Capataz buena persona, montado en caballo blanco

Caballo. Foto por Helena Lopes en Unsplash
Foto por Helena Lopes en Unsplash

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Para Manuel García Cabrera

Quirincho Morales nació tan paciente, que la paciencia le chorreaba por el cuerpo como una mantequita. Sus coterráneos en ese limbo telúrico que forma el caraveral —jíbaros¹ lijosos, con cuatro callos de misterio en la conciencia, por cuya somnolencia de encuclillados no se atrevía a pasar una ardilla—, se mofaban constantemente de la falta de astucia que tenía Quirincho para luchar con la caña.

La verdad patética era que Quirincho Morales no entendía bien la caña. La caña es una de las maldiciones que puede caer sobre un hombre, cuando el hombre no la entiende bien. Se puede dejar en ella la cintura, la alegría, la voluntad. La cuestión estaba en cogerle cariño a las cepas. Tan bonita la hoja larga, con su lindo plumerito de guajana para desollinar las gotitas azules de un amanecer. ¡Era una pocavergüenza de la suerte tener que cortar aquella lindura del cielo! Había que machetearla despacito, casi pidiendo permiso, sin prisa, sin fatiga, con el gesto remiso que puede adoptar un hombre que se vea obligado a machetear a una amiga. Quirincho Morales no entendía esto. Le metía mano a aquel horizonte corto, tumba que te tumba, limpia que te limpia, como si al otro extremo de la pieza estuviera la paz de sus ojos. El capataz anda siempre en busca de este tipo para acabar con él.

El capataz no podía creer en la furia honrada que se traía el brazo de Quirincho Morales; tampoco le gustaba la cara de susto que echaba el peón cuando el capataz se le ponía cerca; no le vio nunca echar un buche de agua para holgar. Quirincho Morales se mataba trabajando pero el capataz creía que el peón lo estaba estafando. Quirincho Morales aguantaba pacientemente los malos modos del capataz. A lo mejor para llegar a capataz había que echar aquel modo malo; a lo mejor la central le exigía al capataz que se amarrara a la cintura aquel genio, para que no se le durmiera el corte. Como en Puerto Rico hay tanto brazo colgado de los alambres, el capataz siempre terminaba por botar a Quirincho Morales y coger otro peón que entendiera mejor la caña.

Pero la paciencia nunca se le encintaba a Quirincho Morales. De tanto como anduvo de una brega para otra, se encontró un día en un ordeñadero, al cuido de unas lecheras. Entre ubres y baldes vivió algún tiempo el alma paciente de Quirincho Morales. El ganadero quebró porque se le secó la quebrada con la cual adulteraba la leche. Hubo que sacar a Quirincho Morales, casi a palos, de su nuevo oficio. Le aterraba la idea de volver a la caña después de haber gozado del dulce picor de la ganadería rural.

Se le vino a la mitad de la gana un corte, donde estaban buscando rompehuelgas. Tampoco le gustó Quirincho Morales al nuevo capataz. El capataz de rompehuelgas es el último perro que le queda a la colonia y al corte de caña. Husmea la pisada del pegador de fuego, con la misma rabia con que en el pasado, husmeaba el pasito del negro cimarrón. Tiene siempre una mano puesta en la culata del revólver. Todos los días le rompe el hocico a algún timorato, para justificar su jornal de bravucón. Los ojos cortitos de Quirincho Morales nunca se despegaban del suelo cuando el capataz maldecía cerca de él. Llegó el día en que le tocó el puñetazo a Quirincho Morales. El peón cayó entre dos tocones, con la cara bañada en sangre. Por unos momentos, Quirincho Morales gozó de la exánime dulzura de creerse muerto; miró al cielo con una sonrisa tan profunda, que el capataz se asustó. Le jamaquearon el brazo, le tiraron tantos cubos de agua en la cara, que no tuvo más remedio que juntar otra vez su paciencia deshecha, y seguir viviendo. Los picadores ganaron la huelga y la central mandó a otro capataz, más tolerable para la peonada.

