Ubik

Resumen del libro: "Ubik" de

Glenn Runciter ha muerto. ¿O lo han hecho todos los demás? Alguien murió en una explosión organizada por sus competidores. De hecho, es el funeral de Runciter el que está programado en Des Moines. Pero mientras tanto, sus afligidos empleados están recibiendo asombrosos y a veces escatológicos mensajes de su jefe. Y el mundo que les rodea está alterándose de formas que sugieren que se les está agotando el tiempo. O que ya lo ha hecho.

Esta cáustica comedia metafísica de muerte y salvación (servida en cómodo aerosol) es un tour de force de amenaza paranoica y diversión sin trabas, en la que los fallecidos dan consejos comerciales, compran su siguiente encarnación, y corren continuamente el riesgo de morir de nuevo.

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A Tony Boucher

Ich sih die liehte heide
in gruner varwe stan
dar suln wir alle gehen
die sommerzeit enpahen.

Veo el bosque soleado
reluciente de verdor;
¡vayamos pronto, corramos,
que el verano ya llegó!

1

Hoy nos toca hacer limpieza, amigos: éstos son los descuentos con los que liquidamos nuestros silenciosos Ubiks eléctricos. Sí, echamos la casa por la ventana. Y recuerden: todos nuestros Ubiks han de ser usados de acuerdo con las instrucciones.

A las tres y media de la madrugada del cinco de junio de 1992, todos los videófonos se pusieron en funcionamiento: el telépata jefe del Sistema Sol había caído del mapa situado en las oficinas de Runciter Asociados en Nueva York. Durante los dos últimos meses, la organización Runciter había perdido la pista de demasiados psicos de Hollis; aquella desaparición no causaría mayor sorpresa.

—¿Señor Runciter? Siento molestarle. —El técnico encargado del mapa en el turno de noche carraspeó nerviosamente mientras la voluminosa y desaseada cabeza de Glen Runciter emergía hasta llenar por completo la videopantalla—. Hemos recibido noticias de uno de nuestros inerciales. A ver… —Revolvió un desordenado montón de cintas del grabador que recibía las comunicaciones del exterior—. Lo ha comunicado la señorita Dorn; como recordará, le había seguido hasta Green River, Utah, donde…

—¿De quién me habla? No puedo tener siempre en la cabeza qué inercial está siguiendo a qué telépata o a qué precognitor —masculló, soñoliento, Runciter. Se alisó con una mano la ondulada masa de cabello gris—. Vaya al grano y dígame cuál de los de Hollis es el que falta ahora.

—S. Dole Melipone —dijo el técnico.

—¿Cómo? ¿Que Melipone ha volado? No diga tonterías.

—No digo tonterías —aseguró el técnico—. Edie Dorn y otros dos inerciales le siguieron hasta un motel llamado «Los Lazos de la Experiencia Erótica Polimorfa», un complejo subterráneo de sesenta módulos que recibe una clientela de hombres de negocios y furcias. Edie y sus colegas no creían que Melipone estuviera en actividad, pero para asegurarnos mandamos a uno de nuestros propios telépatas, G.G. Ashwood, a que le leyera. Ashwood encontró un verdadero lío envolviendo la mente de Melipone y no pudo hacer nada, así que volvió a Topeka, Kansas, donde ahora rastrea una nueva posibilidad.

Runciter, ya más despierto, había encendido un cigarrillo. Con la mano en el mentón y expresión sombría, seguía sentado mientras el humo del cigarrillo se elevaba a través del objetivo de su extremo del doble circuito.

—¿Seguro que el telépata era Melipone? Según parece, ya nadie sabe qué aspecto tiene exactamente; debe de cambiar de patrón fisonómico una vez al mes. ¿Y de su campo qué hay?

