El gobernador y el escribano

Foto de Willian Justen de Vasconcellos en Unsplash

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En tiempos remotos fue gobernador de la Alhambra de Granada un anciano y valiente caballero, quien, por haber perdido un brazo en la guerra, era popularmente conocido con el nombre de El Manco. Le enorgullecía ser un veterano, y así lo evidenciaban sus prolongados bigotes, que le llegaban a los ojos, sus botas de montar y una espada de Toledo tan larga como una lanza, en la cazoleta de cuya empuñadura guardaba el pañuelo nuestro hombre.

A tenor de su aspecto, pues, El Manco era excesivamente rígido, severo y escrupuloso en el mantenimiento de sus ordenanzas y privilegios: mientras él estuviera al frente de la gobernaduría debían cumplirse al pie de la letra todas las prerrogativas de que, como Sitio Real, gozaba la Alhambra. Por ejemplo, no se permitía a nadie entrar con armas de fuego en el recinto de la fortaleza —ni siquiera con espada o bastón, a menos, en el último caso, de que se tratase de un personaje de categoría— y se obligaba a los jinetes a desmontar en las puertas y a conducir sus caballos por la brida.

Como el cerro de la Alhambra se levanta protuberante en mitad del suelo granadino, era muy enojoso para el capitán general que mandaba en la comarca tener un «imperium in imperio», aquel pequeño e independiente Estado en el centro justo de sus dominios. Situación que se hacía más y más insostenible, tanto por la rigidez del viejo gobernador manco, que se tomaba a pechos la menor cuestión de jurisdicción o autoridad, como por el talante maleante y rebelde de cuantos poco a poco se iban subiendo a vivir dentro de los límites de la fortaleza, tomándola como lugar de refugio, y desde donde consumaban robos y pillajes a costa de los honrados habitantes de la gran ciudad andaluza.

Así las cosas, era natural que el capitán general y el gobernador anduvieran en perpetuas enemistades y querellas, mucho más agudas por parte de El Manco, ya que el más pequeño de dos poderes vecinos es siempre el más celoso de su dignidad.

El majestuoso palacio del capitán general se encontraba en la Plaza Nueva, al pie de la colina de la Alhambra, y por la Plaza hervía a todas horas una muchedumbre: los destacamentos de guardia, soldados y servidores, funcionarios de la ciudad… Un baluarte saliente de la Alhambra dominaba el palacio y la Plaza, exactamente frente a ella, y por allí era donde El Manco tenía por costumbre pasearse con su espada toledana colgada al cinto y dirigiendo continuas ojeadas a su contrincante, como el halcón que espía a su presa desde la alta copa del árbol.

Cuando nuestro gobernador bajaba a la ciudad, lo hacía siempre entre gran pompa de caballos, rodeado de su guardia, o en su carroza ceremonial, un antiguo y pesado armatoste español de maderas talladas y cordobanes, tirado por ocho mulas y escoltado por lacayos y caballerizos. El buen viejo, en esas ocasiones, presumía de la impresión de temor y admiración que suscitaba entre los espectadores por su categoría de vice-regente del Rey. Pero los bromistas de Granada, y sobre todo los que andaban alrededor del capitán general, se mofaban de su ridículo boato en miniatura y le llamaban «El rey de los mendigos», refiriéndose al mísero y harapiento aspecto de su escolta.

Uno de los perennes motivos de discordia entre las dos autoridades era el derecho con que se creía el gobernador para pasar, sin pago del habitual portazgo, las provisiones para su guarnición. Privilegio que, poco a poco, dio lugar a un contrabando escandaloso y a que un puñado de contrabandistas se fuera a vivir en la Alhambra y en las abundantes cuevas de su alrededor, haciendo negocios por todo lo alto con la alianza y protección de los soldados de la fortaleza.

Despierta al fin la alarma en el capitán general, éste consultó con «su mano derecha», un escribano listo y enredante que no perdía ocasión para hostigar al Manco y meterlo en complicados líos judiciales. De modo que el hombre aconsejó al capitán general que insistiera en su derecho de revisar todas las caravanas que cruzaran las puertas de la ciudad, y redactó al efecto un largo escrito. Y, como el gobernador manco era uno de esos veteranos que no entienden de razones ni leyes, y que aborrecía a todos los escribanos y a éste más que a todos juntos, se retorcía luego fieramente el bigote:

—¡Vaya! ¿Con que se vale del escribiente para ponerme en aprietos? Pues le haré ver que un soldado viejo no se deja arrollar…

Tomó la pluma y emborronó una breve carta, en la que, sin razones, insistía en su derecho de libre tránsito y en que no quedaría sin castigo el aduanero al que se le ocurriera poner su insolente mano en una caravana protegida por el pabellón de la Alhambra.

