Narrativa

Tranquilo, tigre, nada nuevo

de la serie Erótica. Amilkar Feria Flores

Estoy acostumbrado a que todos mis romances sean excitantes y estremecedores. Amores de impacto. Huellas profundas. Finales psiquiátricos. Lo comprendía ahora, después de seis meses solo. Prácticamente solo, quiero decir.

No puedo vivir junto a una mujer conveniente y pragmática. No. Necesito mujeres apasionadas y locas. Con fuego uterino. La mujer así es inconveniente, liberal, desprejuiciada y volátil. Fuego puro. Tengo que poner la rienda corta y no aflojar. Se encabrita, intenta sacarme volando por los aires. Y yo ahí. Con el fuete y la rienda corta. Sin aflojar un centímetro. Hasta que se cansa y ya sabe que soy el jinete. Entonces comienza a soñar con una familia y con hijos y quiere que la preñe. Eso es lo que me gusta. Domar y pervertir. Acostumbrarlas a mi látigo y a mis besos.

Con las mujeres sumisas me siento mal. Me pongo furioso, agresivo. La somnolencia mental y la pereza me invaden. Pierdo el impulso sexual y empiezo a envejecer.

Ahora intento racionalizar las cosas. Si logro un poco de cordura quizás pueda vivir mejor. Con menos estremecimiento y más somnolencia. Es difícil. Casi imposible. Tal vez en la próxima reencarnación lo intente de nuevo.

Pensaba en todo esto y plantaba unas semillas de maní jamaicano. Unos periodistas alemanes me las trajeron de regalo. Me aseguraron que en Cuba dan buenas cosechas. “Es olorosa y muy fuerte, ten cuidado. La cubana, de Baracoa, es demasiado floja”, me dijeron. Eran expertos en el asunto. En dos meses estaría lista la primera cosecha.

Ahí estaba yo, camuflando el maní en unas macetas, entre pequeños macizos de bambú japonés y otras inocentes plantitas de flores. Y me decía: “Tranquilo, tigre, nada nuevo bajo el sol. No pierdas la paciencia”. También me escarbaba con la lengua en un empaste que se había partido la noche antes. No sé cómo. Ahora hay un hueco y la punta de la lengua va una y otra vez a ese sitio. Tremenda jodienda buscar un dentista que tenga materiales y trabaje bien.

En eso me llamó Miriam. La sentí un poco ansiosa. El domingo habíamos discutido fuerte. Pasaron cuatro días y no la llamé. Me daba igual si volvíamos o no. Creo que estoy en una de mis etapas de budismo monástico. No soporto mucha gente a mi alrededor. Dos personas juntas, peleando, hacen más daño que una muchedumbre frenética.

—¿Por qué no me llamas? Tengo muchos deseos de verte.

—Yo también.

—El domingo te comportaste como un animal. Te pones muy agresivo.

—Y tú hipersensible.

—No, es que…

—Es que nada, Miriam. Estás acostumbrada a abusar con ese negro inútil y crees que todos los hombres somos iguales. ¿Puedes venir ahora

—Sí.

—Apúrate.

Colgué. Una hora después llegó a casa.

—¿Viniste volando?

—En la 195.

Nos besamos. Nos chupamos. Le quité la ropa y no hablamos más. Puse música para que los vecinos no escucharan sus gritos. Nos gustamos demasiado, y lo hacemos con más y más cariño. Ella tiene un orgasmo tras otro. Sólo tengo que decirle cositas al oído. Me ha dicho que con su marido tiene un solo orgasmo final. No lo puedo creer. El marido tiene una pinga de veinticinco centímetros. La mía es de dieciocho. Ha medido las dos. Dice que la mía es gorda y me explica que las paredes vaginales lo sienten todo lleno. Y que la perlana contra el clítoris la saca de quicio. En fin, es la negra más científica y racional del mundo. Todo lo explica de un modo lógico y convincente. A veces me desespera su lentitud cartesiana. Le digo al oído:

—Te voy a preñar, cabrona. La leche te va a salir por la nariz.

—¡Ay, no, papi, no seas abusador y malo, no, no! ¡Ay, sí, sí, échala toda y préñame, cabrón!

