Las hermanas

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Anoche, entre las once y las doce, cuando Año Viejo dejaba sus últimas huellas en las lindes del imperio del Tiempo, encontró un momento libre y se sentó —de todos los sitios del mundo— en las escaleras del nuevo Ayuntamiento. El invernal claro de luna revelaba que tenía el cuerpo fatigado y el corazón entristecido, como tantos otros que vagan por la tierra. Su ropa, muy usada y expuesta a las inclemencias del tiempo, se hallaba en muy malas condiciones y como, con la precipitación del viaje, no había podido disponer hasta entonces de un instante de descanso, sus zapatos estaban tan gastados que no valía la pena arreglarlos. Pero a la pobre Año Viejo le quedaba por recorrer una corta distancia y luego estaba destinada a disfrutar de un larguísimo sueño. He olvidado decir que cuando se sentó en las escaleras dejó a su lado una enorme sombrerera en la que, como acostumbran los viajeros de su sexo, transportaba muchas cosas de valor. Además de ese equipaje, llevaba debajo del brazo un libro en folio muy parecido al anuario de un periódico. Lo dejó sobre sus rodillas, apoyó los codos en él, descansó la frente en las manos y, fatigada, harapienta y hastiada del mundo, soltó un profundo suspiro como si no conservara ningún buen recuerdo de su pasada existencia.

Mientras esperaba la campanada que a medianoche la convertiría en miembro de la innumerable hermandad de los años pasados, se le acercó una joven doncella que venía andando ligera como de puntillas por la calle que lleva al depósito de ferrocarril. Evidentemente era forastera, y puede que hubiese llegado a la ciudad en el tren nocturno. Una sonriente alegría en el rostro de aquella damisela delataba su total confianza en la buena recepción que le dispensaría la multitud a la que muy pronto iba a conocer. Su vestido era un poco fresco para la estación, y estaba adornado con cintas ondulantes y otros adornos que probablemente le arrebatarían pronto las feroces tormentas o el calor del sol cuando recorriera su sinuoso camino. Pero aun así era una figura tan maravillosamente bella, prometedora y henchida de una indescriptible esperanza, que resultaba casi imposible encontrársela sin concebir algo muy deseable —la consumación de algo bueno y deseado desde hace mucho tiempo— gracias a sus buenos oficios. Aquí y allá hay tristes personajes a quienes han engañado a menudo otras jóvenes doncellas tan prometedoras como ella y que han dejado de tener esperanza en las faldas de Año Nuevo. Pero, por mi parte, tengo mucha fe en ella y, si viviese cincuenta años más, seguiría contando con conseguir de sus sucesivas hermanas algo por lo que valga la pena vivir.

Año Nuevo —pues ésa y no otra era la joven doncella— transportaba todos sus bienes y enseres en una cesta no muy grande ni pesada que llevaba del brazo. Saludó con mucho afecto a la desconsolada Año Viejo y se sentó a su lado en las escaleras del Ayuntamiento para esperar la señal que daría inicio a sus vagabundeos por el mundo. Las dos eran hermanas, pues eran nietas del Tiempo y, aunque una parecía mucho mayor que la otra, la causa eran más los apuros y las privaciones que la edad, pues solo se llevaban doce meses.

—Caramba, querida hermana —dijo Año Nuevo, después de los primeros saludos—, pareces muerta de cansancio. ¿Qué has estado haciendo durante tu estancia en esta parte del espacio infinito?

—¡Ay!, lo tengo todo aquí escrito en mi libro de recuerdos —respondió Año Viejo con voz apesadumbrada—. No es muy divertido, y pronto lo aprenderás de tus propias vivencias. Es una lectura fatigosa.

No obstante, pasó las páginas del ejemplar en folio y las hojeó a la luz de la luna, llevada por un irresistible interés por su propia biografía por más que recordara los incidentes sin alegría. El volumen, aunque ella lo llamara su libro de recuerdos, era ni más ni menos que la Gaceta de Salem de 1838; en cuya exactitud la sagaz Año Viejo tenía tanta confianza que le había parecido innecesario escribir su historia con su propia pluma.

—¿Qué has hecho en cuestiones políticas? —preguntó Año Nuevo.

