Los tres estigmas de Palmer Eldritch

Resumen del libro: "Los tres estigmas de Palmer Eldritch" de

Philip K. Dick, conocido por su maestría en explorar las complejidades del alma humana y las realidades alternativas, nos lleva en un viaje fascinante y perturbador a través de un futuro distópico. En este sombrío escenario, las Naciones Unidas se han transformado en un régimen omnipresente, cuyo control se basa en la distribución de drogas entre los colonos de planetas exteriores. Estas sustancias no solo sirven como una vía de escape, sino también como instrumento de dominación.

La trama se despliega en Marte, donde Leo Bulero, dueño de Equipos P. P., posee un monopolio sobre la producción de miniaturas y la distribución de la droga ilegal conocida como Can-Di. Esta sustancia permite a los consumidores sumergirse en mundos de ensueño, alterando su percepción de la realidad. Sin embargo, el status quo se tambalea cuando Palmer Eldritch, un enigmático personaje con apariencia casi divina y oscuros secretos, regresa de un largo viaje, presentando una nueva droga legal, Chew-Zi, con la promesa de otorgar la vida eterna.

En el epicentro de esta turbulencia se encuentra Barney Mayerson, un empleado de Equipos P. P., quien se ve atrapado en una intriga que desencadena dilemas morales, desafíos a la lealtad y una lucha por el amor y la justicia. Mientras Eldritch se erige como un mesiánico Cristo inverso, surge el misterio: ¿Quién es Palmer Eldritch? ¿Un hombre, una entidad alienígena o una quimera de la mente humana? La incertidumbre envuelve su existencia, añadiendo un aura de enigma a esta cautivadora narrativa.

Con su prosa incisiva y visionaria, Dick nos sumerge en un abismo de cuestionamientos filosóficos sobre la naturaleza de la realidad, la identidad y los límites de la percepción humana. A través de giros narrativos ingeniosos y personajes complejos, «Los Tres Estigmas de Palmer Eldritch» se revela como una obra maestra de la ciencia ficción, capaz de perturbar y cautivar en igual medida. Esta novela no solo nos invita a reflexionar sobre el futuro de la humanidad, sino también sobre los oscuros matices del alma humana y la búsqueda constante de transcendencia.

En definitiva, la obra de Philip K. Dick sigue demostrando su vigencia como una fuente inagotable de inspiración y provocación intelectual para lectores ávidos de explorar las fronteras de la realidad y la condición humana.

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Lo que quiero decir es que debemos tener en cuenta que al fin y al cabo venimos del polvo. Sé que eso no es mucho para seguir adelante, pero no deberíamos olvidarlo. E incluso a pesar de esto, de este mal comienzo, no nos está yendo tan mal. De manera que, por mi parte, estoy convencido de que no obstante la pésima situación en la que nos encontramos, podemos salir adelante. ¿He sido claro?

De una audio-circular interna dictada por Leo Bulero a su regreso de Marte y difundida entre los consultores pre-fashion de Equipos PP.

1

Barney Mayerson se despertó con un insólito dolor de cabeza. Estaba en una habitación desconocida de un conapt desconocido. A su lado, con la sábana cubriéndole los hombros desnudos y tersos, dormía una chica desconocida que respiraba con la boca entreabierta y cuya cabellera era una mata blanca como el algodón.

Apuesto a que llego tarde al trabajo, se dijo. Se deslizó para salir de la cama y, tambaleándose, se incorporó; tenía los ojos cerrados y procuraba dominar la náusea que sentía. Sólo sabía que se encontraba a varias horas de viaje de su oficina, y quizá ni siquiera en Estados Unidos. Sea como fuere, estaba en la Tierra; la gravedad que le hacía perder el equilibrio era familiar, normal.

Y más allá, en la habitación contigua, al lado del sofá, un maletín conocido, el de su psiquiatra, el doctor Smile.

Descalzo, entró en el salón sin hacer ruido y se sentó junto al maletín; lo abrió, pulsó unos interruptores y se conectó al doctor Smile. Los contadores se activaron y el mecanismo emitió un zumbido.

—¿Dónde estoy? —preguntó Barney—. ¿Y a qué distancia me encuentro de Nueva York?

Eso era lo más importante. Entonces vio el reloj en la pared de la cocina del apartamento: eran las 7.30 horas. Todavía era temprano.

El mecanismo, que era la extensión portátil del doctor Smile y estaba conectado por medio de un micro-relé con el ordenador del sótano de Renown 33, el conapt de Barney en Nueva York, exclamó con una voz metálica:

—¡Señor Bayerson!

—Mayerson —lo corrigió Barney, alisándose el pelo con los dedos crispados—. ¿Qué pasó anoche? —Sólo entonces, sintiendo a la vez una repulsión visceral, vio sobre la barra de la cocina las botellas medio vacías de whisky, de bitter y de agua mineral, los limones exprimidos y los cubos de hielo—. ¿Quién es esa chica?

—La chica que está en la cama es la señorita Rondinella Fugate. Roni, como ella misma le ha pedido que la llamara.

