El concierto de la octava

Foto de Janosch Diggelmann en Unsplash

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Todos los batallones del barrio del Marais y del arrabal Saint-Antoine acampaban aquella noche en el campamento de barracones de la avenida Daumesnil. Desde hacía tres días el ejército de Ducrot combatía en las colinas de Champigny; y a nosotros nos hacían creer que constituíamos la reserva.

No había nada más triste que aquel campamento del bulevar exterior, rodeado de chimeneas de fábricas, de estaciones cerradas y de talleres desiertos, en esos barrios melancólicos que solo iluminaban algunas tabernas. Nada más glacial ni más sórdido que aquellas largas barracas de tablas, alineadas sobre el suelo apisonado, seco y duro de diciembre, con sus ventanas que cerraban mal, sus puertas siempre abiertas, y aquellos quinqués humeantes oscurecidos de bruma, como faroles al aire libre. Era imposible leer, dormir o sentarse. Había que inventarse juegos de niños para calentarse, patear y correr alrededor de las barracas. Aquella absurda inacción, tan cerca del lugar de la batalla, tenía algo de vergonzoso y de enervante, sobre todo aquella noche. Aunque había cesado el cañoneo, se intuía que allá arriba se preparaba una terrible partida, y, de vez en cuando, cuando las luces eléctricas de los fuertes iluminaban aquella parte de París con su movimiento circular, se veían tropas silenciosas agrupadas al borde de las aceras, y otras que subían por la avenida, en grupos oscuros que parecían arrastrarse por el suelo, disminuidos por las altas columnas de la plaza del Trône.

Yo estaba allí, completamente helado, perdido en la oscuridad de aquellos grandes bulevares. Alguien me dijo:

—Venga, vamos a la octava… Parece que allí hay un concierto.

Y fui. Cada una de nuestras compañías tenía su barracón; pero el de la octava tenía mejor iluminación y estaba atiborrado de gente.

Velas colocadas en el extremo de las bayonetas ardían con largas llamas oscurecidas por un humo negro, y  daban de lleno sobre todas aquellas cabezas de obreros, vulgares, y embrutecidas por la embriaguez, el frío, la fatiga y ese dormir de pie, que marchita y hace palidecer. En un rincón dormía la cantinera, con la boca abierta, hecha un ovillo sobre un banco, delante de su mesita cargada de botellas vacías y vasos sucios.

Estaban cantando.

Los aficionados subían por turnos a un escenario improvisado en el fondo de la sala, y se colocaban, declamaban y se envolvían en sus ropas, con reminiscencias de melodramas. Allí encontré las voces enronquecidas y cascadas que resuenan al fondo de los pasajes de las ciudades obreras llenas de griterío infantil, de jaulas colgadas, de tiendecillas ruidosas. Todo eso resulta encantador cuando se escucha mezclado con el ruido de herramientas, con el acompañamiento del martillo y de la garlopa; pero allí, sobre aquel estrado resultaba ridículo y deprimente.

Tuvimos, en primer lugar, a un obrero filósofo, al mecánico de larga barba, cantando los pesares del proletario Pobre proletario… o… o… con una voz chillona, en la que la santa Internacional había infundido toda su ira. Luego apareció otro, medio dormido, que nos cantó la famosa canción de La Canalla, pero con un ritmo tan aburrido, tan lento, tan doliente, que parecía una nana… Es la canalla… pues bien… de ella soy yo… Y, mientras este salmodiaba,  se oían los ronquidos de los dormilones que buscaban los rincones y se volvían de espaldas a la luz, gruñendo.

De pronto, una ráfaga blanca penetró por entre las tablas e hizo palidecer la llama rojiza de las velas. Al mismo tiempo un estruendo sordo hizo temblar el barracón, y casi inmediatamente otros truenos más sordos, más lejanos, resonaron allá lejos en las colinas de Champigny, en sacudidas que iban disminuyendo poco a poco. Era la  batalla que volvía a empezar.

¡Pero a los cantantes les importaba muy poco la batalla!

Aquel estrado, aquellas cuatro velas habían removido en todos aquellos hombres no sé qué instintos de cómicos de la lengua. Había que verlos espiando la última coplilla, arrancarse unos a otros los cantares de la boca. Nadie sentía ya el frío. Los que estaban en el escenario, los que bajaban de él,  y también los que aguardaban su turno con su canción en la garganta, todos estaban rojos, sudorosos, con la mirada encendida. La vanidad les hacía entrar en calor. Había allí celebridades de barrio, un tapicero poeta que solicitó decir una cancioncilla compuesta por él, El Egoísta, con un estribillo de Cada uno para sí. Y, como tenía un defecto de pronunciación, decía: El egoifta y Tada uno para fí. Era una sátira contra los burgueses barrigudos que prefieren permanecer en un rincón junto al hogar antes que ir a los puestos de avanzada; veré siempre aquella cabeza de fabulista, con su quepis ladeado sobre una oreja y con su barboquejo en el mentón, subrayando todas las palabras de su cancioncilla y lanzándonos con aire malicioso su estribillo: Tada uno para fí… Tada uno para fí.

Durante ese tiempo el cañón cantaba también, mezclando su bajo profundo con los trinos de las ametralladoras. Hablaba de los heridos muertos de frío en la nieve, de la agonía en los recodos de los caminos en charcos de sangre helada, del obús, de la muerte ciega llegando por todos lados en la oscuridad…

¡Y el concierto de la octava seguía su curso!