Me lo repite veinte veces: “¡Préñame, cabrón, préñame, yo soy tuya, coge más leche, me estás matando. ¡Machácame la pepita con tu perlanaaaaa!”. Y yo no puedo más y me vengo como un animal, después de cuatro días de abstinencia. Terminamos resoplando como bestias, exhaustos, sudados. Nos abrazamos más, nos besamos en profundidad, y sentimos el amor. Esa sensación de que somos uno solo y de que nada importa. Nos dormimos abrazados. Despertamos al mismo tiempo. Miriam, un poco asombrada, mira hacia la puerta y me pregunta:

—¿Viste eso?

—¿Qué?

—Una mujer con un vestido negro que se iba. ¿No la viste?

Me quedo paralizado. Esas cosas me aterran y tengo la cabrona suerte de que siempre me tocan mujeres que ven espíritus y muertos por todos lados. Miriam se levanta rápidamente y va hasta la puerta del cuarto. Mira en el pasillo y regresa:

—¿Qué era, Miriam?

—El Ánima Sola. Siempre viene en sueños, pero cuando me desperté la vi que salía de la habitación.

—¡Cojones! ¡Mira cómo me erizo! ¿Qué es eso?

—Es una mujer vestida de negro. Dicen que vive sola en un monte. No sé bien. Viene, me da consejos sobre los hombres y se va. Hace muchos años que se me aparece.

—¿No te da miedo?

—No. Hay una oración para ella y siempre me pide que se la rece.

—¿Y qué te dice?

—Ahora me dijo: “Este hombre no es tuyo ni de nadie. Vas a sufrir mucho si sigues con él. Se gustan pero no pueden vivir juntos. Ustedes se parecen demasiado y eso trae discordias. Busca mi oración y reza tres veces”. Me tocó la frente y se fue.

—Y despertaste…

—Cuando me tocó la frente. Sentí su mano muy fría. Era un sueño, pero no era un sueño. ¿Tú me entiendes?

—Sí, como no. Uf. ¿Quieres agua?

Fui a la cocina. Traje dos vasos de agua.

Después de dormir un poco tenía el rabo tieso de nuevo. Se lo mostré:

—Mira qué pornográfico se pone el niño. ¿Quieres otro cabillazo?

Me lo besó. Da unas mamadas muy sabrosas. Sólo con las bembas. No sé dónde mete los dientes. La mira bien, calibrándola y sopesándola en la mano, y me dice:

—Tienes pinga de negro. Grande, gorda y prieta.

—¡Arriba el Black Power! Sigue mamando y no hables.

Jugamos un poco más. Pero ya está bien. Se despega un poco y me dice:

—Tengo que ir al hospital. Mi cuñado está ingresado hace dos días. Y no encuentran lo que es.

—¿Qué le pasó?

—La bebedera de todos los días. Se le puso el abdomen duro como un palo, con dolores intensos. Creen que es una crisis de páncreas.

—Eso es la warfarina y el ron malo. Esas mierdas son ácido puro. Corroen hasta los huesos.

—Eso pienso. Y no come. Está flaco y ojeroso.

—¿Bebe todas las tardes? Igual que tu ilustre esposo.

—Mi ilustre esposo es peor porque sólo toma warfarina. A las ocho de la noche ya está tirado en la cama, roncando, sin bañarse y sin comer.

—Se está suicidando.

—Eso parece. Tiene ganas de morirse. Me lo ha dicho muchas veces.

—Ese hombre te adora, Miriam. Tú no te imaginas el amor que siente por ti.

—¿Tú crees?

—Es evidente. Pero es tan bruto que no sabe cómo conquistarte. Nunca lo ha sabido. Por eso bebe como un salvaje. Y quién sabe todo lo que llora a tus espaldas.

—Lo detesto. Y cuando llora delante de mí lo odio más aún. Nos fajamos todos los días. Ya no lo soporto.

—Mentira. Tú me has dicho que ustedes tiemplan muy bien.

—En la cama es muy cariñoso.

—¿Y no es infiel?

—No, que yo sepa.

