La princesa prometida

Resumen del libro: "La princesa prometida" de

Este es el mejor libro del mundo. Hay mil razones para amarlo. Léelo y descubre la tuya. ¿De qué trata La princesa prometida? Bueno, es una historia de espadachines y de combates. Trata de amor eterno, de odio inmortal y de venganzas despiadadas. En esta novela salen algunos gigantes, un montón de villanos y de héroes, cinco o seis hermosas mujeres, monstruos bestiales y otros amables, y muchas aventuras y huidas y capturas. Hay muerte, mentiras, verdad, milagros e incluso algún que otro beso. Tras la muerte de su amado Westley, la bella Buttercup se compromete con Humperdinck, un malvado y mentiroso príncipe, para evitar una guerra. Pero, antes de la boda, una banda de mercenarios formada por Íñigo Montoya, el mejor espadachín del mundo; Vizzini, el hombre más inteligente del mundo; y Fezzik, el más fuerte, secuestra a la joven, y un misterioso pirata retará a los secuestradores para hacerse con la princesa. La princesa prometida lleva generaciones maravillando a jóvenes y mayores por igual, combinando fantasía, diversión, humor e inteligencia con una habilidad deslumbrante. Este es uno de los grandes clásicos de la literatura universal, un brillante homenaje a la novela de aventuras.

Libro Impreso EPUB

Introducción del autor a la 25 edición original

Sigue siendo el libro que más me gusta de todos.

Y ahora más que nunca desearía haberlo escrito yo. A veces me gusta fantasear que lo hice, que me inventé a Fezzik (mi personaje favorito), que mi imaginación hubiera evocado el engaño de la iocaína y la consiguiente batalla de los ingenios y los muertos.

Lástima, fue Morgenstern quien lo inventó todo y yo debo conformarme con el hecho de que al menos mi resumen (aunque fui aniquilado por todos los expertos florineses en 1973: las críticas en revistas especializadas me envilecieron; en toda mi carrera como escritor, tan sólo Boys and Girls Together ha recibido peores diatribas) acercara a Morgenstern a un público estadounidense más amplio.

¿Existe algo más intenso que los recuerdos de infancia? Nada, al menos para mí. Todavía tengo un sueño recurrente de mi pobre, triste padre, leyéndome el libro en voz alta… aunque en el sueño ni era pobre ni estaba triste. Había tenido una vida maravillosa, la vida que merecía por su honradez, y mientras leía su inglés, tan alejado de la realidad, sonaba espléndido. Y él era feliz. Y mi madre estaba tan orgullosa…

Pero la película es el motivo por el cual volvemos a estar juntos. Dudo que mis editores se hubieran lanzado a hacer esta edición si la película no se hubiese rodado. Si estás leyendo estas líneas me apuesto dólares contra donuts a que has visto la película. Cuando llegó a la gran pantalla tuvo un éxito moderado, pero el boca a oreja la recuperó cuando salió en formato vídeo. Si tienes hijos, probablemente la habrás visto con ellos. Robin Wright, en el papel protagonista, empezó su carrera cinematográfica como Buttercup y estoy seguro de que todos nos volvimos a enamorar de ella en Forrest Gump. (Personalmente, creo que ella es la razón de que ocurriera este fenómeno. Era tan encantadora y cariñosa que te hacía suplicar interiormente que el pobre bobo de Tom Hanks acabara viviendo felizmente con alguien así.)

A la mayoría nos gustan las aventuras de cine. Quizá antiguamente, cuando Broadway era lo que más se llevaba, a la gente le gustaban las obras teatrales, pero creo que eso ya no ocurre. Y apuesto a que nadie le pide a Julia Louis-Dreyfus que cuente los entresijos del rodaje del episodio número 87 de Seinfeld. ¿Y las historias de los novelistas? ¿Podéis imaginaros arrinconando a Dostoievski para suplicarle que cuente anécdotas divertidas de la redacción de El idiota?

De todos modos, hay algunos recuerdos cinematográficos relativos a La princesa prometida que pensé que probablemente no conocéis.

Me había alejado un tiempo de la redacción de mi guión de Las poseídas de Stepford para sintetizar el libro de Morgenstern. Y entonces, alguien en la Fox se enteró del proyecto, se hizo con una copia manuscrita del libro, le gustó y se interesó por hacer una película basada en él. Estamos hablando de principios de 1973. Ese «alguien» de la Fox era el llamado Greenligbt Guy (citado de ahora en adelante como GG).