El nombre le sonó vagamente familiar y, en cierto modo, curiosamente relacionado con su trabajo.

—Oiga —dijo hacia el maletín. Pero justo en ese momento la chica comenzó a moverse en el dormitorio; Barney desconectó al doctor Smile en un santiamén y se incorporó, incómodo y avergonzado al estar sólo en calzoncillos.

—¿Ya te has levantado? —preguntó la chica con una voz somnolienta. Se levantó como pudo y se sentó frente a él. No está mal, pensó Barney tiene unos ojos grandes y hermosos—. ¿Qué hora es? ¿Ya está listo el café?

Barney fue a la cocina y encendió el hornillo; el agua para el café empezó a calentarse. Oyó el ruido de una puerta que se cerraba; la chica se había retirado al cuarto de baño. Se oía correr el agua. Roni estaba duchándose. Barney regresó al salón, y volvió a conectarse con el doctor Smile.

—¿Qué tiene que ver ella con Equipos PP? —preguntó.

—La señorita Fugate es su nueva asistente; llegó ayer de la China Popular, era consultora pre-fashion de Equipos PP en aquella región. De todas formas, aunque tenga talento, tiene muy poca experiencia, y el señor Bulero decidió que trabajar de asistente para usted durante un tiempo le permitiría… iba a decir «adquirir experiencia», pero no quisiera que me interpretara mal, dado que…

—Perfecto —dijo Barney.

Entró en la habitación, encontró su ropa amontonada en el suelo —sin duda, tal como él la había dejado— y comenzó a vestirse despacio. Sentía unas náuseas muy fuertes y cada vez le costaba más reprimir las ganas de vomitar.

—Tiene razón —le dijo al doctor Smile mientras volvía al salón abotonándose la camisa—. Recuerdo el informe del viernes sobre la señorita Fugate. Su talento conjetural es intermitente. Se equivocó con aquel artículo «Monitor con Escenas de la Guerra Civil Americana»… creía que iba a tener éxito en la China Popular. —Se rió.

La puerta del baño se entreabrió; alcanzó a ver a Roni, que estaba secándose: rosada, limpia y satinada.

—¿Me llamabas, cariño?

—No —respondió él—. Hablaba con mi médico.

—Todo el mundo comete errores —sentenció el doctor Smile, algo ausente.

—¿Cómo fue que ella y yo… —inquirió Barney señalando la habitación— en tan poco tiempo…?

—Es una simple cuestión de alquimia —respondió el doctor Smile.

—Vamos, en serio.

—Bueno, siendo ambos precognitores, habéis previsto la posibilidad de tener una relación erótica. Así, después de tomar unas copas, habéis pensado: ¿para qué seguir esperando? Ars longa, vita brevis.

El maletín dejó de hablar porque Roni Fugate apareció, desnuda, en la puerta del baño; pasó sigilosamente frente a ellos y fue hacia la habitación. Barney pudo ver su cuerpo estrecho y esbelto, de un porte soberbio, los pechos pequeños y erguidos, con unos pezones que no eran mucho más grandes que dos guisantes rosados. O, mejor dicho, dos perlas rosadas, pensó corrigiéndose.

—Quería preguntártelo anoche —dijo Roni Fugate—. ¿Para qué consultas a un psiquiatra? Dios mío, además lo llevas contigo a todas partes; no te has separado de él ni una sola vez y lo has dejado encendido incluso cuando… —Arqueó una ceja y lo miró inquisitivamente.

—Pero ahí mismo lo apagué —observó Barney.

—¿Me encuentras bonita?

Poniéndose de puntillas, de pronto se estiró, se pasó las manos por detrás de la cabeza y, ante el asombro de Barney, se lanzó a una serie de frenéticos ejercicios, dando saltos y volteretas, sacudiendo los pechos.

—Claro que sí —susurró él, desconcertado.

—Calculo que pesaría una tonelada si cada mañana no hiciera estos ejercicios de la Unidad de Artillería de la ONU —dijo Roni Fugate, jadeante—. ¿Querrás servir el café, cariño?

—¿De verdad que eres mi nueva asistente en Equipos PP? —preguntó Barney.

—Por supuesto. ¿Acaso no lo recuerdas? Me parece que eres como la mayoría de los mejores precogs: ves el futuro con tanta claridad que apenas tienes vagos recuerdos del pasado. Y de anoche, ¿qué recuerdas exactamente?

Roni interrumpió los ejercicios, jadeando.

—Bah, creo que todo —respondió él vagamente.

—Escucha. El único motivo por el que te paseas con un psiquiatra es porque has recibido la convocatoria al servicio militar, ¿no es cierto?

Tras una pausa, Barney asintió. De eso sí que se acordaba. Había recibido el famoso sobre alargado y azul verdoso una semana antes; el miércoles próximo le tocaba pasar la prueba psicológica en el Hospital Militar de la ONU, en el Bronx.

—¿Te ha servido? —preguntó ella señalando el maletín—. ¿Te ha hecho sufrir lo suficiente?