—Tú no lo quieres reconocer, pero lo has utilizado como a un esclavo. El limpia, lava, friega, cocina. Te aguanta los tarros. Tú llegas a las diez de la noche y no das explicaciones. O te pierdes tres días y le inventas un cuento de una reunión de trabajo. Y el tipo se lo cree.

—En el fondo no lo cree. Pero aguanta sin chistar.

—¿Ves que eres buena hija de puta? Tienes aplastado al tipo y todavía quieres machacarlo más.

—No hables así. No me digas esas cosas.

—Porque no quieres entenderlo. Tú eres muy fuerte, Miriam. Y le has cogido la baja al negro. Estás acabando con él.

—Es un inútil, un vago. Vivimos con mi dinero. Todo su dinero se lo bebe.

—El es como un niño. Pinga y más na’.

—Lo orgulloso que vive de su pinga. Siempre la tiene pará, y me la enseña como si fuera un machete.

—Así levanta su autoestima.

—En exceso. Desde que se la medí, me dice: “Mira, un pingón de veinticinco centímetros pa’ ti sola. Debías de vivir orgullosa. Cuídala porque la vas a perder. Yo siempre tengo cincuenta mujeres atrás de mí”.

—Jajajá, está bien eso. Hasta te amenaza.

—Es un imbécil. Yo me quedo callada y pienso: “Si tú supieras que la otra de dieciocho me gusta más”. Todo no es la pinga. Él no se da cuenta de eso. A ninguna mujer le gusta un hombre tan inútil. No se puede contar con él para nada.

—Ese es el hombre que te conviene: aguantón, fiel, se deja manipular, te da buen sexo, te deja vivir tu vida.

—Ya no me gusta. Aguanta demasiado.

—Por amor. Tú, perdida, él no sabe dónde estás ni a qué hora vas a regresar, y para no llorar como un niño se emborracha hasta caer desnucao en la cama.

—A él le gusta que yo lo maltrate.

—Será masoquista.

—Y pajero, vicioso, medio maricón. De todo un poco.

—¿Por qué?

—Cuando tiemplo contigo, llego sucia a la casa. No me deja bañarme.

—¿No?

—Me lleva directo para la cama. Y me mete la lengua hasta los ovarios. Ojalá lo puedas ver un día chupando tu semen. Lo busca con la lengua y se lo traga.

—El tipo es un loco. Nunca me lo habías contado.

—Y me dice: “Estabas con otro, cacho de puta. Tiene la leche ácida, el muy cabrón”.

—Ese negro es un arrebatao.

—Se le pone la tranca como un palo. Y me tiempla mejor, y me dice al oído: “Dime quién es. ¿Tiene la pinga larga? ¿Te hace gozar mucho? ¿Te la mete por el culo? Cuéntame”.

Ahora soy yo el volao. Y vamos a la carga de nuevo. Cuando la clavo bien a fondo, le digo:

—Tienes alma de puta, descará. Te gusta tener a los dos.

—Sí, claro que me gusta.

—Entonces no te quejes más, cacho de puta. Cuadra con él y vamos a hacer un pastelito, los tres juntos.

—No, él tiene muchos prejuicios.

—Eso es cuento. Le va a gustar mamarme la tranca y que tú le metas el dedo por el culo. Tú verás cómo vamos a gozar.

Por ahí seguimos un rato más, pero ya estamos cansados. Nos quedamos abrazados, besándonos suavemente.

—A veces pienso que tú ni lo quieres a él ni me quieres a mí.

—¿Quieres saber la verdad?

—Sí. Habla.

—Ya tengo cuarenta y cuatro años. Quince años de matrimonio con ese imbécil, viviendo en un bajareque de madera que se cae a pedazos, con anemia y pasando hambre.

—Tú misma te lo has buscado.

—Puede ser, pero creo que ya es hora de cortar todo eso, buscar dinero y comprarme una casita decente.

—¿Y vivir sola?

—Sola o acompañada, pero en mi casa. Quiero tener lo mío. Quiero luchar por lo mío. No quiero recostarme en un hombre, como hacen siempre las mujeres. Esto tú no puedes entenderlo.

—¿Por qué no? Lo entiendo muy bien. Y me gusta. Yo también estoy hasta los cojones de las mujeres que se recuestan en mí. Y piden y piden y todo les parece poco. Cuanto más doy, más quieren.