En revistas como Premiere, Entertainment Weekly y Vanity Fair puedes encontrar listas inacabables de «Las cien figuras más poderosas» en un estudio cinematográfico. Todos esos idiotas tienen títulos: vicepresidente encargado de tal, director ejecutivo encargado de cual, etcétera.

Lo cierto es que son todos unos pelotas.

Hay una sola persona por estudio que tenga algo parecido al poder y ésta es el GG. Verás, el GG es quien puede hacer que una película se haga realidad. Él (o ella) es quien suelta los cincuenta millones de dólares… si tu peli está destinada al festival de Sundance. Triplica esa suma si se trata de una peli de efectos especiales.

Bueno, el caso es que al GG de la Fox le gustó La princesa prometida.

Problema: no estaba seguro de que se tratara de una película, de modo que hicimos un trato peculiar: ellos comprarían el libro, pero no comprarían el guión a menos que decidieran sacar el proyecto adelante. En otras palabras, los dos conservábamos nuestra mitad del pastel. De modo que, aunque estaba cansado porque justo había finalizado el resumen, seguí trabajando lleno de energía y me puse a escribir el guión inmediatamente después.

Mi estupendísimo agente, Evarts Ziegler, vino a la ciudad. Ziegler fue la persona que orquestó el contrato de Dos hombres y un destino, el cual, junto a The Temple of Gold, mi primera novela, me cambió la vida como lo que más. Fuimos a almorzar a Lutéce, charlamos, nos gustamos y nos despedimos; yo me marché a mi oficina del Upper East Side, en un edificio que tenía piscina. Por aquel entonces solía nadar cada día, puesto que tenía problemas con la espalda y la natación me aliviaba el dolor. Y me dirigía a la piscina cuando me di cuenta de ello: no quería nadar.

No quería hacer nada más que llegar pronto a casa. Porque estaba temblando terriblemente. Llegué a casa, me metí en la cama y los temblores se habían convertido en fuego. Helen, mi esposa, una súper estrella de la psiquiatría, llegó del trabajo, me echó una mirada y me llevó directamente al New York Hospital.

Me visitaron todo tipo de médicos; todos sabían que había algo grave, pero nadie tenía ni idea de qué podía ser.

Me desperté a las cuatro de la madrugada. Y entonces supe de qué se trataba. De alguna manera, la terrible neumonía que había estado a punto de matarme cuando tenía diez años —la principal razón por la cual mi padre me leía La princesa prometida era ayudarme a hacer más llevaderos aquellos primeros días tan angustiosos posteriores a mi estancia en el hospital— había vuelto a completar su misión.

—Y justo entonces, en ese hospital (y, sí, estoy convencido de que eso os va a sonar a locura), mientras despertaba en pleno delirio, de algún modo supe que, si iba a vivir, tenía que volver a aquel lugar en el que estuve de niño. Y empecé a gritar a la enfermera de noche… porque, de alguna manera, mi vida y La princesa prometida estaban unidas para siempre.

La enfermera entró en la habitación y le dije que me leyera el Morgenstern.

—¿El qué, señor Goldman? —dijo.

—Empiece por el Zoo de la Muerte —le dije. Luego añadí:

—No, no, olvídese de esto; empiece por los Acantilados de la Locura.

Se acercó a mirarme, asintió y me dijo:

—Oh, vale, es exactamente por donde voy a empezar, pero me dejé el Morgenstern olvidado en mi despacho; voy a ir a buscarlo.

Lo siguiente que supe es que entraba Helen. Acompañada de unos cuantos médicos más.

—Fui a tu despacho. Creo que cogí las páginas que querías. Y bien, ¿qué es lo que quieres que te lea?

—No quiero que tú me leas nada. Helen, a ti nunca te gustó este libro, tú no quieres leerme, lo haces sólo para seguirme la corriente. Y, además, no hay ningún papel para ti.

—Podría hacer de Buttercup…

—¡Venga ya, si tiene veintiún años!

—¿Es un guión de cine? —intervino entonces un médico muy guapo—. Yo siempre quise ser actor de cine.

—Será usted el hombre de negro —le dije. Luego señalé al doctor alto que había junto a la puerta—. Y usted inténtelo con Fezzik.

Fue así como oí el guión por primera vez. Esos médicos y mi ingeniosa mujer esforzándose por interpretarlo en medio de la noche mientras yo me helaba y sudaba y la fiebre me hervía por dentro.

Al cabo de poco me desmayé. Y recuerdo haber pensado justo antes que el doctor alto no lo hacía nada mal y que Helen, aunque era un error de casting, era una buena Buttercup, así que daba igual si el médico guapo resultaba rígido: yo iba a sobrevivir.

