Fanny Hill

Resumen del libro: "Fanny Hill" de

Fanny Hill es una novela erótica escrita por John Cleland en el siglo XVIII. Narra la vida de una joven huérfana que se convierte en prostituta y vive diversas aventuras sexuales en Londres. La novela fue considerada obscena y escandalosa en su época, y fue prohibida y censurada varias veces. Sin embargo, también es una obra literaria de gran valor, que retrata la sociedad inglesa de la época con humor e ironía, y que explora los temas del deseo, el placer, el amor y la libertad.

El libro se divide en dos cartas que Fanny escribe a una amiga suya, contándole su historia desde que llegó a Londres a los quince años hasta que se casó con su amado Charles a los veintiuno. En la primera carta, Fanny relata cómo fue engañada por una alcahueta que la llevó a un burdel, donde conoció a otras mujeres que le enseñaron los secretos del oficio. Allí también conoció a Charles, un joven caballero que se enamoró de ella y quiso rescatarla de esa vida. Sin embargo, el destino los separó y Fanny tuvo que seguir ejerciendo la prostitución para sobrevivir.

En la segunda carta, Fanny cuenta cómo viajó por el país con diferentes amantes, experimentando todo tipo de situaciones y encuentros sexuales. Algunos de ellos fueron placenteros, otros violentos, otros cómicos y otros trágicos. Fanny aprendió a disfrutar de su cuerpo y de su sexualidad sin culpa ni vergüenza, pero también sufrió por el amor perdido de Charles. Finalmente, después de muchas peripecias, Fanny se reencontró con Charles y ambos se casaron y vivieron felices.

Fanny Hill es una novela que desafía las convenciones morales y sociales de su tiempo, y que celebra la sensualidad y la alegría de vivir. Es una obra maestra de la literatura erótica, que combina el realismo con la fantasía, y que muestra la evolución de una mujer que pasa de ser una inocente víctima a ser una protagonista de su propia vida.

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Primera carta

Señora:

Tomo la pluma para daros una prueba innegable de que considero vuestros deseos como órdenes. Entonces, y por desagradable que sea mi tarea, volveré a recordar esas escandalosas etapas de mi vida, de las que ya he salido, para disfrutar de todas las bendiciones que pueden otorgar el amor, la salud y la fortuna; estando aún en la flor de la juventud, y no siendo demasiado tarde para emplear los ocios que me proporcionan mi gran fortuna y prosperidad, cultivando mi entendimiento, cuya naturaleza no es vil, y que ha ejercitado, aun dentro del torbellino de placeres relajados en el que me vi envuelta, más observaciones sobre los caracteres y las costumbres mundanas de lo que es frecuente entre las que practicaban mi desgraciada profesión, quienes contemplan todo pensamiento o reflexión como su principal enemigo, los mantienen a la mayor distancia posible ó los destruyen sin piedad.

Odiando mortalmente todo prefacio innecesariamente largo, no os haré perder más vuestro tiempo y no intentaré disculparme; preparaos para ver la parte libertina de mi vida, escrita con la misma libertad con que la llevé.

¡Verdad! La verdad cruda y desnuda es la palabra, y no me tomaré el trabajo de arrojar ni un velo de gasa sobre ella, sino que pintaré las situaciones tal como aparecieron naturalmente ante mí, sin cuidarme de infringir esas leyes de la decencia que nunca se aplicaron a unas intimidades tan candorosas como las nuestras, ya que vos tenéis demasiado entendimiento y demasiado conocimiento de los mismos originales para desdeñar remilgadamente a sus retratos. Los hombres más grandes, los que tienen gustos más refinados e influyentes, no tienen escrúpulos en adornar sus habitaciones privadas con desnudos, aunque se pliegan a los prejuicios vulgares y piensan que no serían un decorado decente en sus escalinatas o en sus salones.

