La serpiente emplumada

La serpiente emplumada - D. H. Lawrence

Resumen del libro: "La serpiente emplumada" de

Menos popular que El amante de Lady Chatterley, La serpiente emplumada es probablemente la mejor novela de D.H. Lawrence. En ella se entremezclan la atmósfera densa y extraña de un México cruel y fascinante, los sentimientos turbadores que quieren creen que la clave de la vida se encuentra en la vívida relación carnal entre hombre y mujer, y la descripción de un viaje al interior de la conciencia mítica del ser humano en el que se hace emerger potencias oscuras y liturgias ancestrales.

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PRINCIPIO DE UNA CORRIDA DE TOROS

NOTA GENERAL: Las palabras que van en bastardilla, señaladas con asterisco, vienen en español en el original.

Era el domingo después de Pascua y la última corrida de toros de la temporada en Ciudad de México. Cuatro toros especiales habían llegado de España para la ocasión, ya que los toros españoles son más fieros que los mexicanos. Quizá sea la altitud, quizá sólo el espíritu del continente occidental, pero la cuestión es que al animal nativo le falta «bravura», como lo expresó Owen.

Aunque Owen, que era un gran socialista, no aprobaba las corridas de toros, añadió:

—Nunca hemos visto ninguna. Tendremos que ir.

—Oh, sí, creo que debemos ver una —coreó Kate.

—Y es nuestra última oportunidad —dijo Owen.

Y fue a paso apresurado al lugar donde vendían las entradas, para reservar asientos, y Kate le acompañó. Al salir a la calle, se desanimó. Era como si un pequeño personaje se enfurruñara y resistiera en su interior. Ni ella ni Owen hablaban mucho español, había un gran bullicio ante la taquilla, y un desagradable individuo se adelantó para hablar por ellos en americano.

Era evidente que debían comprar entradas de «Sombra», pero querían economizar, y Owen dijo que prefería sentarse entre la multitud, por lo cual, pese a la resistencia del hombre de la taquilla y los curiosos, compraron asientos reservados en «Sol».

El espectáculo se celebraba el domingo por la tarde. Todos los tranvías y los horribles autocares Ford, llamados camiones* llevaban el letrero de Toros* y se dirigían en tropel hacia Chapultepec. Kate volvió a tener aquel repentino y sombrío presentimiento de que no debía ir.

—No tengo muchos deseos de ir —confesó a Owen.

—Oh, pero ¿por qué no? Yo no creo en ellas por principio, pero nunca hemos visto una, así que debemos ir.

Owen era americano. Kate, irlandesa. «No haber visto nunca una significaba tener que ir». Pero era lógica americana, y no irlandesa, y Kate tuvo que dejarse convencer.

Naturalmente, Villiers iba encantado, y es que él también era americano y tampoco había visto nunca una corrida, y como era más joven, él más que nadie, tenía que ir.

Se metieron en un taxi marca Ford y fueron. El desvencijado vehículo bajó velozmente por la ancha calle de asfalto y piedra y melancolía dominical. Los edificios de piedra tienen en México una melancolía peculiar, dura y seca.

El taxi frenó en una calle lateral, bajo el gran andamiaje de hierro de la plaza. En el arroyo, unos hombres bastante sucios vendían pulque y dulces, pasteles, fruta y fritos grasientos. Atrevidos automóviles llegaban veloces y se alejaban renqueando. Pequeños soldados con descoloridos uniformes de algodón, entre rosados y pardos, se mantenían frente a la entrada. Sobre la escena entera se cernía la estructura de hierro de la fea e inmensa construcción.

Kate tenía la impresión de ir a la cárcel. En cambio, Owen se dirigió excitado hacia la puerta que correspondía a su entrada. En el fondo, él tampoco deseaba ir, pero era un americano nato y si había un espectáculo, tenía que verlo. Esto era la «Vida».

El hombre que revisaba los billetes en la entrada se plantó de repente, cuando estaban pasando, delante de Owen, le puso ambas manos sobre el pecho y cacheó su cuerpo de arriba abajo. Owen dio un respingo y se quedó inmóvil. El individuo se hizo a un lado. Kate estaba petrificada.

Entonces Owen adoptó una actitud sonriente mientras el hombre les hacía seña de que pasaran.

—¿Buscando armas? —preguntó, guiñando el ojo a Kate con divertida excitación.

Pero ella aún no se había repuesto del horrible susto, del temor de que aquel hombre la palpara.

Salieron de un túnel al hueco del anfiteatro de hierro y cemento. Un verdadero rufián acudió a mirar las entradas para indicarles los asientos reservados; movió la cabeza hacia abajo y se alejó con indolencia. Ahora Kate ya sabía que estaba en una trampa, en una gran trampa de cemento.

Bajaron por los escalones de cemento hasta que sólo faltaban tres hileras para el ruedo. Aquélla era su hilera. Tendrían que sentarse sobre el cemento, separados por un aro de hierro. Así eran los asientos reservados de «Sol».

Kate se sentó nerviosamente entre sus dos aros de hierro y miró a su alrededor.

—¡Lo encuentro emocionante! —exclamó.

Como la mayoría de las personas modernas, tenía voluntad de ser feliz.

—¿No es emocionante? —repitió Owen, cuya voluntad de ser feliz era casi una manía—. ¿Qué dices tú, Bud?

La serpiente emplumada – D. H. Lawrence

D. H. Lawrence. Proveniente de familia humilde, estudió en la Beauvale Board School, obteniendo una beca para la Nottingham High School. Tras dejar los estudios, comenzó a trabajar en 1901, trabajo que abandonó por una enfermedad. Entre 1902 y 1906, fue maestro en la British School de Eastwood, iniciándose en la literatura. Marchó a Londres donde se afianzó en su producción literaria, comenzando a tener problemas de censura con sus obras. En 1922 marchó a Estados Unidos con intención de quedarse, pero más tarde volvería a Europa fijando residencia en Italia.

Cultivó prácticamente todos los géneros literarios, siendo un escritor realista dentro del estilo modernista. Durante muchos años fue denostado en su país donde se llegó a considerar su escritura como pornográfica, por la importancia que daba al sexo en sus obras. Tras su muerte, su memoria fue recuperada, ocupando el sitio que merecía por sus cualidades.