Bueno, éste fue el comienzo de la vida del guión cinematográfico.

El GG de la Fox lo mandó a Richard Lester, a Londres (Lester había dirigido, entre otras, Qué noche la de aquel día, la primera espléndida película de los Beatles), nos reunimos, trabajamos y solucionamos problemas. El GG estaba encantado. Éramos un equipo lleno de empuje.

Entonces le despidieron y entró un nuevo GG a sustituirlo.

He aquí lo que ocurre por ahí cuando esto ocurre: el viejo GG es desposeído de sus condecoraciones y de su derecho a ir al Morton’s los lunes por la noche y se marcha, muy rico —tenía un contrato blindado por si ocurría lo inevitable— pero caído en desgracia.

Y el nuevo GG toma el trono con una sola ley pero marcada a sangre y fuego: nada de lo que su predecesor tenía en danza debe ser continuado. ¿Por qué? Imagina que se lleva a cabo. Imagina que es un gran éxito. ¿Quién se lleva los laureles? El viejo GG. Y el nuevo GG, que ahora puede ir al Morton’s los lunes por la noche, tiene los días contados, pues sabe que todos sus compañeros están murmurando: «El muy cabrón, no era su película».

Es la muerte.

Así que La princesa prometida quedó enterrada, presumiblemente para siempre.

Y me di cuenta de que el control del asunto se me escapaba de las manos. La Fox tenía el libro. Y qué más daba si yo tenía el guión; podían encargar otro. Así que hice algo de lo cual me siento genuinamente orgulloso. Volví a comprar el libro al estudio, con mi propio dinero. Creo que se quedaron sospechando que tenía algún plan o algún negocio entre manos, pero no era así. Simplemente no quería que ningún idiota destruyera lo que me había dado cuenta de que era el proyecto más importante de mi vida.

Después de un buen rato de negociaciones volvía a ser mío. Ahora yo era el único idiota que lo podía destruir.

Leí hace poco que la excelente novela de Jack Finney Time and Again ha cumplido cerca de veinte años y todavía no ha sido llevada a la gran pantalla. La princesa prometida no tardó tanto, pero tampoco mucho menos. No tomé apuntes, así que todo esto sale de mis recuerdos. Comprendedlo, para que alguien haga una película se necesitan dos cosas: pasión y dinero. Resulta que a mucha gente le gustó La princesa prometida. Sé de al menos dos GG distintos a quienes les gustó con locura. Que me estrecharon las manos para cerrar el trato.

Y que fueron despedidos los dos el fin de semana anterior al inicio de la producción. Un estudio (de pequeño tamaño) incluso cerró el fin de semana anterior a empezar a mover la producción. El guión empezó a adquirir cierta reputación: un artículo de una revista lo citaba entre los mejores guiones que jamás se han rodado.

Lo cierto es que, después de una década y más, pensé que nunca ocurriría. Cada vez que había interés, me quedaba esperando a que fallara algo en el último momento… y siempre lo hacía. Pero, sin yo saberlo, las cosas se habían puesto en marcha diez años antes de lo que al final sería mi salvación.

Cuando la película Dos hombres y un destino se terminó de rodar, me alejé de la industria cinematográfica durante una temporada. (Ahora volvemos a finales de los años 1960). Quería probar algo que no había hecho nunca: el ensayo.

Escribí un libro sobre Broadway llamado The Season. Durante un año entero fui al teatro cientos de veces, tanto en Nueva York como fuera, y vi todo lo que había en cartel al menos una vez. Pero la obra que fui a ver más veces fue una excelente comedia llamada Something Different, escrita por Cari Reiner.

Reiner me prestó una ayuda inestimable y me cayó muy bien. Cuando salió The Season le mandé un ejemplar. Al cabo de unos cuantos años, cuando La princesa prometida estuvo terminada, le mandé la novela. Y un día, él se la dio a su hijo mayor.

—Aquí lo tienes —le dijo a su hijo Robert—. Creo que te va a gustar.

Entonces a Rob le faltaba un año para empezar su carrera como director de actores, pero nos conocimos en 1985 y Norman Lear (Dios le bendiga) nos dio el dinero para empezar a rodar la película.

Mantengamos viva la esperanza.