Habiendo sentado estas premisas más que suficientes, me lanzo de cabeza en mi historia personal. Mi nombre de soltera era Frances Hill. Nací en un pueblecito cercano a Liverpool, en Lancashire, de padres muy pobres y creo, piadosamente, extremadamente honestos.

Mi padre, que había quedado baldado de las piernas, no podía realizar las faenas más laboriosas del trabajo del campo y, tejiendo redes, aseguraba su magra subsistencia que no mejoraba mucho porque mi madre mantuviera una escuela para niñas de la vecindad. Habían tenido varios hijos, pero ninguno vivió mucho, aparte de mí, que recibí de la naturaleza una constitución perfectamente sana.

Mi educación, hasta los catorce años, fue de las más vulgares; leía o más bien deletreaba, escribía con letra ilegible y bordaba torpemente; eso era todo. Y el fundamento de mi virtud no era más que una total ignorancia del vicio y la cautelosa timidez que caracteriza a nuestro sexo en esa tierna etapa de la vida, cuando los objetos alarman o atemorizan más que nada por su novedad.

Claro que este temor se cura con frecuencia, a expensas de la inocencia, cuando la señorita, gradualmente, logra no mirar a un hombre como a una criatura de presa que va a devorarla.

Mi pobre madre había dividido tan completamente su tiempo entre sus pupilos y sus pequeñas tareas domésticas que había dedicado muy poco a mi instrucción, ya que por su propia inocencia de toda maldad, nunca pensó ni remotamente en preservarme de ella.

Estaba yo por cumplir quince años cuando sufrí la peor de las desgracias, perdiendo a mis tiernos y cariñosos padres que me fueron arrebatados por la viruela con pocos días de diferencia; mi padre murió antes, apresurando así el fin de mi madre, y dejándome huérfana y sin amigos, ya que mi padre se había afincado allí accidentalmente y era originario de Kent. La cruel enfermedad que había sido tan fatal para ellos también me había atacado, pero con síntomas tan suaves y favorables que pronto quedé fuera de peligro y —cosa que no aprecié enteramente en aquellos momentos— sin ninguna marca. Omitiré referir aquí la pena y la aflicción que naturalmente sentí en una ocasión tan melancólica. Pasó algún tiempo y el atolondramiento de la edad disipó prontamente mis reflexiones sobre la irreparable pérdida, pero nada contribuyó tanto a reconciliarme con ella como las ideas que de inmediato me metieron en la cabeza de ir a Londres a servir, en lo que una tal Esther Davis me prometió ayuda y consejo, ya que había venido a ver a sus amigos y, después de unos días, debía retornar a su colocación.

Como ahora ya no me quedaba nadie vivo en el pueblo, nadie que se preocupara por lo que pudiera sucederme o que pusiera peros a este proyecto, y como la mujer que cuidaba de mí desde la muerte de mis padres más bien me animaba a seguir adelante, pronto tomé la resolución de lanzarme al ancho mundo y dirigirme a Londres para hacer fortuna, una frase que, por cierto, ha arruinado a más aventureros de ambos sexos, provenientes del campo, que los que se beneficiaron de ella.

Tampoco Esther Davis se privó de hacerme reflexionar, animándome a aventurarme con ella, aguijoneando mi curiosidad infantil con los hermosos espectáculos que se podían ver en Londres: las Tumbas, los Leones, el Rey, la Familia Real, las maravillosas funciones de teatro y ópera; en una palabra, todas las diversiones que podía esperar quien estaba en su situación; sus detalles hicieron dar vueltas a mi cabecita.

Tampoco puedo recordar sin reírme la inocente admiración, no desprovista de una pizca de envidia, con la que nosotras, chicas pobres cuyos vestidos para ir a la iglesia no superaban las camisas de algodón basto y las faldas de paño, admirábamos los vestidos de satín de Esther, sus cofias ribeteadas con una pulgada de encaje, sus vistosas cintas y sus zapatos con hebillas de plata; imaginábamos que todo eso crecía en Londres e influyó grandemente en mi determinación de tratar de obtener mi parte.