Aquel sí era un capataz con quien se podía trabajar. Pronto la peonada se acostumbró a la boca chistosa de aquel gordinflón, cebado con costillas de cerdo y plátano verde, que cuando un peón decía una picardía, tenía que atajarse la risa en mitad de la pretina para que no se le saltaran las morillas. Cuando llegó al cañaveral, reunió a la peonada debajo de un guanabanillo y les confesó abruptamente que él venía del campo socialista. Desde que entró, no podía ver una gota de sudor en el mameluco de un picador sin que le mandara a descansar un rato. A Quirincho Morales le olió el susto tan pronto le puso los ojos encima:

—¿Por qué me miras con esa cara de miedo, bobo?

—La omildanza que le retoña a uno pol dentro…

—Pues mientras yo esté en esto, me dejas el susto colgado en la espequera. Aquí todos somos iguales.

El capataz tenía un caballo blanco que era el único lomo de la finca que podía con la barriga estrepitosa del capataz. Era un patillano musculoso, de cola viva, cuya blancura se distendía desde los morros hasta los espolones, en un sudoroso cabrilleo. Desde el primer día que lo vio, Quirincho Morales quedó fascinado por el caballo blanco de su capataz. El peón se le acercó tanto al caballo que el capataz le concedió la gracia de cuidar de su patillano. Quirincho Morales lo tenía reluciente, con tres aceites diarios, sin una sola ortiga en la cola. Pronto el capataz hubo de comprender que Quirincho Morales era la única garrapata que mancharía la blancura de su caballo. El capataz se reía de la amorosa garrapata pero Quirincho Morales se sentía feliz. No todos los años, en un corte de caña, un peón se encuentra con un capataz buena persona, montado en un caballo blanco. Capataz buena persona, montado en caballo blanco, es casi una estampa de Dios. Por sus dentros, el capataz empezó a desarrollar un marcado interés en la lealtad oscura de Quirincho Morales.

Una noche se lo llevó a la sombra del guanabanillo y le hizo una proposición extraña:

—Quirincho, tienes que ayudarme a hacerle un favor a un amigo mío, que tiene una finquita más arriba de este replante.

—Lo que usté mande, patrón.

—La central tiene mucha semilla y él no tiene ninguna. La cuestión es engrasar bien las yantas para pasarle uno o dos carros de semilla al pobrecito, sin que nadie lo oiga, ¿me entiendes?

—Entiendo, patrón.

—Claro, el favor tiene que quedar entre tú y yo. Los ricos creen que esto es un robo, pero tú y yo sabemos que si los pobres no nos ayudamos, los ricos acaban con nosotros.

La finquita del amigo del capataz debía ser casi tan larga como la línea del horizonte, porque Quirincho Morales gastó semanas y semanas, noche tras noche, pasando dos, tres, cuatro carros de semilla, hasta un ayuntadero, que se necesitaba ser fantasma para trasbordar por él. El capataz nunca permitió que la central llegara a enterarse de lo magnánima que puede ser la caridad de un capataz, cuando quiere ayudar a un pobre. Pero la peonada se dio cuenta del ruidoso cariño que el capataz sentía por Quirincho Morales. El caballo blanco ya saludaba a Quirincho Morales como a un alma amiga.

La felicidad siempre viene completa para aquel que nunca ha andado tras de su rabisa. Un día, Quirincho Morales descubrió en unos abreñales donde no se daban mujeres, a una mujer tan bonita, que se quedó entontecido de gozo. Tenía la pelleja blanca, el cuerpo como un guano azulenco, dos plumones chicos por pechos. Los ojos de la mujer eran de ese color indefinido que tiene la hembra cuando se encuentra acorralada por el hambre. Quirincho Morales la escondió en su bohío, con la emocionada usura del ladrón que se hurta una begonia.

La primera noche que durmió con ella le pasaba la mano por encima, con una sorpresa, con una suavidad, que casi no la tocaba. El cuerpo de la mujer tenía cosas tan vagas y tan sensibles, que Quirincho Morales temía que la mujer se le desboronara debajo de la mano, como una estrella de sal. Ella, por su parte, musitaba cosas que Quirincho Morales nunca había oído, unas cosas pegaditas al oído, que hacían estremecer de voluptuosidad hasta la manta remendada que cubría su primera noche de amor. Quirincho Morales tuvo que hacer un esfuerzo sublime para apretujar contra su cuerpo tosco la carne suspiradora de su manceba.