—Le dijimos a Joe Chip que fuese al motel y midiese la amplitud del campo generado allí. Según Chip, se registraba un máximo de sesenta y ocho coma dos unidades de aura telepática que sólo Melipone, entre todos los telépatas conocidos, puede producir. Así que colocamos la identichapa de Melipone en este punto del mapa. Y ahora Melipone… bueno, la chapa… ya no está.

—¿Ha mirado por el suelo o detrás del mapa?

—La identichapa ha desaparecido electrónicamente. El hombre que representa ya no está en la Tierra ni, por lo que sabemos, en ninguna de sus colonias.

—Iré a consultar con mi difunta esposa —dijo Runciter.

—Pero los moratorios están cerrados. Es más de medianoche.

—No en Suiza —repuso Runciter, sonriendo con una mueca.

Se despidió brevemente y cortó la comunicación.

Como propietario del Moratorio de los Amadísimos Hermanos, Herbert Schoenheit von Vogelsang llegaba al trabajo, naturalmente, antes que sus empleados. En aquel momento, mientras el glacial edificio empezaba a animarse y a poblarse de ecos, un individuo de aspecto clerical y aire preocupado, con gafas oscuras y ataviado con una chaqueta de piel y zapatos amarillos puntiagudos, esperaba ante el mostrador de la recepción con un resguardo en la mano. Era obvio que venía a felicitar a algún pariente. El Día de la Resurrección —la festividad en la que se honraba públicamente a los semivivos— estaba a la vuelta de la esquina y pronto empezarían las aglomeraciones.

—Sí, señor, atenderé personalmente su petición —le dijo Herbert sonriendo obsequiosamente.

—Es una señora mayor, de unos ochenta años, bajita y más bien delgada. Mi abuela —señaló el cliente.

—Es cuestión de un minuto—. Herbert se acercó a los recipientes refrigerados para localizar el número 3054039-B. Cuando dio con él, examinó el correspondiente informe sobre el estado de la carga. Quedaba una reserva de quince días de semivida.

No era mucho, pensó; conectó un amplificador protofasónico portátil a la tapa transparente del ataúd, lo encendió y movió el sintonizador en busca de la frecuencia adecuada para encontrar señales de actividad cerebral. Por el altavoz salió una voz apagada:

«Y entonces fue cuando Tillie se dislocó el tobillo; todos pensábamos que no se pondría buena nunca, con todas esas tonterías de empezar a caminar antes de lo debido.»

Satisfecho, desconectó el amplificador y llamó a un empleado para que se encargara de llevar el recipiente 3054039-B a la sala de conferencias, donde el cliente podría ponerse en contacto con la anciana señora.

—Ya la ha comprobado, ¿verdad? —preguntó el visitante mientras abonaba los correspondientes contacreds.

—Sí, personalmente —respondió Herbert—. Funciona a la perfección. —Pulsó una serie de interruptores y dio un paso atrás—. Feliz Día de la Resurrección, señor.

—Gracias. —El cliente se sentó frente al ataúd, humeante en su envoltura de hielo sintético. Se colocó unos auriculares apretándolos contra sus oídos y habló en tono firme por el micrófono—: Flora, querida, ¿me escuchas? Me parece que te oigo bien. Flora…

«Cuando me muera», se dijo Herbert Schoenheit von Vogelsang, «creo que dispondré que mis herederos me hagan revivir un día cada cien años: así podré ver qué suerte corre la Humanidad». Pero aquello supondría para ellos un elevado coste de mantenimiento y él sabía muy bien lo que significaba. Tarde o temprano se negarían a cumplir su voluntad, sacarían su cuerpo del refrigerante y —Dios no lo quisiera— lo enterrarían.

—La inhumación es una práctica propia de bárbaros —musitó—. Pura reminiscencia de los primitivos orígenes de nuestra cultura.

—Sí, señor —corroboró su secretaria, sentada a la máquina de escribir.

