Pura pasión

Resumen del libro: "Pura pasión" de

«A partir del mes de septiembre del año pasado, no hice otra cosa que esperar a un hombre : que me llamara y que viniera a verme» ; así empieza la historia sobre la pasión de una mujer culta, inteligente, económicamente independiente, divorciada y con hijos ya mayores, que pierde la cabeza por un diplomático de un país del Este «que cultiva su parecido con Alain Delon» y siente especial debilidad por la buena ropa y los coches aparatosos. Si el tema que da lugar a esta novela es aparentemente trivial, no lo es en absoluto la vida que lo alienta. Muy pocas veces antes se había hablado con tan descarnado descaro, por ejemplo, del sexo masculino o del deseo que idiotiza, que trastoca. La escritura aséptica y desnuda de Annie Ernaux consigue introducirnos, con la precisión de un entomólogo que observa un insecto, en el febril, extasiado y devastador desvarío que cualquier mujer -¿y cualquier hombre ?-, en cualquier lugar del mundo, ha experimentado sin duda al menos una vez en su vida.

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Nous Deux —la revista— es más obscena que Sade.
Roland Barthes

Este verano, vi por primera vez una película clasificada X en la televisión, por el Canal +. Mi televisor no tiene descodificador, las imágenes en la pantalla son borrosas, y en vez de diálogos se oía una banda sonora extraña, chisporroteos, clapoteos, una especie de lenguaje diferente, suave e ininterrumpido. Se distinguió una silueta de mujer en corsé y medias, y a un hombre. La historia era incomprensible y no se podía anticipar nada, ni los gestos ni los actos. El hombre se acercó a la mujer. Hubo un primer plano, apareció el sexo de la mujer, perfectamente visible en el centelleo de la pantalla, luego el sexo del hombre, en erección, que se presenta en el de la mujer. Durante un largo tiempo se fue mostrando el vaivén de los dos sexos desde varios ángulos. La polla de nuevo, entre los dedos del hombre, y el esperma se derramó sobre el vientre de la mujer. Sin duda, una acaba por acostumbrarse a ver estas cosas, pero la primera vez resulta profundamente trastornadora. Han pasado siglos y más siglos, centenares de generaciones, y tan solo ahora se puede contemplar algo así, un sexo de mujer y un sexo de hombre que se unen, el esperma; lo que no se podía contemplar casi sin morir se ha convertido en algo tan fácil de ver como un apretón de manos.

Me ha parecido que la escritura debería tender a eso, a esta impresión que provoca la escena del acto sexual, a esta angustia y este estupor, a una suspensión del juicio moral.

A partir del mes de septiembre del año pasado, lo único que hice fue esperar a un hombre: que me llamara y que viniera a verme. Iba al supermercado, al cine, llevaba la ropa a la lavandería, leía, corregía exámenes, actuaba exactamente igual que antes, pero de no tener un dilatado hábito de este tipo de actos, me habría resultado imposible, salvo a costa de un esfuerzo aterrador. Sobre todo al hablar es cuando tenía la impresión de vivir llevada por mi impulso. Las palabras y las frases, hasta la risa, se formaban en mis labios sin la intervención real de la reflexión o la voluntad. Tan solo conservo por lo demás un vago recuerdo de mis actividades, de las películas que vi, de las personas con las que me relacioné. Todo mi comportamiento era artificial. Los únicos actos en los que ponía mi empeño, mi deseo, y algo que debe de ser la inteligencia humana (prever, sopesar los pros y los contras, evaluar las consecuencias), tenían todos alguna relación con este hombre:

  • leer en el periódico los artículos sobre su país (él era extranjero)
  • escoger vestidos y maquillajes
  • escribirle cartas
  • cambiar las sábanas de la cama y poner flores en la habitación
  • apuntar, para no olvidarlo, lo que tenía que decirle la próxima vez que nos viéramos y que pudiera resultarle de interés
  • comprar whisky, fruta, alimentos varios para la velada que íbamos a pasar juntos
  • imaginar en qué habitación haríamos el amor en cuanto llegara.

En las conversaciones, los únicos temas que traspasaban mi indiferencia tenían alguna relación con este hombre, con su empleo, con su país de procedencia o los sitios a los que había ido. La persona que me estaba hablando no sospechaba que mi interés por sus palabras, de repente intenso, no se debía a su manera de contar lo que me explicaba, y muy poco al tema en sí, sino a que un día, diez años antes de que yo le conociera, A., cumpliendo una misión en La Habana, tal vez hubiera entrado precisamente en aquella sala de fiestas, el Fiorendito, que mi interlocutor, estimulado por mi atención, me describía con todo lujo de detalles. Asimismo, cuando leía, el que me detuviera en una frase se debía a que hacía referencia a la relación entre un hombre y una mujer. Me parecía que me enseñaba algo de A. y que confería un significado indudable a lo que yo estaba deseando creer. Así, al leer en Vida y destino de Grossman que «cuando se ama se cierran los ojos al besar» pensaba que A. me amaba, puesto que me besaba de esta manera. Después, el resto del libro, volvía a convertirse en lo que fue para mí cualquier actividad durante un año, una manera de pasar el tiempo entre dos citas.