Mientras sostenían estos litigios las dos tercas autoridades, llegó un día una mula al Puente del Genil, cargada de víveres con destino a la Alhambra, y que, después de atravesarlo, tenía que pasar un barrio de la ciudad para llegar hasta la fortaleza. Iba guiando a la mula un malhumorado cabo, ya más que maduro, que había servido mucho tiempo al gobernador, pensaba como él y era también tan recio como una hoja toledana. Ya junto a las puertas de la ciudad, puso el cabo el banderín de la Alhambra sobre la carga de su caballería y, con aire decidido y la cabeza erguida, avanzó como perro que pasa por campo enemigo, alerta y dispuesto al ladrido o al mordisco.

—¿Quién vive? —dijo él centinela de la entrada.

—Soldados de la Alhambra —respondió el cabo sin volver la cabeza.

—¿Y qué lleva ahí?

—Comida para la guarnición.

—Adelante.

Pero, apenas unos pasos más allá, varios aduaneros se lanzaron sobre el ufano cabo desde el puente.

—Alto ahí —dijo su jefe—. ¡Para, mulero! Y abre esos fardos.

—¡Respeten la enseña de la Alhambra! Todo esto es para su gobernador.

—¡Un cuerno para el gobernador y otro para su banderín! ¡Mulero, te hemos dicho que te pares!

—¡Detenednos si os atrevéis! —gritó el cabo disponiendo su arma.

La acémila recibió un buen varazo, pero el jefe contrario se adelantó y la tomó por el ronzal. Momento en que el cabo lo apuntó con su espingarda y la disparó, hiriéndolo de muerte.

Las calles se alborotaron. Hicieron prisionero al viejo cabo y, luego de sufrir una buena tanda de puntapiés, bofetadas y palos —introducción que se improvisa en España como anticipo a los rigores de la ley—, fue cargado de cadenas y encarcelado en Granada, en tanto se permitía a sus compañeros seguir con la expedición hasta la Alhambra, no sin haberla antes registrado a gusto.

El Manco se dio a todos los diablos cuando supo de la ofensa a su pabellón y del trato dado a su hombre. En principio, se limitó a desahogar su malhumor paseándose por los moriscos salones o arrojando sangrientas miradas de fuego, desde su baluarte, sobre el palacio del capitán general. Pero después, calmado ya su primer ataque de cólera, envió a un mensajero requiriendo la entrega del cabo, con la aclaración de que solo a él le tocaba juzgarle. El capitán general, entonces, después de hacerle esperar mucho y con la bribona asesoría del escribano, le respondió que, como delito cometido en la ciudad y en uno de sus hombres civiles, no había dudas de que el cabo competía a su justicia. Pero como El Manco insistió en su demanda, la otra autoridad se reafirmó en su decisión, manejando dilatados argumentos legales. El forcejeo se prolongó y, mientras el capitán general se mostraba en sus razones cada vez más preciso y sereno, el más áspero y obstinado gobernador rugía de rabia al verse enredado en las mallas sutiles de un pleito duro de roer.

No obstante, mientras el escribano de marras se divertía de este modo a costa del gobernador de la Alhambra, instruía activamente el sumario del cabo, encerrado en un angosto calabozo de la cárcel por el que asomaba su curtido rostro y recibía el consuelo de sus amigos.

Prosiguiendo su tela de araña, en fin, el escribano extendió de un tirón un imponente mamotreto de declaraciones y considerandos, con el que logró confundir completamente al cabo y que se declarara culpable de asesinato, en vista de lo cual fue condenado a morir en la horca.

Inútilmente protestó El Manco, lanzando desde la Alhambra terribles amenazas; llegó por fin el día fatal y el cabo fue puesto en capilla.

Viendo que las cosas habían llegado a ese punto, el viejo gobernador resolvió entonces solucionarlas en persona y, mandando preparar su carroza de ceremonia y rodeado de su guardia, bajó las cuestas y paseos de la Alhambra hacia la ciudad, se detuvo en la casa del escribano e hizo que lo llamasen a la puerta.

—¿Qué es lo que me han dicho? —le gritó—. ¿Qué habéis condenado a muerte a uno de mis soldados?

—Todo se hizo según la ley —sonrió con fruición el escribano, frotándose las manos— y así puedo demostrárselo a Su Excelencia según las declaraciones del juicio.

—Traedlas acá —dijo el gobernador.