En la sala de conferencias, a intervalos regulares, varios clientes se comunicaban con sus parientes semivivos, en un silencio arrobado, situado cada uno frente a su correspondiente ataúd. Aquellos fieles, que acudían con tanta puntualidad a rendir homenaje a sus allegados, eran una visión reconfortante. Les llevaban recados, noticias de lo que ocurría en el exterior, animaban a los semivivos en los intervalos de actividad cerebral.

Y pagaban su buen dinero a Herbert Schoenheit von Vogelsang.

La administración de un moratorio era un negocio saneado.

—Me parece que mi papá está un poco alicaído —dijo un joven, reclamando la atención de Herbert—. ¿Tendrá usted la bondad de comprobar su estado? Se lo agradeceré mucho.

—Desde luego —respondió, acompañando al cliente hasta donde estaba el fallecido.

La reserva alcanzaba apenas a unos pocos días, lo cual explicaba la calidad enrarecida de la cerebración. Pero aún… Aumentó el volumen del amplificador protofasónico y la voz del semivivo cobró mayor potencia a través del auricular. «Está casi en las últimas», pensó Herbert. Resultaba perfectamente obvio que el hijo no deseaba enterarse del nivel de la reserva ni saber que el contacto con su padre se iba perdiendo. No le dijo nada. Se limitó a salir de la sala, dejando al hijo en comunicación con el padre. ¿Por qué habría de decirle que aquélla era seguramente la última vez que venía? En cualquier caso, pronto iba a enterarse.

En la plataforma de carga de la parte trasera del Moratorio acababa de aparecer un camión. Saltaron de él dos hombres con uniformes azul celeste que Herbert conocía muy bien. Leyó el rótulo: «Transportes y Almacenaje Atlas Interplan». Venían a entregar un semivivo o a llevarse a alguno definitivamente fallecido. Se dirigía indolentemente hacia ellos, para supervisar la operación, cuando le llamó su secretaria:

—Siento interrumpir sus meditaciones, Herr Schoenheit von Vogelsang, pero hay un cliente que desea que le ayude a reavivar a un familiar suyo. —Su voz cobró un peculiar matiz—. Es el señor Glen Runciter, que acaba de llegar de la Confederación Norteamericana.

Un hombre alto, entrado en años, de grandes manos y zancada larga y decidida, se acercaba hacia él. Llevaba un traje de Dacron policolor, faja de género de punto y corbatín de viscosilla teñida. Su cabeza, voluminosa como la de un tigre, se inclinaba hacia delante mientras le escudriñaba con sus grandes y prominentes ojos, de expresión a la vez cálida y penetrante.

Runciter mantenía en su rostro una apariencia de cordialidad profesional, una atención decidida que fijaba en Herbert, al que estuvo a punto de dejar atrás, como si se dirigiera directamente a lo que le había traído allí.

—¿Cómo está Ella? —atronó Runciter, cuya voz sonaba como si pasase por un amplificador electrónico—. ¿Podrá ponerlo en marcha para que converse con ella? Sólo tiene veinte años; debe de estar en mejor forma que usted y yo.

Soltó una risita que tenía algo de abstracto, de distante; siempre sonreía y siempre soltaba la misma risita, su voz sonaba siempre atronadora, pero en su interior no sentía la presencia de nadie ni le importaba: era sólo su cuerpo el que sonreía, hacía ademanes de asentimiento y estrechaba manos. Nada alcanzaba su mente, que permanecía siempre alejada. Amable, pero distante, arrastró a Herbert a su lado, barriendo a grandes zancadas la distancia que le separaba de los receptáculos congelados en los cuales yacían los semivivos.

—Hacía tiempo que no le veíamos por aquí, señor Runciter —comentó Herbert, que no recordaba los datos relativos a la señora Runciter ni cuánta semivida le quedaba.