—Bueno, la verdad es que me avergüenza confesarlo —respondió Año Viejo—, pero aquí, en Estados Unidos, he seguido un rumbo más bien vacilante, unas veces me he inclinado por los whigs, y he hecho que el partido de la administración entonara vítores, y otras he alzado la bandera de una oposición casi postrada; así que los historiadores no sabrán qué decir de mí al respecto. Aunque los Locofocos…

—No me gustan esos motes partidistas —la interrumpió su hermana, que parecía muy quisquillosa con determinadas cuestiones—. Si queremos despedirnos de buen humor, vale más que dejemos de lado la política.

—De mil amores —replicó Año Viejo, a quien casi se habían llevado por delante aquellas disputas—. Te aseguro que tanto me da no volver a oír hablar de whigs o de tories, ni de sus interminables riñas sobre los bancos, la subsecretaría del Tesoro, la abolición de la esclavitud, Texas, la guerra de Florida y un millón de cosas más de las que pronto sabrás más de lo que quisieras. Aunque han ocupado tanto mi atención que casi no sé qué otra cosa contarte. Ha habido, desde luego, una especie de guerra un tanto extraña en la frontera del Canadá, donde ha corrido la sangre en nombre de la libertad y el patriotismo; pero hasta un futuro, tal vez aún muy lejano, no sabremos si esos nombres sagrados se invocaron con justicia. No hay nada que me entristezca más al contemplar los asuntos humanos que ver tanta energía desperdiciada y tantas vidas y dichas tiradas por la borda por designios que a menudo parecen desaconsejables, y aún más a menudo no llegan a cumplirse. Y, pese a todo, las personas más sabias y mejores conservan la fe en el progreso constante de la humanidad y en que tantas angustias y esfuerzos sirven para pulir las imperfecciones del peregrino inmortal y quedarán olvidadas una vez hayan cumplido su función.

—Quizá —exclamó esperanzada Año Nuevo— llegué a ver ese día.

—Dudo mucho que esté tan cerca —respondió Año Viejo con una sonrisa solemne—. No tardarás en hartarte de esperar y procurarás entretenerte, como he hecho yo a menudo, con los asuntos de alguna ciudad austera y pequeña como esta de Salem. Henos aquí en las escaleras del nuevo Ayuntamiento, que se ha completado bajo mi administración y, si vieras cómo se reproduce en miniatura la partida de ajedrez de la política que se disputa en el gran tablero del Capitolio en Washington, te reirías. Aquí encuentra su combustible la ambición más ardiente, el patriotismo habla con descaro en nombre del pueblo y el bien de la economía exige recortes en los emolumentos del farolero; aquí los concejales hacen acopio de dignidad senatorial en torno al sillón del alcalde, y el consejo comunal cree tener la libertad a su cargo. En suma, las debilidades y fortalezas humanas, la pasión y la política, las tendencias del hombre, sus fines y formas de perseguirlos, su carácter individual y como miembro de la masa pueden estudiarse casi tan bien aquí como en el teatro de las naciones, y con una enorme ventaja: que, aunque la lección sea desastrosa, su alcance liliputiense sigue haciendo sonreír a quien la contempla.

—¿Has hecho mucho por mejorar la ciudad? —preguntó Año Nuevo—. A juzgar por lo poco que he visto, parece antigua y deteriorada por el tiempo.

—He traído el ferrocarril —dijo Año Viejo—, y media docena de veces al día oirás la campana que antes llamaba a la oración a los monjes de un convento español anunciar la partida o la llegada de los vagones. La vieja Salem tiene ahora una expresión mucho más animada que la primera vez que la vi. De Boston llegan forasteros a centenares. Essex Street está abarrotada de caras nuevas. Los carruajes y los ómnibus traquetean sin cesar sobre el pavimento. Se han multiplicado visiblemente los bares de ostras y otros establecimientos para atender a una multitud diurna y transitoria. Pero un cambio aún más importante aguarda a la venerable ciudad. La libre circulación de las personas acabará con una inmensa cantidad de prejuicios polvorientos. Cierta peculiaridad de carácter de la que sus habitantes apenas son conscientes se borrará y desaparecerá para siempre gracias al añadido de esas sustancias foráneas. Gran parte del resultado será para bien; y también habrá cosas no tan buenas. Para bien o para mal es probable que se reduzcan la influencia moral de la riqueza y el poder de una clase aristocrática que, desde tiempo inmemorial, ha ejercido aquí un dominio mayor que en ninguna otra ciudad de Nueva Inglaterra.