Hicimos la primera lectura del guión en un hotel de Londres, en la primavera de 1986. Rob estaba allí, y también su productor, Andy Scheinman. Estaban también Robin Wright y Cary Elwes, Buttercup y Westley. Y Chris Sarandon y Chris Guest, los villanos, el príncipe Humperdinck y el conde Rugen; y Wally Shawn, el genio malvado Vizzini. Mandy Patinkin, que interpretaba a Íñigo, estaba muy presente. Y sentado a solas, en silencio —siempre intentaba permanecer sentado en silencio— estaba André el Gigante, que era Fezzik.

No era el típico grupo de Hadassah.

Yo estaba sentado delicadamente en una esquina. Dos de las eraras más importantes de mi época en el mundo del espectáculo, Era Kazan y George Roy Hill, me dijeron lo mismo en unas entrevistas: cuando llega el momento de la primera lectura, el trabajo tras importante ya está hecho. Si habías podido trabajar con el guión y encontrar el reparto adecuado, entonces tenías la oportunidad de hacer algo de calidad. Pero si no, no importaba lo bien hecho ere estuviera todo lo demás; nunca saldrías del pozo.

Probablemente eso sonará a locura a los no iniciados, es normal, pero es muy real. La razón por la que suena a locura es ésta: la revista Premiere todavía no nos ronda cuando estamos preparando el guión. Entertainment Tonight tampoco está en el momento del casting. Sólo están ahí cuando rodamos una toma, que es la parte menos importante de la realización de una película. Recordad esto: el rodaje es sólo la fábrica que junta las partes del coche.

A. R. Roussimoff era nuestra apuesta más fuerte aquella mañana de ensayo. Bajo el apodo de André el Gigante, era el mejor luchador del mundo. Yo me había convencido de que si alguna vez tenía que nacerse la película, él tenía que ser Fezzik, el hombre más fuerte.

Rob también pensó que André podía ser bueno para el papel. El problema era que nadie era capaz de localizarlo. Luchaba más de 330 días al año, siempre de un lado a otro.

De modo que seguimos adelante con nuestro trabajo e intentamos encontrar a otro actor. Vinieron tres tipos grandullones —bueno, estamos hablando de tipos inmensos—, pero no eran gigantes. En algún momento encontramos a un gigante, pero, o bien era incapaz de actuar, o bien era flaco, y un gigante flaco no era en absoluto lo que necesitábamos.

Todavía, ni rastro de André.

Un día, Rob y Andy estaban en Florin acabando de buscar las localizaciones cuando se recibió una llamada: André estaría en París la tarde siguiente. Volaron para encontrarse con él. No les fue fácil, puesto que desde Florin no había ningún vuelo directo a ninguna capital europea. Por no mencionar que sus horarios dependen de los pasajeros: todos los vuelos desde Florin van a tope porque esperan a tener el avión lleno para despegar. Hasta permiten que la gente viaje de pie en los pasillos. (Yo sólo lo había visto una vez, en Rusia, en un vuelo de pesadilla de Tiblisi a San Petersburgo.) Al final, Rob y Andy tuvieron que contratar un pequeño avión de hélices para llegar a la reunión. Y llegaron al Ritz, donde el recepcionista les indicó, con un extraño tono de voz: «Hay un hombre que les espera en el bar».

Para mí, André era como el Pentágono: por mucho que te hayan dicho lo grande que es, cuando te acercas, lo es mucho más.

André era mucho más grande.

Sus medidas oficiales eran 250 kilos de peso y 2,30 m de altura. Pero él no estaba muy seguro y tampoco se pasaba mucho tiempo pesándose en la báscula cada mañana. Me contó que una vez estuvo enfermo y perdió 45 kilos en tres semanas. Pero, aparte de esto, nunca hablaba de sus dimensiones.

Estuvieron charlando en el bar y luego subieron a la habitación de Rob, donde estuvieron revisando el guión. Un par de cosas quedaron claras: André tenía un acento francés que echaba de espaldas y, mucho peor, su voz parecía salir del sótano.

Rob se la jugó; le dio el papel. También grabó la parte de André en una cinta; línea a línea, con las inflexiones de la voz supuestamente incluidas, de modo que André se lo pudiera llevar con él en sus desplazamientos y aprenderse el texto en los meses previos al inicio de los ensayos.

El ensayo de aquella mañana londinense fue intencionadamente ligero: un par de lecturas del guión, pocos comentarios. Hacía una tarde espléndida cuando hicimos una pausa para almorzar, y encontramos un restaurante cerca con mesas en la calle. Era perfecto, excepto que la silla era demasiado pequeña para André: el ancho adecuado para una persona normal, los reposabrazos estaban demasiado juntos. Había una mesa dentro que tenía un banco, y alguien nos sugirió que comiéramos allí. Pero André se negó en rotundo, de modo que nos quedamos fuera. Todavía puedo verlo separando los reposabrazos, embutiéndose en la silla, y luego observando cómo se volvían a juntar, apretándolo durante el resto del almuerzo. Comió muy poco, y los cubiertos parecían de bebé, como encogidos en comparación con el tamaño de sus manos.

