Juventud

Resumen del libro: "Juventud" de

«Juventud» de Joseph Conrad es una novela que rinde homenaje al vasto e implacable mar como el telón de fondo fundamental que da forma a la vida de sus personajes. En esta obra maestra, el autor nos sumerge en un mundo donde el océano no solo es un escenario, sino un personaje en sí mismo.

La historia gira en torno a la juventud y los sueños de sus protagonistas, marineros que enfrentan las turbulentas aguas del océano en busca de aventura y autoafirmación. El viejo velero en el que se embarcan actúa como un símbolo de la tradición y la experiencia que contrasta con la energía y la pasión de la juventud. A través de un viaje lleno de desafíos y peligros, Conrad nos lleva a explorar la complejidad del carácter humano, revelando la verdadera naturaleza de sus personajes en medio de las tormentas y calmas del océano.

La narrativa de Conrad es magistral, capturando la esencia de la vida en el mar y la transformación que experimentan los marineros a medida que enfrentan situaciones límite. La tensión entre la juventud y la experiencia, la valentía y el miedo, se desarrolla de manera cautivadora a lo largo de la trama.

En «Juventud», Joseph Conrad nos sumerge en un océano de sueños, desafíos y descubrimientos. Una historia apasionante que examina la relación entre el ser humano y la inmensidad del mar, recordándonos que en el mundo marino, como en la vida misma, la verdadera aventura reside en el viaje mismo, y que el mar es el espejo que refleja la esencia de quienes se atreven a desafiarlo. Una obra que perdura en la memoria literaria gracias a su profundidad y a la magistral forma en que Conrad captura la esencia de la juventud y la travesía por el océano.

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JUVENTUD: UN RELATO

Esto no podía haber ocurrido más que en Inglaterra, donde los hombres y el mar se compenetran, por así decirlo: el mar entra en la vida de la mayoría de los hombres, y los hombres saben algo o todo acerca del mar, ya sea por diversión, por los viajes, o como forma de ganarse el pan.

Estábamos sentados alrededor de una mesa de caoba que reflejaba una botella, los vasos de vino, y nuestras caras al apoyarnos en los codos. Éramos un director de compañías, un contable, un abogado, Marlow, y yo mismo. El director había sido un Conway; el contable había servido cuatro años en el mar; el abogado, un excelente y curtido Tory, High Churchman, el mejor de los compañeros, la esencia del honor, había sido oficial jefe al servicio de la P&O en los viejos tiempos, cuando los correos arbolaban al menos dos palos en cruz, y solían bajar por el Mar de China con un bonancible monzón, y con la alas altas y bajas desplegadas. Todos empezamos en la marina mercante. A los cinco nos unía el fuerte lazo del mar y, también, la camaradería de un oficio que no valora el entusiasmo por las regatas, los cruceros, y todo lo que estos nos puedan ofrecer, ya que lo uno solo es la diversión de la vida, y lo otro es la vida misma.

Marlow (al menos, creo que así escribía su nombre) contó la historia, o más bien, la crónica de un viaje:

«Sí, he visto algo de los mares de Oriente: pero lo que mejor recuerdo es mi primer viaje allí. Vosotros conocéis ya esos viajes que parecen como destinados a ilustrar la vida y que llegan a erigirse en un símbolo de la existencia. Tú, peleas, trabajas, sudas, casi te matas, a veces te matas realmente procurando hacer algo, y no puedes. No es por tu culpa. Sencillamente, no puedes hacer nada, grande ni pequeño, nada en este mundo, ni siquiera casarte con una solterona o transportar un mísero cargamento de 600 toneladas de carbón a su puerto de destino».

«Todo él, fue un asunto memorable. Era mi primer viaje al Oriente y mi primer viaje como segundo de a bordo; también era el primer barco que mandaba mi patrón. Admitiréis que ya era hora. Tenía alrededor de sesenta años: era un hombre pequeño, con unas espaldas anchas y no muy derechas, los hombros arqueados, y una pierna más zamba que otra, que le daba esa curiosa apariencia retorcida que con tanta frecuencia se observa en los hombres que trabajan en el campo. Tenía una cara que parecía un cascanueces, la barbilla y la nariz tratando de unirse por delante de una boca hundida, enmarcada en una pelusilla de color gris metálico, semejante a un barboquejo de algodón hidrófilo, que la rociaba como con polvo de carbón. Y en aquella vieja cara tenía unos ojos azules asombrosamente parecidos a los de un muchacho, con esa cándida expresión que algunos hombres comunes preservan hasta el final de sus días, merced a una rara cualidad interior de sencillez de corazón y rectitud de espíritu. Qué lo indujo a admitirme, es un misterio. Yo procedía de un clíper australiano de primera clase, donde había servido como tercer oficial, y daba la impresión de que él albergaba algunos prejuicios contra esos clíper de primera clase tan aristocráticos y de gran tonelaje. Me dijo: “Hazte a la idea de que en este barco tendrás que trabajar”. Le respondí que siempre había tenido que trabajar en los barcos donde había estado. “Ah, pero este es diferente; y vosotros, los caballeros que llegáis de los grandes barcos… Me atrevo a decir que aquí tendrás que hacerlo… Preséntate mañana”».

«Me presenté a la mañana siguiente. Hace veintidós años; yo solo tenía veinte. ¡Cómo pasa el tiempo! Fue uno de los días más felices de mi vida. ¡Figuraos! Segundo oficial por primera vez; un oficial con verdadera responsabilidad. No habría cambiado mi nuevo destino por una fortuna. El primero me examinó cuidadosamente. Era viejo también, pero tenía otro aire. Tenía una nariz romana, una larga barba blanca como la nieve, y su nombre era Mahon, aunque él insistía en que se pronunciase Mann. Pese a que estaba bien relacionado, tuvo mala suerte y nunca prosperó».