Ahora estábamos en las chocarrerías. Un vejete divertido, con ojos rasgados y nariz enrojecida, se movía en el estrado, entre un delirio de pataleos, aplausos y bravos. La gruesa burla producida por las obscenidades dichas entre hombres solos animaba todos los rostros. De repente, la cantinera se había despertado, y apretujada por la muchedumbre y devorada por todos aquellos ojos, se desternillaba también de risa, mientras el viejo entonaba con su voz aguardentosa: El buen Dios, borracho como un…

No aguanté más; me marché. Mi turno de vigilancia se aproximaba; pero ¡mejor así! Necesitaba espacio y aire, y eché a andar un buen rato hasta llegar al Sena. El agua estaba negra, el muelle desierto.

Un París a oscuras, privado de gas, dormía dentro de un círculo de fuego; los fogonazos de los cañones guiñaban a su alrededor, y de trecho en trecho aparecían resplandores de incendio en las alturas. Muy cerca de mí oía voces bajas, precipitadas, perceptibles con el aire frío. Jadeaban, se animaban unas a otras: «¡Oh, iza!…». Pero las voces se detenían de golpe como en el ardor de un gran trabajo que absorbe todas las fuerzas del ser. Al acercarme a la orilla, acabé por distinguir, entre ese vago resplandor que sube del agua más oscura, una cañonera detenida en el puente de Bercy que se esforzaba por remontar la corriente. Los faroles sacudidos por el movimiento del agua, el chirrido de cables halados por los marineros, marcaban bien los avances, los retrocesos, todas las peripecias de aquella lucha contra la mala voluntad del río y de la noche. ¡Valiente cañonera, cómo la impacientaban todos aquellos retrasos!… Golpeaba furiosa el agua con las paletas, la hacía hervir en el sitio… Por fin, un supremo esfuerzo la impulsó hacia adelante. ¡Bravos mozos!…

Y cuando pasó y se dirigió en línea recta entre la niebla hacia la batalla que la llamaba, un fuerte grito de «¡Viva Francia!» resonó bajo el eco del puente.

¡Ah! ¡Qué lejos quedaba el concierto de la octava!

FIN

Alphonse Daudet. (1840-1897), el destacado escritor francés conocido por su aguda observación de la sociedad de su tiempo, dejó una huella perdurable en la literatura del siglo XIX. Nacido en Nimes el 13 de mayo de 1840, Daudet recibió su educación secundaria en Lyon y luego trabajó como secretario del influyente Duque de Morny durante el Segundo Imperio. Sin embargo, la súbita muerte del duque en 1865 marcó un punto de inflexión en la vida de Daudet, impulsándolo a dedicarse por completo a la escritura.

Daudet no solo se desempeñó como cronista en el periódico Le Figaro, sino que también incursionó en la novela y la narración. Tras un viaje a Provenza, comenzó a escribir los relatos que se convertirían en la obra "Cartas desde mi molino" (Lettres de mon moulin, 1866), que evocaba su Provenza natal.

La autorización del director de L'Événement le permitió publicar estos relatos como folletines en el verano de 1866, bajo el título de "Crónicas provinciales". Algunos de los relatos de esta colección, como "La cabra de M. Seguin" (La chèvre de M. Seguin), "Las tres misas menores" (Les trois messes basses) o "El elixir del reverendo padre Gaucher" (L’élixir du révérend père Gaucher), se han convertido en parte integral de la literatura francesa.

En 1867, Daudet contrajo matrimonio con la escritora Julia Daudet, y juntos formaron un vínculo literario duradero. La primera novela que escribió como tal, "Poquita cosa" (Le petit chose, 1868), fue una semiautobiografía que evocaba su tiempo como maestro de estudios en el colegio d’Alès.

A lo largo de su carrera, Daudet exploró temas de costumbres contemporáneas en sus novelas, como "Fromont hijo y Risler padre" (Fromont jeune et Risler aîné, 1874), "Mujeres de artistas" (Les femmes d'artistes, 1874), "Jack" (1876), "El nabab" (Le nabab, 1877), "Los reyes en el exilio" (Les rois en exil, 1879), "Numa Roumestan" (1881), "El evangelista" (L'Évangéliste, 1883), "Sapho" (1884) y "El inmortal" (L'inmortel, 1883).

Además de su labor como novelista, Daudet incursionó en el teatro, escribiendo obras como "El último ídolo" (La dernière idole, 1862) y "Los ausentes" (Les absents, 1863). No obstante, nunca dejó de lado su vocación de narrador y publicó cuentos en "Cuentos del lunes" (Les contes du lundi, 1873), una colección de relatos inspirados por la guerra franco-prusiana y el género de los cuentos fantásticos.

Daudet también dejó un legado en forma de dos libros de memorias, "Recuerdos de un hombre de letras" (Souvenirs d’un homme de lettres) y "Treinta años de París" (Trente ans de Paris). Además, fue miembro de la Academia Goncourt de 1874 a 1880.

El 16 de diciembre de 1897, Alphonse Daudet falleció en París, dejando una marca indeleble en la literatura francesa con su capacidad para retratar la sociedad y la vida de su época con una aguda y sensible pluma.