Después del almuerzo volvimos a ensayar, ahora ya con escenas, y André trabajaba con nuestro Íñigo, Mandy Patinkin. Estaba claro que André se había estudiado las cintas de Rob, pero era innegable que sus lecturas eran lentas, con más de un tic maquinal.

Interpretó una de las escenas del momento en que se acaban de reencontrar. Mandy estaba intentando obtener un poco de información de André y éste le respondía con una de sus lentas lecturas aprendidas de memoria. Mandy, como Íñigo, intentaba apresurar a Fezzik. André le contestó con una de sus respuestas lentas y maquinales. Volvieron atrás y lo intentaron una y otra vez. Mandy, como Íñigo, le pidió a André como Fezzik que fuera más rápido; y André respondía con la misma lentitud de antes.

Y fue entonces cuando Mandy gritó «¡Más rápido, Fezzik!» y, por sorpresa, le dio un bofetón en toda la cara.

Todavía puedo ver los ojos de André como platos. Creo que era la primera vez que le abofeteaban fuera del ring desde que era niño. Miró a Mandy… y se hizo una breve pausa. Un silencio intenso se apoderó de la estancia.

Y entonces André empezó a hablar más rápido. Simplemente, se ruso a la altura de las circunstancias, le dio más ritmo y energía. Casi se podía leer su mente: «Ah, así es como se hace fuera del ring, vamos a probarlo un rato». En realidad, aquella bofetada fue el principio de la época más feliz de su vida.

Para mí también fue una época fantástica. Después de haber esperado más de una década, el libro más importante de mi juventud cobraba vida delante de mis ojos. Cuando estuvo acabado y finalmente lo vi, me di cuenta de que, en toda mi carrera, sólo he amado realmente dos de las películas en las que he trabajado: Dos hombres y un destino y La princesa prometida.

Pero la película hizo mucho más que complacerme. Le dio nueva vida al libro. Volví a recibir aquellas maravillosas cartas. Hoy he recibido una —palabra de honor de boy scout— de un chaval de Los Ángeles que había sido abandonado por su Buttercup y, después de diez años de separación, se enteró de que ella tenía problemas. Así que le mandó un ejemplar de la novela y, bueno, obviamente hoy vuelven a estar juntos. ¿No creéis que es maravilloso —en especial para alguien como yo, que se pasa la vida en su cueva, escribiendo— ayudar así a otro ser humano? No puede ser mejor.

Por supuesto, junto a lo bueno, también tengo de qué lamentarme. Lamento los problemas legales que tuve con los herederos de Morgenstern, sobre los que ya hablaré más adelante. Lamento que Helen y yo acabáramos haciendo pfffft. (No es que no lo viéramos venir, pero ¿era necesario que se marchara el mismo día que se estrenaba la película en Nueva York?) Y lamento que los Acantilados de la Locura se hayan convertido en la mayor atracción turística de Florin, convirtiendo la vida de sus guardas forestales en un infierno.

Pero así es la vida en la tierra; no se puede tener todo.

La princesa prometida – William Goldman

William Goldman. Escritor, novelista, guionista y articulista estadounidense nacido en Highland Park, Illinois, el 12 de agosto de 1931. Ha publicado obras bajo dos pseudónimos, Harry Longbaugh y Simon Morguestern. Precisamente bajo este último alias fue como vio la luz la que es su novela más conocida, La princesa prometida, publicada en 1973 y llevada al cine por el director Rob Reiner en 1987.

Es el autor de dos de los libros más importantes publicados acerca de la industria del entretenimiento cinematográfico, Adventures in the screen trade (1982) y Wich lie did i tell (2000). Ganador de un premio Oscar al mejor guión original por Dos hombres y un destino (Butch Cassidy and the Sundance Kid) en 1970 y de otro al mejor guión adaptado por Todos los hombres del presidente (All the President's Men) en 1977, Goldman fue uno de los guionistas cinematográficos más afamados del último cuarto del siglo XX. Otros trabajos suyos que fueron llevados al cine son Un puente lejano, The Stepford wives, Misery (adaptando al cine la novela homónima de Stephen King), Chaplin, Maverick o La hija del general.

Cine y Literatura

La princesa prometida

Dirección: