Policial

Con las manos limpias

Aquiles Rosales no espera para ver cómo su madre se desangra; tampoco oye sus gritos, encendidos por el dolor. Sale del cuarto con las manos limpias, como un ser libre que comienza a vivir el nuevo día. Ya no habría más burlas, ya no. Ahora puede andar tranquilo, hasta que venga a buscarlo el hombre de las esposas y la pistola.

Camina, sin prisa.

En la memoria una tonada que aún cuelga de los labios de su madre. Él la cantará ahora, solo, como hacen los hombres. Ya es grande, se lo dijo la maestra cuando él defendió a la niña Laura de los golpes de los otros, los hijos de los hombres de las esposas y la pistola, que también serán hombres de esposas y pistola cuando crezcan, para imponer el orden.

La niña Laura lo defendió cuando ellos se reían de él y le gritaban bobo. Por eso, un día le pedirá que sea su novia.

A él le gusta el orden, y su madre le ha dicho que eso es bueno, pero con Laura es diferente. Laura será su novia, y él no quiere una novia loca y de huesos jorobados.

Llega a la calzada. Hay muchos carros hoy y tendrá que atravesarla de un extremo al otro; pero él sabe que con la luz roja no se cruza, ahora seguro ponen la verde y entonces sí, su mamá se lo enseñó desde el primer día de clases. Repasa la sentencia: el niño debe portarse bien al cruzar la calle. Una y otra vez: el niño debe portarse bien, para que no venga el hombre de las esposas y la pistola, decía la madre mientras él pensaba en sus tres grillos, atados sobre láminas de aluminio al sol para que aprendieran a ser mejores niños y comerse toda la comida. Las luces son como sus grillos, y si no se portan bien para que él pueda cruzar la calle, las sacará de esa caja y les hará escribir cien veces en una hoja: yo debo portarme bien.

Ha cruzado. Fue muy fácil, bastó cerrar los ojos para no ver la escena y salir corriendo entre los gritos y los claxon desesperados.

Camina.

La culpa es de la maestra, que escribió la nota.

Y de su madre, que fue a la Iglesia de El Cobre a ver a la virgen:

—Vuelvo pronto, macho, sé bueno.

La madre lo dejó al cuidado de la maestra, pero los días lo esquivaron y Aquiles Rosales vio caer los lagrimones. Ya no quería más regaños, ni los huevos crudos en ayunas para ponerse fuerte y que el hombre de las esposas y la pistola no se lo llevara. Además, extrañaba a sus grillos, y un poco a su madre.

¿Es tonta la maestra? A él no le gusta bañarse, y la odia como nunca cuando frota la piel hasta dejarla ardiendo y llena de espuma. Eso no volverá a pasar, ya no, el niño es feliz ahora. Pero si la maestra otra vez se porta mal él comenzará a cantar y la asustará con sus dientes. El orden, porque el niño debe tener sus cosas en orden, es siempre el mismo: la tonada se eleva al cielo y la saliva cubre sus dientes; la tonada se hace ritmo caótico y la saliva, como una nata blanca, opaca el frenillo, la encía y la lengua; la tonada se refugia en su mente cuando él cierra los ojos para no ver la escena y clava el punzón en el abdomen. Él respeta el orden, será ella la que rompa la armonía con sus chirridos y sus movimientos de elefante en una cuerda floja cuando la golpee.

La madre, en cambio, le veía revolcarse por el fango vestido de hombre indio, cazaba gusarapos para él y le permitía comerse los mocos. Pero se fue a El Cobre en busca de la virgen, y estar con la maestra era como estar solo.

La soledad le gusta, sí, para jugar a que tiene una novia y le besa los labios, le roza el cuello con su lengua y sigue bajando a los pezones, que lame y pellizca hasta ver cómo abre sus piernas y se entrega señorita para él, que la penetra arriba y abajo como en las telenovelas, mientras siente la tonada explotar en su entrepierna. Pero despreciar su soledad con la maestra es una penitencia, y él no lo permitirá otra vez.

Camina, ya falta menos. El recuerdo de la madre se limita a lo que le contara de la virgen, aunque él también puede sentirlo. Son unos verdugos que llegan, le hacen la reverencia quitándose el sombrero y lo toman por la oreja para decirle:

—Vamos, macho, la pasarás tan bien como tu madre.

Entonces lo golpean y cae al suelo, vencido por el cansancio de los días. Como su madre. Gritos. Golpes. Está desnudo. Los verdugos se quitan las capas, ellos también están desnudos. Sucios. Lo ponen de rodillas y atragantan su garganta. Olor a orine. Lo toman por la cintura y lo dominan. Gritos. Golpes. Sangre. Confusión y fiebre. El empujón que arde insolente, uno tras otro hasta el cansancio. Sudor y saliva hasta el final. Y las palabras del hombre de las esposas y la pistola, que aturden al oído:

—Macho… así, macho.

Luego, como a su madre, el golpe en la cabeza.

Se ha detenido. Por un momento los verdugos le llenaron de musarañas la cabeza y pensó que le colocaban las esposas; pero él ya es grande, como dice la maestra, y echa a correr con todas sus fuerzas en busca de un escondite.

Una cueva. Esa fue la suerte de su madre, cuando los verdugos la dieron por muerta y el hombre de las esposas y la pistola, que él sabe bien que es policía aunque se disfrace de hombre malo, dio la orden de escapar. Una cueva. Uno de esos refugios que se construyeron porque ya venía la guerra y luego, cuando se quedaron con las ganas de jugar a los soldados, como le explicó en voz baja a su madre la maestra, han quedado para meaderos y cagaderos populares. Una cueva que le permitiría sanar sus huesos y su cabeza para seguir en busca de la virgen milagrosa; unos huesos que se joroban y una cabeza que se vuelve un espantajo delirante por los golpes y la obsesión de la memoria. Él presiente que una cueva puede ser la salvación; pero en el pueblo no hay ninguna, no importa, porque el hombre malo, que él sabe que es un policía, ya se ha ido.

¿Se fue o eran de nuevo las musarañas de sus pensamientos? ¡Qué furia cuando la maestra dice que todo es un invento de su mente, unos bichos que le nublan su inteligencia! Él los ha visto, son unos verdugos con la cara triste, no han encontrado novia y aún se orinan en los pantalones. Unos verdugos que no se dejan montar por el hombre de las esposas y la pistola, que se pone bravo y les apunta; pero no dispara, sino que se vuelve para atorarle la frase en el oído:

—Macho… así, macho.

Pero no, la maestra tiene razón. La maestra es buena. Son los bichos. No hay nadie en la calle, no está el hombre de las esposas y la pistola para detenerlo. Puede caminar sin prisa, cuando lo hace las musarañas se espantan.

Silba una tonada y recuerda a su madre, que regresó con la paz de todas las virgencitas juntas. Su niño estaba a salvo, la virgen hacía el milagro: una vida por la otra. Lo abraza, pero él no la reconoce. Está muy fea su madre con los huesos jorobados. Y loca, muy loca.

Esas piedras. Los amigos le tiran piedras a la loca del pueblo. Él también tira, tira con todas sus fuerzas. No quiere ver en esos ojos a su madre. Está furioso con esa musaraña que procura alimentarlo y que agradece a la virgen la salvación de un inocente. No más enfermedad para Aquiles Rosales. Piedras. Piedras y gritos para la loca. Vergüenza. Él tira, tira y da en el blanco. Y reparte la hazaña entre sus amigos, aunque después se obligue a escribir cien veces en una hoja: yo debo portarme bien.

Él es inteligente, lo dice la maestra. Cuando las piedras rebotan sobre el cuerpo de su madre y ella grita que ya llegan los verdugos con el hombre de las esposas y la pistola, él escupe en el piso y emprende el canto para que la loca no sienta dolor.

Dolor. Cuando nadie lo ve llora por ella, y la saliva es una nata que le cubre los dientes.

Camina, ya falta menos. Sabe que el hombre de las esposas y la pistola exigirá un culpable, y no lo dejará en paz hasta oírle delatar a todas sus musarañas. Pero él no puede hacerlo, qué pensará la niña Laura si él se vuelve un chivato, no querrá ser su novia ni lo besará en la boca. Un culpable.

Golpes, piedras y verdugos.

Musarañas de sus pensamientos.

Ya viene el hombre de las esposas y la pistola. Un culpable, hace falta un culpable. ¿Y si el niño corre, si se esconde en una cueva hasta que no haya más verdugos en el mundo y nadie lo recuerde? La culpa es de la maestra, que escribió la nota y sus amigos conocieron la historia de la loca, y al hijo de la loca. Por ella olvidó a sus grillos, que murieron tostados sobre láminas de aluminio sin que nadie se acordara de zafarlos. Sí, la culpa es de la maestra. Ella se ha portado mal, no más baños ni huevos crudos en ayuna para él. La maestra merece una tonada.

Aquiles Rosales, con las manos limpias, corre para su cueva; pero ha visto a los verdugos y se detiene. Tristeza. Sudor. Los verdugos lanzan golpes al aire, lo amenazan. Comienza la tonada. ¿Y la niña Laura? ¿Se casará con otro? No, él vendrá a buscarla para lamerle el cuello y pellizcarle los pezones. Tristeza. Olor a orine. Los verdugos hacen unas señas feas con las manos, se besan entre ellos y lo invitan a acercarse. Sangre. Ve las manos de los verdugos, rebosantes de sangre. Ya llegan, casi lo tocan. El punzón resplandece, a las órdenes de la tonada. Llora, y la saliva es una nata que le cubre los dientes.

Aquiles Rosales corre, el niño se porta bien. Pero el hombre de las esposas y la pistola se multiplica, muchas pistolas le apuntan y suenan las esposas al cerrarse.

Rebeca Murga. La Habana, 1973. Narradora y crítica literaria

En el Concurso Internacional de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón, España, recibió el Accésit en 2003 y en 2004 obtuvo el Premio. Ha colaborado con la revista especializada en literatura negra La Gangsterera, de España. Tiene publicados, entre otros, los libros: La enfermedad del beso y otras dolencias de amor (Ediciones Unión, La Habana, Cuba, 2008) y El esclavo y la palabra (Ediciones San Librario, Bogotá, Colombia, 2008).