Con la palma de la mano en la espalda de su acompañante para que éste apretara el paso, Runciter dijo:

—Éste es un momento muy importante, Von Vogelsang. Nuestros negocios toman un cariz que va más allá de todo lo racional. No estoy en situación de hacer ninguna revelación al respecto, pero puedo decirle que consideramos que la situación es alarmante aunque no desesperada. La desesperación no es nunca lo más indicado. ¿Dónde está Ella? —Se detuvo y miró rápidamente a su alrededor.

—Se la traeré a la sala de conferencias —dijo Herbert; los clientes no debían permanecer en la sala de los nichos—. ¿Tiene usted el número del resguardo, señor Runciter?

—No, caramba: lo perdí hace meses. Pero usted ya sabe cómo es Ella Runciter, mi mujer, y podrá encontrarla: unos veinte años, ojos pardos y cabello castaño. —Miró de nuevo a su alrededor, con impaciencia—. ¿Dónde está esa sala? Antes la tenía instalada donde yo podía encontrarla.

—Acompañe al señor Runciter a la sala de conferencias —ordenó Herbert a uno de sus empleados, que les había estado siguiendo a alguna distancia movido por la curiosidad de ver en persona al mundialmente famoso propietario de una organización anti-psi.

Mirando al interior de la sala, Runciter dijo con aversión:

—Está lleno. Ahí no puedo hablar con Ella. —Corrió tras de Herbert, que se encaminaba hacia los archivos del moratorio—. Señor Von Vogelsang —dijo, dándole alcance y dejando caer de nuevo su zarpa sobre la espalda del hombre; Herbert sintió su peso, su vigor persuasivo—, ¿no tienen ustedes algún sancta sanctorum, algún lugar más discreto para comunicaciones de carácter confidencial? Lo que debo discutir con mi esposa Ella es algo que nosotros, Runciter Asociados, todavía no estamos preparados para revelar al mundo.

Cediendo a la urgencia que había en la voz y en la presencia física de Runciter, Herbert se oyó mascullar:

—Haré que disponga usted de la señora Runciter en uno de nuestros despachos, señor.

Se preguntó qué habría ocurrido, qué presión habría obligado a Runciter a salir de su feudo y emprender aquel tardío peregrinaje hasta el Moratorio de los Amadísimos Hermanos para poner en marcha, por usar su misma cruda expresión, a su esposa semiviva. Alguna especie de crisis de negocios, conjeturó.

Las diversas instituciones de prevención anti-psi difundían estridentes arengas por televisión en los homeodiarios. «Defienda su intimidad» repetían machaconamente los anuncios transmitidos a todas horas y por todos los medios de comunicación. «¿Le ronda algún extraño? ¿Está alguien al corriente de sus pensamientos? ¿Se siente usted realmente solo?» Aquello iba por los telépatas. Había además la puntillosa preocupación por los precognitores: «¿Predice sus actos alguien que usted no conoce, alguien que usted no desearía recibir en casa? Ponga fin a sus inquietudes: acudiendo a la organización de previsión más cercana podrá saber si es usted efectivamente víctima de una intrusión no autorizada y en tal caso, siguiendo sus instrucciones, la organización cuidará de eliminar tal intrusión… a un precio muy asequible».

«Organizaciones de previsión». Le gustaba el término: era preciso y tenía cierto empaque. Conocía el problema por propia experiencia: dos años atrás, un telépata se había filtrado en el personal de su moratorio, por razones que no pudo averiguar.

Seguramente lo haría para participar en las confidencias de algún semivivo. Fuera por lo que fuere, el hecho era que un agente de una de las organizaciones anti-psi había detectado el campo telepático y le había puesto sobre aviso. Cuando hubo firmado el contrato correspondiente le destacaron un antitelépata en las dependencias del moratorio. El telépata no fue localizado pero sí neutralizado, tal como prometían los anuncios de la televisión, y acabó por abandonar su cometido. En la actualidad, el moratorio estaba libre de influencias psi y, para asegurar la permanencia de tal situación, la organización lo inspeccionaba una vez al mes.