Año Viejo, después de agotar con palabras el escaso aliento que le quedaba, cerró su libro de recuerdos y se disponía ya a despedirse cuando su hermana la detuvo un rato más al preguntarle que había en la enorme sombrerera que llevaba a cuestas con tanto esfuerzo.

—No son más que bagatelas —respondió Año Viejo— que he ido recogiendo en mis vagabundeos y que me dispongo a depositar en el receptáculo de las cosas pasadas y olvidadas. La hermandad de los años nunca se lleva del mundo nada de verdadero valor. Hay aquí algunas muestras de casi todas las cosas que he puesto de moda y que ya han vivido el tiempo que les fue asignado; tú las reemplazarás con otras igual de efímeras. Aquí, dentro de estos botecitos de porcelana, como si fuese colorete, está la lozanía que muchas bellas desconsoladas me reprocharon con amargura que les robara. También tengo bastante cabello negro de los hombres, y a cambio les he dejado mechones grises o nada. Las lágrimas de las viudas y otros mortales afligidos que han recibido consuelo en los últimos doce meses las conservo en varias docenas de frasquitos de esencias, bien cerrados y sellados. Tengo varios mazos de cartas amorosas que exhalan una eternidad de pasión ardiente que se enfrió y pereció casi antes de que se secara la tinta. Además tengo un surtido de miles de promesas rotas y otras cosas averiadas, todas muy livianas y empaquetadas en muy poco espacio. Los objetos que más pesan son un gran paquete de esperanzas defraudadas, que hace poco eran lo bastante ligeras para inflar el globo aerostático del señor Lauriat.

—Yo llevo muchas esperanzas en mi cesta —observó Año Nuevo—. Son una flor muy aromática… una especie de rosa.

—Pronto perderán su perfume —respondió la sombría Año Viejo—. ¿Qué más has traído para asegurarte la bienvenida de la insatisfecha raza de los mortales?

—Pues, para serte sincera, poca cosa más —respondió su hermana con una sonrisa—, solo unos cuantos anuarios y almanaques nuevos y unos cuantos regalos para los niños. Pero les deseo lo mejor a los pobres mortales y haré todo lo que esté en mi mano para que mejoren y sean felices.

—No es mal propósito —replicó Año Viejo—. Por cierto, tengo un montón de buenos propósitos que se han vuelto tan rancios y mohosos que me avergüenza llevarlos conmigo. Si no fuese por miedo a que las autoridades municipales enviaran al alguacil Mansfield a detenerme, los tiraría a la calle ahora mismo. Llevo muchas más cosas en la sombrerera, pero el lote completo no recibiría una sola oferta ni en una subasta de muebles viejos; y, como no tienen valor ni para ti ni para nadie, prefiero no incomodarte con el catálogo completo.

—Y ¿yo también tendré que cargar con tanto trasto inútil en mis viajes? —preguntó Año Nuevo.

—Casi seguro, y considérate afortunada si no te toca algo más pesado —respondió la otra—. Y ahora, querida hermana, tengo que despedirme, no sin antes aconsejarte, y exhortarte a ello con la mayor seriedad, que no esperes gratitud ni buena voluntad de este mundo malhumorado, insensato, desconsiderado, malintencionado y grosero. Por calurosa que sea su bienvenida, y por mucho que hagas para procurarles la felicidad, seguirán quejándose, anhelando lo que no puedes concederles y esperando que otro año se cumplan unos proyectos que nunca deberían haber concebido y que, si llegan a realizarse, solo les darán nuevos motivos de descontento. Si esa gente tan ridícula ve alguna vez algo tolerable en ti, será después de que te hayas ido para siempre.

—Pero yo intentaré dejarla más sabia que a mi llegada —exclamó la ingenua Año Nuevo—. Les ofreceré gratis todos los dones que la Providencia me permita concederles y les diré que se sientan agradecidos por lo que tienen y que esperen más con humildad; y, sin duda, si no son tontos de remate, condescenderán a ser felices y me dejarán ser un año feliz. Pues mi felicidad depende de ellos.