El capataz tiene la obligación de ojear la finca para que nadie le robe la leña, ni le rompa las higueras, ni le cargue con el estiércol. Al capataz le gustó el claror azulenco de la nueva agregada. Un día se lo dijo casi de broma:

—Vas a tener que hacerme un favorcito, Quirincho.

—Lo que usté mande, patrón.

—Regalarme la nena tuberculosa esa que tienes escondida allá arriba, amigacho.

El vuelco que le dio el corazón a Quirincho Morales fue tan brusco, que se fue de bruces sobre el camino, lo mismo que una garrapata, cuando se desprende los ijares de un caballo. Viendo el alboroto que se traía el corazón de Quirincho Morales, el capataz dejó el asunto para ajustarlo otro día, a la sombra del guanabanillo.

Quirincho Morales se dio cuenta de lo hondo que puede usufructuar una tierra un capataz buena persona cuando va montado en un caballo blanco. La mujer que vive en finca ajena es casi una ganga de la tierra, lo mismo que la leña, la higuera o el estiércol. Tan pronto se sintió asediada por el capataz, la asustadiza begonia abrió los ojos con todos los pétalos de la pestañera llenos de avispados cálculos. Es mejor mascarle los costurones a una almohada que besarle la bemba a una mujer que quiere irse con otro. Ahora, cuando Quirincho Morales le pasaba la mano a aquel cuerpo, lo encontraba más espinoso que un espinillo. En el alma desolada de Quirincho Morales, fue arrellanándose poco a poco la visión de una begonia destripada por la panza estrepitosa de un capataz. A lo mejor era natural que él le entregara aquella mujer al capataz. A lo mejor él sabía cómo hay que amar a una mujer para que se esté quieta. Sus experiencias de enamorado habían sido peores que las de cualquier perro de la finca. Alguna mujeruca del camino, que dejaba a un lado su batea de mampostiales y se levantaba su saya de horrores, para hacerle un favor a un peón desarbolado.

Una noche, al regresar de un piadoso trasbordo de alfajías que había pedido otro amigo necesitado del capataz, Quirincho Morales vio cuando el capataz brincaba por una ventana que la mujer le había dejado abierta. La miseria puede encanallecer la conciencia de un hombre, hasta hacerlo perder la rabia. Quirincho Morales se encogió de hombros y se fue a dormir a la carretería. El capataz mandó a la begonia a regar abono para alivarse un poco los ríales. La mujer empezó a trabajar con una pata mohína y la otra suspirando. Al poco, Quirincho Morales la recogió de un charco de sangre, con los ojos virados hacia el dudoso paraíso donde van a parar las regadoras de abono. Cuando llegó el capataz, Quirincho Morales le tiró en los brazos a la moribunda. El capataz estaba tan irritado, que por poco restraya a la moribunda contra el suelo. Por muy buena persona que sea su capataz, no le gusta que la gente se le muera en el trabajo. La peonada murmura, la central regaña, el gobierno chismorrea. Todavía tardó la obrerita algunas horas en morir. Quirincho Morales volvió a pasar una noche completa al lado de su begonia. Tuvo él mismo que amortajarla, cargarla a la mañana siguiente, hacerle el montoncito sobre la tumba. Quirincho Morales se puso a mirar aquel montoncito con una ambición un poco turbia. Qué bueno si él pudiera morirse allí, lo mismo que un can que deja de menear la cola.