—Ahora estoy un poquito recostada en ti, pero…

—No es lo mismo. Algún dinerito de vez en cuando…

—Ya me avisaron para irme. Dentro de cuatro días.

—Al fin. ¿Te dijeron adonde?

—Belice.

—¿Dos años?

—Mínimo dos años. Máximo cuatro. Pero voy a regresar con mi dinero para la casa.

Guardamos silencio. No podemos convertirlo en un drama. Y no hay alternativas. Esperó años por el aviso para este contrato.

—Quería decírtelo personalmente. Vine a despedirme.

—No te voy a esperar, Miriam. Es decir, no te voy a esperar casto y puro. Es mucho tiempo. Tú vas a tener tus romances. Y yo los míos. Pero presiento que somos tú y yo.

—Yo creo en el destino.

—No quiero despedidas. Me llamas y nos despedimos por teléfono.

—Qué patiseco eres.

—Al contrario. No me gustan las despedidas.

Nos levantamos y nos vestimos. Ella llamó al hospital. Habló con su hermana brevemente. Colgó y me dijo:

—Me voy para el hospital. Mi hermana lleva dos días allí, con su marido.

—¿No ha mejorado?

—No. Sigue con los dolores y no puede comer. Sólo líquidos. Lo voy a cuidar unas horas, para que ella descanse.

—Toma, Miriam.

Le di cincuenta dólares. Los guardó.

—Menos mal. Voy a comprar carne y huevos.

—Que no se te ocurra coger ese dinero para zapaticos y ropa. Te conozco. Tienes que curarte la anemia.

—Despreocúpate. Me voy a alimentar bien.

Nos abrazamos y nos besamos. Teníamos los ojos llenos de lágrimas. Le dije:

—Te quiero mucho. Te adoro.

—Yo también te adoro. Y me comprendes.

—Nos entendemos. Tú tenías dieciocho años y yo veinticinco. ¿Qué tiempo hace?

—De dieciocho a cuarenta y cuatro van…

—Veintiséis años.

—Un romance muy largo. ¿Hasta cuándo?

—Hasta que me muera, Miriam. Yo soy el más viejo y me voy a morir primero.

Nos besamos más y le dije muy bajito al oído:

—No puedo desperdiciar el poquito de amor y compasión que me queda.

En un susurro, secándose las lágrimas, me dijo:

—Yo estoy igual. A veces pienso que tengo un desierto por dentro. Cuando regrese…

—Eso creo. Somos tú y yo. Cuídate mucho… usa preservativos.

Soltó una gran carcajada:

—¡Eres un cínico y un hijo de puta!

—Por eso me quieres.

Y se fue. Me quedé un instante en blanco. Sólo un momento. Me sequé las lágrimas. Con la punta de la lengua escarbé en el hueco de la muela. El empaste partido tiene filo como un puñal. Pensé que debo buscar un dentista cuanto antes. Entré y cerré la puerta. Busqué un disco de los Rolling Stones. Empieza con “Heart of Stone”. Subí el volumen a tope.

Pedro Juan Gutiérrez. Matanzas, 1950. Narrador y poeta

Licenciado en Periodismo en 1978, ejerció este oficio por veintiséis años. Entre 1998 y 2003 publicó a través de Anagrama los cinco libros del “Ciclo de Centro Habana” (Trilogía sucia de La Habana, El Rey de La Habana, Animal tropical, El insaciable hombre araña y Carne de perro). Luego escribió la noveleta policial Nuestro GG en La Habana y el libro de viajes Corazón mestizo. Fue laureado con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000, España; y con el Premio Narrativa Sur del Mundo 2003, Italia. Tiene publicados varios libros de poesía en el extranjero (Espléndidos peces plateados, La realidad rugiendo, Fuego contra los herejes, Morir en París, Yo y una lujuriosa negra vieja y Lulú la pérdida y otros poemas de John Snake). Próximamente aparecerá en Cuba, por primera vez, una selección de su obra poética. El relato “Algunas cosas perduran” pertenece a la Trilogía sucia de La Habana, Editorial Anagrama, España, 2008.