Satisfechísimo de esta nueva ocasión para mostrar su habilidad a costa del testarudo veterano, el escribano se metió en su escribanía, volvió con un abultado papeleo y empezó a leerlo con el engolamiento y maneras propios de los de su oficio. Y, según leía, se iba acumulando en la calle un embobado corro de gente, que lo escuchaba con la boca abierta.

—Hacedme el favor de subir al coche —le dijo El Manco—, y así nos libraremos de este gentío de molestos curiosos que no me dejan oíros bien.

De manera que el escribano entró en el carruaje, y en el acto, en un abrir y cerrar de ojos, cerraron la portezuela, restalló el cochero su látigo, mulas, carrozas, guardias, partieron en vertiginosa carrera dejando atónita a la muchedumbre, y no paró el gobernador hasta tener bien asegurada a su presa en uno de los calabozos mejor fortificados de la Alhambra.

A seguidas y a estilo militar, El Manco envió a Granada un parlamentario con bandera blanca, proponiendo un canje de prisioneros: cabo por escribano. Pero, lastimado en su orgullo el capitán general, rechazó la propuesta con una negativa insultante y mandó levantan una elevada y sólida horca en medio de la Plaza Nueva para consumar la ejecución de su detenido.

—¡Ah!, ¿con que va a ahorcármelo? —dijo El Manco.

Y ordenó que levantaran un patíbulo junto a la muralla principal de la Alhambra que a la Plaza Nueva daba.

—Ahora —dijo en un mensaje último a su rival— ahorque a mi soldado cuando quiera, pero al mismo tiempo alce la vista sobre la Plaza y podrá ver a su escribano bailando con el aire.

Pero el capitán general se mostró inflexible. Formaron las tropas en la Plaza Nueva, redoblaron los tambores, tocaron las campanas a muerto y se juntó una enorme muchedumbre para presenciar la ejecución del cabo, en tanto allá arriba, en la Alhambra, El Manco hacía formar a toda la guarnición de «El Cubo», mientras la campana de la Torre de la Vela anunciaba lúgubremente la muerte del escribano.

En la Plaza, la esposa de éste atravesó la multitud seguida de su numerosa banda de escribanillos en embrión, y, echándose a los pies del capitán general, le suplicó que no sacrificara la vida de su marido, su bienestar y el de sus muchos hijos por una cuestión de puro amor propio.

—¡Su Excelencia —terminó— conoce muy bien al viejo gobernador como para dudar de que no cumpla su amenaza si se ahorca aquí al soldado!

Con estas lágrimas, estos lamentos y clamores de la mujer y de su tierna familia, el capitán general se movió a lástima por fin; envió al cabo a la Alhambra, escoltado por un piquete y vestido con la ropa de ajusticiado —encaperuzado como un fraile, pero con el rostro impasible y la orgullosa frente erguida—, y, según había requerido El Manco, pidió en canje al escribano.

Más muerto que vivo, sacaron del calabozo al ex-sonriente y satisfecho llenapapeles. Toda su presunción había desaparecido y, según dicen, su pelo había encanecido de terror; con aire tan hundido y con tan extraviada mirada se presentó como si hubiera sentido realmente en su cuello el contacto de la cuerda fatal.

El viejo gobernador apoyó encorvado en el pecho su único brazo y lo miró un instante con fiera sonrisa:

—En adelante, amigo —le dijo—, reprímase esas ganas de mandar gente a la horca y no se crea tan seguro aunque la ley esté de su parte… ¡Ah, y sobre todo ándese con ojo de no venirle con bromitas a quien ya se las sabe todas!

FIN

Washington Irving. Escritor norteamericano, nació en Tarrytown el 3 de abril de 1783. Está considerado uno de los grandes escritores del romanticismo y de la literatura del siglo XIX. Irving comenzó su carrera escribiendo relatos para varios periódicos y revistas, de tal modo que consiguió un cierto éxito y renombre popular con sus historias cortas, normalmente con grandes dosis de humor y sátira.

Tras una primera estancia en Europa por motivos de trabajo, Irving, una vez consagrado a la escritura, viajó por Inglaterra, Alemania y París, donde conoció a Mary Shelley.

De esta época son relatos que han pasado a convertirse en auténticos cuentos populares, como La leyenda de Sleepy Hollow -llevada al cine en multitud de ocasiones, la última de ellas por el cineasta Tim Burton- o Rip van Winkle.

En 1826 acude a España para realizar una investigación sobre algunos documentos referidos al descubrimiento de América, para luego ser elegido como embajador de los Estados Unidos hasta 1845. Sin duda, de esta época, es una de sus obras más famosas, los Cuentos de la Alhambra (1832).

Washington Irving murió en Tarrytown el 28 de noviembre de 1859.