Pero ningún peón puede morirse mientras su capataz lo necesite. Ni siquiera tiene tiempo para sumergirse en las bobas lealtades del recuerdo. Después de muerta la begonia, Quirincho Morales se dio cuenta que su destino de peón se le había fundido con el destino del caballo blanco de su capataz. Él no sabía a quién le pertenecía más; si al capataz o al caballo. El caballo tenía que aguantar la panza estrepitosa del capataz y el peón tenía que soportar la voracidad piadosa del capataz. En ambos cabalgaba aquella voz de mando, que Quirincho Morales conocía casi desde que tenía uso de razón. Se acostumbró a caminar al lado del caballo, insensible a las coces del animal y a las espoladas del capataz. Alguna que otra vez, el capataz le acariciaba la greña al peón creyendo que estaba acariciándole la crin al caballo. Alguna que otra vez le cruzaba la cara al peón creyendo que estaba afoeteándole el riñon al caballo. Quirincho Morales no se rebelaba contra el equívoco, ni sabía a quién de los dos se había apegado su último cariño. A lo mejor el capataz era bueno porque el caballo era blanco. A lo mejor el caballo era blanco porque el capataz era bueno. A lo mejor la misma bondad circulaba desde la cerda lustrosa del caballo hasta el cuero tostado del capataz. Ya Quirincho Morales no podía separar el uno del otro para otorgarle la famélica lealtad de su alma de peón. El capataz se reía de aquellos encariñamientos que tan productivos le resultaban a su panza estrepitosa:

—Como este hombre me siga así, tengo miedo que un día cualquiera me conteste con un relincho.

—Sí que está amañao el cuidadol.

—Ahora lo que usted no sabe, es cómo queremos el patillano y yo a este bendito.

Una noche, sin embargo, se volcó de un solo traspié la amistad de Quirincho Morales con el capataz y su caballo blanco. Con la primera lechada de un amanecer, llegó la voz de fantasma de Quirincho Morales hasta la oreja peluda de su capataz:

—Patrón, levántese que se me ha roto una yanta antes de llegal al trasbordo.

El susto de un capataz buena persona es la peor espuela que puede caer encima de un caballo blanco cuando sale mal un escamoteo de semilla. El patillano piafaba por los pedregales de la amanecida, tascando los segundos de la impaciencia de un capataz furioso y un peón tembloroso. Bastaron cien gotas de rocío sobre una hoja azulada para que rodaran a un precipicio, un cabrilleo nervioso, una panza estrepitosa y un alma de garrapata. El caballo cayó desnucado, con la boca botando baba y sangre. Un gemido del capataz le indicó a Quirincho hasta dónde había rodado su capataz. El capataz nunca había visto saltar un peón hasta un pescuezo de capataz. Quirincho Morales solo le dio dos puñaladas. La más leve de ellas le cercenó la cabeza.

Yo fui el abogado de oficio que defendí a Quirincho Morales por la muerte de su capataz. El fiscal lo acusó de haber dado muerte a un pobre empleado de una administración, que lo sorprendió robándose la semilla de su patrono. Hasta la begonia con su claror azulenco y sus pechos de guano salieron a relucir en el mañoso informe que le hizo el fiscal a un jurado de severos terratenientes. Aunque yo me sé, de dolido, lo mucho que soba su retórica un fiscal para ganarse el endoso de un ingenio cañero, apenas pude defender a Quirincho Morales. Cada vez que intentaba esclarecer un hecho de la defensa, el peón alzaba dos ojos idiotizados de unas manos juntas y me preguntaba él a mí:

—¿Por qué aquel hombre se caería del caballo?

Todavía cuando lo acompañé hasta la puerta de la penitenciaría, se volvió con sus ojos cortitos, envueltos en una nube pétrea, y me preguntó:

—¿Por qué aquel hombre se caería del caballo?

Yo no tuve valor para despojarlo de la única pregunta que tal vez no encontraría respuesta durante sus treinta años de recluso. Yo no tuve valor para decirle que toda su tragedia de hombre manso consistía en habérsele roto dentro del pecho el último símbolo poético que le quedaba a la canallería patriarcal, del capataz de una colonia de caña.

FIN

1. Jíbaro: perteneciente o relativo al campesino de ascendencia española, generalmente en las regiones montañosas de Puerto Rico.

Emilio S. Belaval. Narrador, ensayista, dramaturgo y jurista puertorriqueño, nacido en 1903 y fallecido en 1972. Famoso, sobre todo, por su maestría en el difícil género de la narrativa breve, es autor de unos extraordinarios relatos que sentaron las bases de la moderna prosa cuentística antillana y abrieron numerosas posibilidades estéticas a varias generaciones de narradores contemporáneos.