Sin embargo, la idea de llevar consigo a una mujer del pueblo, fue motivo de poca monta para que Esther se comprometiera a hacerse cargo de mí durante mi viaje a la ciudad, pues, según me dijo con su estilo peculiar, «muchas chicas del campo hicieron fortuna para ellas y sus familias, ya que preservando su virtud, algunas habían hecho tan buenas relaciones con sus amos que se habían casado con ellos, y ahora tenían carruajes y vivían a lo grande y felizmente, y hasta algunas habían llegado a ser duquesas; la buena estrella lo era todo y ¿por qué yo no?», añadiendo otras historias con la misma finalidad, que me pusieron ansiosa de iniciar ese prometedor viaje y de dejar un lugar que, aunque fuera aquel donde había nacido, no contenía parientes que pudiese extrañar y se me había vuelto insoportable a causa del cambio de los tiernos usos por la fría caridad con que se me recibía, aun en la casa de la única amiga de la que podía esperar cuidados y protección. Sin embargo, fue tan justa conmigo como para convertir en dinero las fruslerías que me quedaron después de saldar las deudas y los entierros, y en el momento de la partida puso en mis manos toda mi fortuna, que consistía en un magro guardarropas, guardado en una caja muy portátil y ocho guineas con diecisiete chelines de plata, metidos en una cajita de muelle, que eran el tesoro más grande que jamás hubiese visto y que me parecía imposible se pudiera gastar enteramente. Por cierto que estaba tan poseída por el júbilo de ser dueña de una suma tan inmensa, que presté muy poca atención al buen consejo que se me dio junto con ella.

Entonces, Esther y yo tomamos plazas en el coche de postas de Londres. Pasaré por alto la poco interesante escena de la despedida en la que dejé caer algunas lágrimas, mezcla de pena y alegría. Por las mismas razones de insignificancia, me saltaré todo lo que me sucedió en el camino, como el carretero que me miraba empalagosamente y las trampas que me tendieron algunos de los pasajeros, que fueron evitadas gracias a la vigilancia de Esther, quien, para hacerle justicia, cuidó maternalmente de mí, al mismo tiempo que me cobraba su protección obligándome a hacerme cargo de los gastos del camino, que sufragué con la mayor alegría, sintiendo que aún estaba en deuda con ella.

Por cierto que se cuidó de que no nos estafaran ni cobraran con exceso y también de comportarse lo más frugalmente posible, la prodigalidad no era su vicio.

Llegamos a la ciudad de Londres bastante tarde, una noche de verano, en nuestro medio de transporte, lento, pese a que seis caballos tiraban de él. Mientras pasábamos por las anchas calles que llevaban a nuestra posada, el ruido de los coches, las prisas, las multitudes de peatones, en una palabra, el nuevo paisaje de tiendas y casas me agradó y me asombró al tiempo.

Pero imaginad mi mortificación y mi sorpresa cuando llegamos a la posada y nuestras cosas fueron bajadas y entregadas y mi compañera de viaje y protectora, Esther Davis, que me había tratado con tierna solicitud durante el viaje y no me había preparado con ningún signo precursor del golpe abrumador que estaba por recibir, cuando, como digo, mi única amiga en este extraño lugar, asumió conmigo un tono extraño y frío, como si temiera que me convirtiera en una carga para ella.

Entonces, en vez de prometerme que continuarían su asistencia y sus buenos oficios, con los que yo contaba y que nunca había necesitado tanto, pareció considerarse, en apariencia, dispensada de sus compromisos para conmigo por haberme traído, sana y salva hasta el final del viaje, y pareciéndole que su proceder era natural y ordenado, comenzó a besarme para despedirse mientras yo me sentía tan confundida, tan herida que no tuve el espíritu ni la sensatez suficientes como para mencionar las esperanzas que había puesto en su experiencia y en su conocimiento del lugar donde me había traído.