Todo mi horizonte consistía en la siguiente llamada telefónica para concertar una cita. Procuraba salir lo menos posible al margen de mis obligaciones profesionales —cuyos horarios él conocía—, siempre temerosa de perderme una llamada suya durante mi ausencia. Evitaba también utilizar el aspirador o el secador de cabello, pues me habrían impedido oír el timbre del teléfono. Cuando sonaba, me consumía en una esperanza que a menudo duraba poco más que el tiempo de descolgar lentamente el auricular y decir «diga». Al descubrir que no era él, me embargaba tal decepción que cogía manía a la persona que estaba al otro lado de la línea. Pero cuando oía la voz de A., mi espera indefinida, dolorosa, celosa evidentemente, se esfumaba tan deprisa que tenía la impresión de haber estado loca y de recuperar repentinamente la normalidad. En el fondo, me asombraba la insignificancia de aquella voz y la importancia desmedida que revestía en mi vida.

Si me anunciaba que iba a venir al cabo de una hora una «oportunidad», es decir, un pretexto para volver tarde a casa sin despertar las sospechas de su mujer=, yo entraba en otro estado de espera, con la mente en blanco, sin deseo incluso (hasta el punto de llegar a preguntarme si iba a ser capaz de gozar), rebosante de una energía febril aplicada a unas tareas que no conseguía ordenar: tomarme una ducha, sacar unas copas, pintarme las uñas, pasar el trapo. Ya no sabía a quién esperaba. Me encontraba absorbida tan solo por aquel instante cuya aproximación siempre me ha llenado de un terror indecible en el que oiría el frenazo del coche, el chasquido de la puerta, sus pasos en el vestíbulo de hormigón.

Cuando me dejaba un intervalo más prolongado, tres o cuatro días entre su llamada y su llegada, imaginaba con fastidio todas las tareas que iba a tener que cumplir y las cenas de amigos a las que iba a tener que asistir antes de volver a verle. Me habría gustado no tener nada que hacer salvo esperarle. Y vivía con la angustia creciente de que surgiera cualquier percance que diera al traste con nuestra cita. Una tarde, cuando volvía en coche a casa y él tenía que llegar media hora después, de pronto se me pasó por la cabeza la posibilidad de verme implicada en un choque. Enseguida pensé: «No sé si me detendría»[1].

Una vez lista, maquillada, peinada y con la casa ordenada, me sentía, si aún disponía de tiempo, incapaz de ponerme a leer o a corregir exámenes. En cierto modo, tampoco deseaba distraer mi pensamiento con algo que no fuera esta espera: no estropearla. A menudo escribía en una hoja de papel la fecha, la hora, y «va a venir» y otras frases, temores de que no viniera, de que su deseo hubiera menguado. Por la noche, recuperaba la hoja, «ha venido», y anotaba desordenadamente de talles del encuentro. Luego contemplaba, aturdida, la hoja de papel garabateada, con los dos párrafos escritos antes y después, que se leían seguidos, sin interrupción. Entre ambos se habían producido palabras, gestos, que ha cían que todo lo demás se tornara irrisorio, incluida la escritura mediante la cual trataba de fijarlos. Un espacio de tiempo delimitado por dos ruidos de coche, su R25 frenando y volviendo a arrancar, en el que yo estaba se gura de que jamás había habido en mi vida nada más importante ni tener hijos, ni aprobar oposiciones, ni viajar lejos que eso, estar en la cama con este hombre a media tarde.

Pura pasión – Annie Ernaux

Annie Ernaux. Es una escritora francesa nacida en Lillebonne, Francia, en 1940. Estudió letras modernas en la Universidad de Rouen y luego enseñó en un liceo en Normandía. Su primera novela, "Les Armoires vides" ("Los Armarios Vacíos"), fue publicada en 1974 y recibió el premio Renaudot. Desde entonces, ha escrito una serie de novelas y ensayos que se centran en temas como la memoria, la clase social y la identidad.

Gran parte de su obra se basa en su propia experiencia y en la vida de la clase trabajadora en Francia. En su novela más conocida, "La Place" ("El Lugar"), publicada en 1983, describe la vida de su padre, un campesino que se convirtió en dueño de una tienda en un pequeño pueblo. En "Une Femme" ("Una Mujer"), publicada en 1987, se centra en su propia vida y en la evolución de la condición de las mujeres en Francia.

Ernaux ha sido galardonada con numerosos premios literarios en Francia, entre ellos el premio Marguerite Yourcenar y el premio del Festival de Cine de Cannes. Además de su carrera literaria, también ha enseñado escritura creativa en la Universidad de Rennes.