos colores de sus atavíos se veían a través de ella como a través de un velo negro: oscuros y precisos. Hacia el sur, donde, tras un manto de nubarrones, se escondía el bajo sol de noviembre, el cielo estaba claro, más claro que la tierra; hacia el norte descendía como un amplio tapiz de regular oscurecer, y junto al mismo horizonte se ponía de un negro amarillento y opaco, como si fuera de noche. Sobre su pesado fondo, los oscuros edificios parecían de un gris claro, y las dos columnas blancas a la entrada de un jardín desolado por el otoño semejaban dos blandones amarillos a la cabecera de un difunto. Los canteros del jardín también estaban hundidos y hollados por rústicos pies, y sobre sus quebrados tallos morían silenciosas en la niebla unas flores tardías de morboso brillo.

Y toda la gente que había en las calles llevaba prisa, y todos lucían sombríos y taciturnos. Lúgubre y terriblemente inquietante era aquel día espectral que jadeaba en la amarilla niebla.

El reloj del comedor ya había dado las doce; luego, brevemente, las doce y media, y el cuarto de Pável Ribakov estaba oscuro como en el crepúsculo, y todo estaba envuelto en un halo negruzco y amarillo. Por él amarilleaban, como viejo marfil, los cuadernos y los papeles desperdigados sobre la mesa, y un problema de álgebra sin resolver, en uno de ellos, con sus claros números y enigmáticas letras, parecía tan viejo, tan abandonado e innecesario, como si muchos años de tedio hubieran pasado junto a él; por el halo amarilleaba también el rostro de Pável, acostado en la cama. Tenía los brazos, fuertes y jóvenes, detrás de la cabeza y desnudos casi hasta el codo; un libro abierto, con el lomo hacia arriba, yacía sobre su pecho; sus ojos oscuros miraban tenaces los modelados del techo. En sus abigarrados y sucios tonos había algo aburrido, fastidioso y chabacano que recordaba a las decenas de personas que habían vivido en ese departamento antes de los Ribakov, y habían dormido, hablado, pensado, hecho sus cosas y estampado en todo su ajeno sello. Y esas personas le recordaban a Pável cientos de otras, maestros y compañeros, calles ruidosas y populosas por las que caminaban mujeres, y algo muy penoso y terrible para él que quería olvidar y borrar de sus pensamientos.

—Qué aburrimiento… ¡Qué a-bu-rri-mien-to! —dijo Pável, recalcando las palabras. Cerró los ojos y se estiró de tal modo que las puntas de sus botas rozaron los barrotes de la cama. Los extremos de sus pobladas cejas se fruncieron y todo su rostro se crispó en una mueca de dolor y aversión que alteró y deformó extrañamente sus facciones. Cuando las arrugas se estiraron, pudo ver que su cara era joven y bella. Y, sobre todo, bellos eran los audaces contornos de sus gruesos labios, y el hecho de no llevar encima de ellos esos bigotitos característicos en los jóvenes los hacía más puros y bonitos, como los de una jovencita.

Pero estar echado con los ojos cerrados y ver en la oscuridad de los cerrados párpados todo aquello terrible que se quiere olvidar para siempre era aún más doloroso, y los ojos de Pável se abrieron con fuerza. Su desconcertado brillo confirió a su rostro algo inquieto y senil.

—¡Soy un pobre muchacho! ¡Soy un pobre muchacho! —se lamentó de sí mismo en voz alta, y volvió los ojos hacia la ventana, buscando con avidez la luz. Pero no la había, y el amarillo crepúsculo se deslizaba obstinado por las ventanas, se derramaba por el cuarto y era tan tangible que parecía que podía tocárselo con los dedos. Y otra vez, ante sus ojos, se desplegó en la altura el techo.

Leonid Andréiev. Fue un escritor y dramaturgo ruso que se destacó por su estilo expresionista y su visión pesimista de la vida. Nació en Oriol, una ciudad del centro de Rusia, el 9 de agosto de 1871, en el seno de una familia pobre. Estudió derecho en Moscú y San Petersburgo, pero pronto se dedicó al periodismo y a la literatura. Su primer relato publicado fue Sobre un estudiante pobre, basado en sus propias experiencias. Su carrera literaria despegó cuando Máximo Gorki lo descubrió y lo apoyó.

Andréiev escribió numerosos cuentos, novelas y obras de teatro, en las que exploró los aspectos más oscuros y trágicos de la condición humana. Entre sus obras más famosas se encuentran El abismo, Los siete ahorcados, Risa roja, La vida del hombre y El que recibe las bofetadas. Sus personajes suelen ser víctimas de la injusticia social, la violencia política, la guerra, el amor infeliz o la locura. Andréiev fue un crítico de la sociedad zarista y participó en el movimiento revolucionario de 1905. Sin embargo, después de la Revolución de Octubre de 1917, se exilió en Finlandia, donde murió de insuficiencia cardíaca el 12 de septiembre de 1919.