—¡Ay de ti, mi pobre hermana! —dijo Año Viejo con un suspiro mientras levantaba su carga—. Las nietas del Tiempo hemos nacido para sufrir. Dicen que la felicidad reside en las mansiones de la eternidad, pero solo podemos llevar allí a los mortales paso a paso, entre murmullos reticentes, y debemos perecer al llegar al umbral. Pero ¡escucha!, mi tarea está cumplida.

El reloj del campanario de la iglesia del doctor Emerson dio las doce. Se oyó la respuesta de la del doctor Flint, al otro extremo de la ciudad; y, cuando las campanadas resonaban aún en el aire, Año Viejo alzó el vuelo o se desvaneció, y ni la sabiduría ni el poder de los ángeles, por no hablar de los anhelos arrepentidos de los millones de personas que la habían tratado mal, habrían conseguido que retrocediese un solo paso. Aunque, acompañada por el Tiempo y toda su familia, algún día ajustará cuentas con la humanidad. Igual que la damisela Año Nuevo que, en cuanto el reloj dejó de sonar, se levantó de las escaleras del Ayuntamiento e inició con timidez su recorrido terrenal.

—Feliz Año Nuevo —gritó un sereno, mirándola con gesto indeciso, aunque sin albergar la menor sospecha de que se estaba dirigiendo al Año Nuevo en persona.

—Muchas gracias —respondió ella, y le dio al sereno una de las rosas de esperanza que llevaba en su cesta—. ¡Adiós! Y ojalá que esta flor conserve su aroma por mucho tiempo.

Luego aceleró el paso por las calles silenciosas, y los que estaban despiertos dijeron al oír sus pasos: «¡Ya tenemos Año Nuevo!».

Todos los corrillos de juerguistas y trasnochadores bebieron a su salud. No obstante, ella suspiró al notar el ambiente viciado —como siempre será el aire de este mundo— con el aliento agónico de los mortales que habían aguardado lo suficiente para que ella los enterrara. Pero aún quedaban millones con vida para celebrar su llegada, así que prosiguió su camino con confianza, esparciendo ante el umbral de casi todas las casas flores simbólicas, que unos recogerían para llevarlas en el pecho y otros pisotearían. El mensajero solo puede añadir que a primera hora de esta mañana le llenó la cesta de proclamas de Año Nuevo y le aseguró que toda la ciudad, con el nuevo alcalde, los regidores y el concejo comunal a la cabeza, correría a procurarse un ejemplar. Amables patronos: ¿no cumpliréis las promesas de Año Nuevo?

Fin

NATHANIEL HAWTHORNE. (Salem, EE UU, 1804-Plymouth, id., 1864) Novelista estadounidense. Nacido en el seno de una familia de vieja estirpe puritana, tanto su vida como su obra se vieron marcadas por la tradición calvinista. Su temprana vocación literaria lo obligó a afrontar numerosos problemas económicos, ya que sus obras no le daban lo suficiente para vivir.

Su primera novela, Fanshawe (1928), protagonizada por un héroe de corte byroniano que posee rasgos biográficos del propio Hawthorne, evidencia las influencias del Romanticismo europeo; entre 1837 y 1842 publicó con regularidad los Cuentos narrados dos veces, en que aborda con detenimiento los que serían algunos de sus temas recurrentes, como la idea del pecado y el problema del mal.

Durante este período trabajó en la Aduana de Boston, en una granja comunal cercana a la misma ciudad, y en 1843 se estableció en Concord, tras contraer matrimonio (1842); allí escribió la colección de cuentos Musgos de una vieja granja (1846), que incluye el célebre relato La hija de Rapaccini. En 1846 volvió a trabajar en aduanas, pero al poco optó por aislarse de nuevo en una humilde casa de Massachusetts, donde compuso su obra más célebre, La letra escarlata (1850) y, un año después, La casa de las siete torres.

En 1853 describió su experiencia durante su visita a una colonia de filántropos inspirados por el socialismo utópico en La granja de Blithedale, y ese año fue nombrado cónsul en Liverpool por su amigo Pierce, entonces presidente de Estados Unidos, lo que le permitió viajar por Europa. Durante un viaje a Italia empezó El fauno de mármol (1860), última novela que, además de sus preocupaciones morales, revela una creciente dedicación al estilo narrativo y un acercamiento a la poesía.