«En cuanto al capitán, este había navegado durante muchos años en barcos de cabotaje; después, en el Mediterráneo, y últimamente, en el comercio de las Indias Occidentales. No había doblado los Cabos. Apenas sabía escribir unos pocos garabatos, pero le traía sin cuidado. Desde luego, ambos eran buenos marinos, y entre aquellos dos mozos me encontraba yo como un niño entre dos abuelos».

«El barco también era viejo. Se llamaba Judea. Curioso nombre, ¿verdad? Había sido de un tal Wilmer, Wilcox, o algo así, que había quebrado y muerto veinte años antes, o quizá más. El nombre no importa. El barco estaba fondeado en la dársena de Shadwell desde entonces. Os podéis imaginar el aspecto. Todo era herrumbre, polvo y tizne: hollín arriba y mugre en cubierta. Para mi era igual que salir de un palacio y entrar en una choza en ruinas. Tenía cuatrocientas toneladas aproximadamente, un cabrestante rudimentario, picaportes de madera en las puertas, ni rastro de bronce, y una enorme popa cuadrada. Y bajo el nombre pintado con grandes letras, un montón de filigranas, ya sin dorados, y una especie de escudo de armas con el lema “Hazlo o muere” debajo. Recuerdo que despertó infinitamente mi imaginación. Había una pincelada de novelesco en todo aquello, algo que me hizo querer al viejo trasto ¡algo que llamaba a mi juventud!».

«Dejamos Londres en lastre, lastre de arena, para cargar carbón en un puerto del norte, con destino a Bangkok. ¡Bangkok! Me estremecí. Llevaba seis años en el mar, pero solo había conocido Melbourne y Sydney: sitios muy buenos, y a su manera, con encanto, pero… ¡Bangkok!».

«Salimos del Támesis a vela, con un práctico del Mar del Norte. Se llamaba Jermyn y se pasaba el día entero perdido en la cocina, secando el pañuelo en el fogón. Daba la impresión de que no durmiera nunca.

Era un hombre desgraciado, con una lágrima perpetua centelleando en la punta de la nariz, que alguna vez había tenido problemas, o los tenía, o esperaba tenerlos: no podía ser feliz si algo no iba mal. Recelaba de mi juventud, de mi sentido común y de mi capacidad como marino, y se dedicó a demostrarlo de cien formas diferentes. Tal vez tuviera razón. Me parece que yo sabía muy poco entonces y que ahora no sé mucho más, pero he seguido sintiendo hasta hoy el mismo odio por aquel Jermyn».

«Nos pasamos una semana maniobrando para llegar hasta la rada de Yarmouth, y entonces nos metimos en un temporal, el famoso temporal de octubre de hace veintidós años. Hubo viento, relámpagos, cellisca, nieve, y un mar terrorífico. Íbamos dando tumbos, y os podéis imaginar lo malo que fue aquello cuando os diga que las bordas estaban deshechas y la cubierta anegada. En la segunda noche, el lastre se corrió a la banda de sotavento; en ese momento, ya habíamos derivado hasta algún punto del Dogger Bank. No nos quedaba más remedio que bajar con palas y tratar de enderezarlo; y allí estábamos, en aquella inmensa bodega, tenebrosa como una caverna, las vacilantes bujías de sebo clavadas en los baos, el temporal rugiendo arriba y el barco arrastrándose de costado como un loco. Todos estábamos allí, Jermyn, el capitán, todos, sosteniéndonos a duras penas en pie, tratando de arrojar paladas de arena húmeda a barlovento, empeñados en aquel trabajo de sepultureros. A cada bandazo del barco, vagamente, se veía en la penumbra caer a los hombres en una aparatosa floritura con las palas. Uno de los grumetes (llevábamos dos), impresionado por lo irreal de la escena, lloraba como si fuera a rompérsele el corazón. Lo oíamos llorando a mares entre las sombras».

Juventud: Joseph Conrad

Joseph Conrad Escritor británico de origen polaco, nació en Berdyczów el 3 de diciembre de 1857. Debido a la profundidad de su obra, en la que analiza los rincones más débiles y oscuros del alma humana, está considerado uno de los grandes autores en lengua inglesa del S.XIX.

Conrad nació en el seno de una familia noble, muy activa dentro de los movimientos nacionalista polacos, algo que supuso su exilio tras la insurrección polaca sucedida en 1863. Tras quedar huérfano marchó a Marsella donde, a los 17 años, se enroló como marinero en un barco mercante.

De sus experiencias como marino por las costas de Sudamérica, India o África se nutren muchos de sus posteriores relatos, así como de sus vivencias durante las guerras Carlistas en España, donde luchó del lado del Archiduque.

Nacionalizado inglés tras varios años enrolado en la Royal Navy decidió retirarse a los 38 años para dedicarse de manera íntegra a la escritura. Comenzó a escribir en inglés, cuya escritura no dominaba al principio en favor de idiomas como el polaco o el francés.

Es importante su visita al Congo Belga en 1888, donde constató las atrocidades cometidas con la población indígena, algo que sentaría las bases de una de sus novelas más famosas, El corazón de las tinieblas. Conrad también escribió algunos de los clásicos más memorables de la novela de aventuras, como Lord Jim o Un vagabundo en las islas.

Su estilo, a medio camino entre la tradición clásica y el nuevo modernismo que más tarde reinaría en Europa, está también influenciado por el romanticismo pese a tratar sus relatos con una gran dosis de realismo.

Joseph Conrad murió en Bishopsbourne el 3 de agosto de 1924.