Parturient montes

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…nascetur ridiculas mus.
-Horacio, Ad Pisones, 139.

Entre amigos y enemigos se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del parto de los montes. En todas partes me han pedido que la refiriera, dando muestras de una expectación que rebasa con mucho el interés de semejante historia. Con toda honestidad, una y otra vez remití la curiosidad del público a los textos clásicos y a las ediciones de moda. Pero nadie se quedó contento: todos querían oírla de mis labios. De la insistencia cordial pasaban, según su temperamento, a la amenaza, a la coacción y al soborno. Algunos flemáticos sólo fingieron indiferencia para herir mi amor propio en lo más vivo. La acción directa tendría que llegar tarde o temprano.

Ayer fui asaltado en plena calle por un grupo de resentidos. Cerrándome el paso en todas direcciones, me pidieron a gritos el principio del cuento. Muchas gentes que pasaban distraídas también se detuvieron, sin saber que iban a tomar parte en un crimen. Conquistadas sin duda por mi aspecto de charlatán comprometido, prestaron de buena gana su concurso. Pronto me hallé rodeado por la masa compacta.

Abrumado y sin salida, haciendo un total acopio de energía, me propuse acabar con mi prestigio de narrador. Y he aquí el resultado. Con una voz falseada por la emoción, trepado en mi banquillo de agente de tránsito que alguien me puso debajo de los pies, comienzo a declamar las palabras de siempre, con los ademanes de costumbre: “En medio de terremotos y explosiones, con grandiosas señales de dolor, desarraigando los árboles y desgajando las rocas, se aproxima un gigante advenimiento. ¿Va a nacer un volcán? ¿Un río de fuego? ¿Se alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella? Señoras y señores: ¡Las montañas están de parto!”

El estupor y la vergüenza ahogan mis palabras. Durante varios segundos prosigo el discurso a base de pura pantomima, como un director frente a la orquesta enmudecida. El fracaso es tan real y evidente, que algunas personas se conmueven. “¡Bravo!”, oigo que gritan por allí, animándome a llenar la laguna. Instintivamente me llevo las manos a la cabeza y la aprieto con todas mis fuerzas, queriendo apresurar el fin del relato. Los espectadores han adivinado que se trata del ratón legendario, pero simulan una ansiedad enfermiza. En torno a mí siento palpitar un solo corazón.

Yo conozco las reglas del juego, y en el fondo no me gusta defraudar a nadie con una salida de prestidigitador. Bruscamente me olvido de todo. De lo que aprendí en la escuela y de lo que he leído en los libros. Mi mente está en blanco. De buena fe y a mano limpia, me pongo a perseguir al ratón. Por primera vez se produce un silencio respetuoso. Apenas si algunos asistentes participan en voz baja a los recién llegados, ciertos antecedentes del drama. Yo estoy realmente en trance y me busco por todas partes el desenlace, como un hombre que ha perdido la razón.

Recorro mis bolsillos uno por uno y los dejo volteados, a la vista del público. Me quito el sombrero y lo arrojo inmediatamente, desechando la idea de sacar un conejo. Deshago el nudo de mi corbata y sigo adelante, profundizando en la camisa, hasta que mis manos se detienen con horror en los primeros botones del pantalón.

A punto de caer desmayado, me salva el rostro de una mujer que de pronto se enciende con esperanzado rubor. Afirmado en el pedestal, pongo en ella todas mis ilusiones y la elevo a la categoría de musa, olvidando que las mujeres tienen especial debilidad por los temas escabrosos. La tensión llega en este momento a su máximo. ¿Quién fue el alma caritativa que al darse cuenta de mi estado avisó por teléfono? La sirena de la ambulancia preludia en el horizonte una amenaza definitiva.

En el último instante, mi sonrisa de alivio detiene a los que sin duda pensaban en lincharme. Aquí, bajo el brazo izquierdo, en el hueco de la axila, hay un leve calor de nido… Algo aquí se anima y se remueve… Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo del cuerpo, con la mano encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por el túnel de la manga desciende una tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo la palma triunfal.

Suspiro, y la multitud suspira conmigo. Sin darme cuenta, yo mismo doy la señal del aplauso y la ovación no se hace esperar. Rápidamente se organiza un desfile asombroso ante el ratón recién nacido. Los entendidos se acercan y lo miran por todos lados, se cercioran de que respira y se mueve, nunca han visto nada igual y me felicitan de todo corazón. Apenas se alejan unos pasos y ya comienzan las objeciones. Dudan, se alzan de hombros y menean la cabeza. ¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad? Para tranquilizarme, algunos entusiastas proyectan un paseo en hombros, pero no pasan de allí. El público en general va dispersándose poco a poco. Extenuado por el esfuerzo y a punto de quedarme solo, estoy dispuesto a ceder la criatura al primero que me la pida.

Las mujeres temen casi siempre a esta clase de roedores. Pero aquella cuyo rostro resplandeció entre todos, se aproxima y reclama con timidez el entrañable fruto de fantasía. Halagado a más no poder, yo se lo dedico inmediatamente, y mi confusión no tiene límites cuando se lo guarda amorosa en el seno.

Al despedirse y darme las gracias, explica como puede su actitud, para que no haya malas interpretaciones. Viéndola tan turbada, la escucho con embeleso. Tiene un gato, me dice, y vive con su marido en un departamento de lujo. Sencillamente, se propone darles una pequeña sorpresa. Nadie sabe allí lo que significa un ratón.

FIN

Juan Jose Arreola Zúñiga nació el 21 de septiembre de 1918 en Zapotlán el Grande —hoy Ciudad Guzmán—, Jalisco, Guadalajara (México).

Estudió en Jalisco y en 1930 empezó a trabajar como encuadernador. En 1937 se marchó a vivir a México D.F. para estudiar en la Escuela Teatral de Bellas Artes.

Publicó, en 1941, su primera obra, Sueño de Navidad. En 1945 colaboró con Juan Rulfo y Antonio Alatorre en la publicación de la revista Pan, de Guadalajara y pudo viajar a París bajo la protección del actor Louis Jouvet. Allí conoció a J. L. Barrault y Pierre Renoir. Un año después regresó a México.

A su vuelta empezó a trabajar en Fondo de Cultura Económica como corrector y autor de solapas y obtuvo una beca en El Colegio de México gracias a la intervención de Alfonso Reyes. En 1949 apareció su primer libro de cuentos Varia invención. En 1950 recibió una beca de la Fundación Rockefeller.

Su obra maestra Confabulario fue publicada en 1952 y recibió el Premio Jalisco de Literatura, a este le seguirían el Premio del Festival Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes y el Premio Xavier Villaurrutia.

A partir de 1964 dirigió la colección "El Unicornio", y se inició como profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México.

En 1972 se publicó la edición de Bestiario, que completaba la serie iniciada en 1958, con Punta de plata.

Su prestigio fue ascendiendo y en 1979 fue galardonado con el Premio Nacional en Letras, en la Ciudad de México y en 1992 el Premio Juan Rulfo, al que seguirían el Alfonso Reyes y Premio Ramón López Velarde.

En 1992 participó como comentarista de Televisa para los Juegos Olímpicos de Barcelona.

Murió el 3 de diciembre del 2001.