—Muchas gracias, señor Vogelsang —dijo Runciter, siguiendo a Herbert a través de una estancia en la que trabajaban varios empleados y pasando a una habitación interior que olía a viejos microdocumentos ya inútiles.

«Naturalmente», rumió Herbert, «me fié de su palabra cuando me dijeron que había un telépata en la casa; presentaron como prueba un gráfico que habían obtenido. A lo mejor era falso, hecho en sus propios laboratorios. También me fié de su palabra cuando dijeron que el telépata había abandonado. Total: que vino, se marchó y yo pagué dos mil contacreds».

¿No serían esas organizaciones de previsión simples estafas organizadas? ¿No estarían creando la demanda de unos servicios que las más de las veces eran innecesarios?

Reflexionando sobre ello, se dirigió de nuevo hacia los archivos. Esta vez Runciter no le siguió; se quedó trasteando ruidosamente por el cuarto y, suspirando, acomodó finalmente su aparatosa mole en una frágil butaca. A Herbert le pareció que el fornido anciano estaba cansado, a pesar de su acostumbrado despliegue de energía.

«Cuando uno pertenece a ese mundo», concluyó Herbert, «tiene que actuar de una forma especial, tiene que aparecer como algo más que un simple ser humano con sus fallos y sus achaques».

El cuerpo de Runciter debía de contener más de una docena de prótesis, órganos artificiales injertados que suplían a los naturales, ya envejecidos o perdidos. La ciencia médica le proporcionaba los instrumentos y la autoridad de la mente de Runciter hacía el resto. Se preguntó qué edad tendría; resultaba ya imposible deducirla de su aspecto, en especial pasados los noventa.

—Señorita Beason, localíceme a la señora Ella Runciter y deme su identinúmero. Hay que llevarla a la oficina 2-A —ordenó a su secretaria. Se sentó al otro extremo del despacho y se entretuvo en tomar un par de pellizcos de rapé Príncipe, de Fribourg & Treyer, mientras la señorita Beason emprendía la tarea, relativamente fácil, de localizar a la esposa de Glen Runciter.

Ubik – Philip K. Dick

Philip K. Dick. Escritor estadounidense, estudió algunos años en la Universidad de Berkeley, aunque tras cursar varias asignaturas no llegó a licenciarse. Allí fue donde Dick se aficionó a la música y la radio, descubriendo el ambiente contracultural americano, en aquellos años dominado por el movimiento beat, escribiendo sus primeros relatos.

De hecho, Dick es muy conocido por su maestría dentro del campo del relato de ciencia ficción, donde plasmó gran parte de sus inquietudes y obsesiones. Además, fue autor de varias novelas de gran importancia dentro del género en los años 70, como Sueñan los androides con ovejas eléctricas -que fue llevada al cine con el título de Blade Runner-, Una mirada a la oscuridad, Paycheck, Ubik o Fluyan mis lágrimas dijo el policía.

Pese al premio Hugo de 1963, Dick fue considerado en vida como un autor de culto y poco conocido para el gran público. Sus obras no le permitieron una independencia económica solvente pese a los más de 120 relatos que llegó a publicar. Contó con el apoyo y reconocimiento de la mayoría de autores de género de ciencia ficción de su época. Hoy en día es considerado como uno de los escritores del siglo XX más adaptados al cine y la televisión, con recientes estrenos como El hombre en el castillo, serie producida por Amazon en 2015.

La última parte de su obra escrita estuvo muy influida por una serie de visiones que, unidos a ciertos problemas psicológicos, le hicieron creer que estaba en contacto con una entidad divina a la que llamó SIVAINVI -VALIS-. En sus últimos años, Dick mostró síntomas de una paranoia aguda, obsesión que se ve también reflejada en obras como Una mirada a la oscuridad.

Philip K. Dick murió el 2 de marzo de 1982 en Santa Ana.