Mientras yo me quedaba allí, estúpida y enmudecida, cosa que ella atribuyó, sin duda, tan sólo a la preocupación de la despedida, una idea me procuró, quizás, un ligero alivio al oírle decir que, ahora que habíamos llegado felizmente a Londres y que ella estaba obligada a volver a su colocación, me aconsejaba, sin ninguna duda, que yo también obtuviera una lo antes posible; que no debía atemorizarme ante esa idea, ya que había más colocaciones que iglesias; que me aconsejaba ir a una agencia de colocaciones y que si se enteraba de alguna cosa, me buscaría y me la comunicaría; que mientras tanto, debía buscar un alojamiento y comunicarle mis señas; que me deseaba buena suerte y esperaba que Dios me concediera la gracia de mantenerme siempre honesta y no ser la desgracia de mi familia. Con esto, se despidió de mí y me dejó como se dice en mis propias manos, con tanta ligereza como yo me había confiado a las suyas.

Cuando quedé sola, totalmente desamparada y sin amigos, comencé a sentir con amargura la severidad de esta separación, cuyo escenario había sido una pequeña habitación de la posada; en cuanto me volvió la espalda, la aflicción que sentía a causa de mi desvalida situación estalló en un río de lágrimas que aliviaron infinitamente la opresión de mi corazón, aunque aún seguía atónita y totalmente perpleja en lo que se refería a mi futuro.

La entrada de uno de los mozos acrecentó mi incertidumbre, al preguntarme secamente si necesitaba algo. A esto respondí inocentemente que no, pero que deseaba que me dijera dónde podría obtener una habitación para pasar la noche. Dijo que hablaría con su ama que por cierto vino, y me dijo en tono seco, sin interesarse por la inquietud que veía en mí, que podía tener una cama a cambio de un chelín y que, como suponía que tenía amigos en la ciudad (aquí suspiré profundamente, pero en vano), por la mañana podría arreglar mi situación.

Fanny Hill – John Cleland

John Cleland. (ca. 1709 - 23 de enero de 1789) fue un novelista inglés reconocido por su obra ficticia "Fanny Hill: Memorias de una Cortesana", cuyo erotismo provocó su arresto. La publicación de esta obra maestra se vio eclipsada por la controversia legal que generó. Cleland, un personaje intrigante, vivió una vida marcada por la adversidad y la polémica.

Encarcelado por deudas en la prisión Fleet, Cleland aprovechó su confinamiento para finalizar "Memorias de una Cortesana". La novela, publicada en dos partes en 1748 y 1749, desató la furia de las autoridades, lo que resultó en su arresto nuevamente. Enfrentándose a la censura, Cleland renegó de su propia obra en el tribunal, sin embargo, su legado literario persistió a pesar de la prohibición oficial.

A lo largo de su vida, Cleland luchó por encontrar estabilidad económica y reconocimiento literario. Su relación conflictiva con su madre y su inclinación hacia el deísmo lo convirtieron en una figura marginada en la sociedad. A pesar de sus dificultades, su ingenio literario y su aguda crítica social se reflejaron en obras como "Memoirs of a Coxcomb" y "The Surprises of Love".

La composición de "Fanny Hill" es un misterio intrigante en sí mismo, alimentando especulaciones sobre la vida y las motivaciones de Cleland. Su obra maestra, ahora reconocida como un "tour de force estilístico", desafió las normas sociales de su tiempo al explorar temas de deseo, comercio y placer con una prosa audaz y satírica.

La vida de Cleland estuvo envuelta en rumores y teorías sobre su orientación sexual, lo que añade una capa más de complejidad a su legado. Su influencia en la literatura erótica y su valentía para desafiar las convenciones sociales le aseguran un lugar destacado en la historia de la literatura inglesa.

John Cleland dejó un legado literario perdurable que continúa intrigando y fascinando a los lectores contemporáneos. A través de su escritura audaz y provocativa, desafió las normas de su época y dejó una marca indeleble en la historia de la literatura erótica.

Cine y Literatura
Película: Fanny Hill

Fanny Hill

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