Barney se volvió hacia la extensión portátil del doctor Smile:

—¿Y a usted qué le parece?

El maletín respondió:

—Desgraciadamente, señor Mayerson, es usted todavía absolutamente apto para el servicio; puede soportar hasta diez freuds de estrés. Lo siento. Aunque todavía nos quedan algunos días, acabamos de empezar.

Roni Fugate fue a la habitación, recogió la ropa interior y empezó a vestirse.

—Imagina —dijo ella, pensativa—. Si te reclutan, mi querido Mayerson, y te mandan a las colonias… quizá podré ocupar tu puesto. —Sonrió y dejó ver una hilera de dientes blancos y simétricos.

Era una perspectiva nada halagüeña. Y frente a ella el talento de precog no podía ayudarlo: el resultado pendía graciosamente, en perfecto equilibrio, de la balanza de las futuras relaciones de causa y efecto.

—Tú no podrías hacer mi trabajo —dijo él—. Ni siquiera pudiste hacerlo en la China Popular, donde la situación es relativamente simple en cuanto a la determinación de preelementos.

Pero algún día ella iba a poder; eso era algo que él podía prever claramente. Era muy joven y desbordaba talento innato: para igualarlo —y no había otro como él en su oficio— sólo necesitaba unos años de experiencia. A medida que tomaba conciencia de su situación fue despertándose del todo. Era muy probable que fuera reclutado y, aunque no lo fuera, Roni Fugate podía arrebatarle el puesto sin ningún problema, ese puesto tan envidiable y entrañable, por el que había trabajado pacientemente durante trece años.

Ante esta situación harto delicada, no se le había ocurrido nada mejor que acostarse con ella. Y ahora se preguntaba cómo había podido llegar a eso.

Barney se inclinó hacia el maletín y dijo en voz baja:

—Me gustaría que me dijera por qué diablos, con todos los problemas que tengo, decidí…

—Yo puedo decírtelo —gritó Roni Fugate desde la habitación. Se había puesto un suéter verde claro ajustado y se lo abotonaba frente al espejo del tocador—. Tú me lo dijiste anoche, después del quinto whisky con soda. Dijiste… —Hizo una pausa, le brillaban los ojos—. Es un poco vulgar. Dijiste: «Si no puedes con ellos, únete a ellos». Sólo que, lamento decirlo, el verbo que usaste no fue precisamente «unirse».

—Hum —dijo Barney, y fue a la cocina a servirse una taza de café. De todas formas, no estaba lejos de Nueva York; obviamente, si la señorita Fugate trabajaba también para Equipos PP, debía encontrarse a una distancia razonable de su lugar de trabajo. Podrían incluso viajar juntos. Sería fantástico. Se preguntó si Leo Bulero, su jefe, lo aprobaría si llegaba a enterarse. ¿Había una política oficial de la empresa sobre los trabajadores que se acostaban juntos? Había, eso sí, una política para todas las cosas… Aunque le costaba entender cómo un hombre que se pasaba la vida en las lujosas playas de la Antártida o en las clínicas alemanas de Terapia Evolutiva tenía aún el tiempo de concebir reglas para cualquier eventualidad.

Algún día, se dijo para sus adentros, viviré como Leo Bulero, en lugar de quedarme en Nueva York a una temperatura de 82 grados…

Los tres estigmas: Philip K. Dick

Philip K. Dick. Escritor estadounidense, estudió algunos años en la Universidad de Berkeley, aunque tras cursar varias asignaturas no llegó a licenciarse. Allí fue donde Dick se aficionó a la música y la radio, descubriendo el ambiente contracultural americano, en aquellos años dominado por el movimiento beat, escribiendo sus primeros relatos.

De hecho, Dick es muy conocido por su maestría dentro del campo del relato de ciencia ficción, donde plasmó gran parte de sus inquietudes y obsesiones. Además, fue autor de varias novelas de gran importancia dentro del género en los años 70, como Sueñan los androides con ovejas eléctricas -que fue llevada al cine con el título de Blade Runner-, Una mirada a la oscuridad, Paycheck, Ubik o Fluyan mis lágrimas dijo el policía.

Pese al premio Hugo de 1963, Dick fue considerado en vida como un autor de culto y poco conocido para el gran público. Sus obras no le permitieron una independencia económica solvente pese a los más de 120 relatos que llegó a publicar. Contó con el apoyo y reconocimiento de la mayoría de autores de género de ciencia ficción de su época. Hoy en día es considerado como uno de los escritores del siglo XX más adaptados al cine y la televisión, con recientes estrenos como El hombre en el castillo, serie producida por Amazon en 2015.

La última parte de su obra escrita estuvo muy influida por una serie de visiones que, unidos a ciertos problemas psicológicos, le hicieron creer que estaba en contacto con una entidad divina a la que llamó SIVAINVI -VALIS-. En sus últimos años, Dick mostró síntomas de una paranoia aguda, obsesión que se ve también reflejada en obras como Una mirada a la oscuridad.

Philip K. Dick murió el 2 de marzo de 1982 en Santa Ana.