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Alas rotas

Ena Lucía Portela
Ena Lucía Portela

La enfermedad es el lado nocturno de la vida,
una ciudadanía más cara.
Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas

Llevaba ya algún tiempo con todo este malestar. Lentitud al moverme, pérdida de equilibrio, rigidez muscular, temblores en las extremidades. Pudo haber sido alguna enfermedad infecciosa, un trastorno endocrino o una reacción psicosomática, en fin, algo curable. Así lo esperaba, de optimista que soy. Pero nananina. Entre tantas posibilidades, vino a tocarme justo la peor. En agosto de 1993, tras un minucioso estudio clínico-neurológico llevado a cabo durante varias semanas por un equipo multidisciplinario que disponía de lo último en tecnología para realizar esa clase de exámenes, me diagnosticaron Parkinson Plus (atrofia multisistémica y posible atrofia olivo-ponto-cerebelosa).

No se alarmen por lo que va entre paréntesis. Tampoco yo lo entiendo. Bueno, ya sabemos que los médicos acostumbran parlotear en marciano. Lo pongo tal cual reza en el resumen de mi historia clínica, pero el quid del problema radica en una sola palabra: Parkinson. Por esas fechas yo había visto a algunos pacientes con el mal en un estadio avanzado. Y también había leído la correspondencia que sostuvieron, allá por la década del cuarenta del siglo pasado, el escritor y traductor León Mirlas y la ex actriz Carlotta Monterey, donde ella describe con lujo de detalles, apresada entre el agobio y el horror, lo que fueron aquellos infernales últimos años de la existencia de su marido, el dramaturgo Eugene O’Neill. Un genio esterilizado, completamente destruido mucho antes de su fallecimiento, como quien dice muerto en vida, por causa del síndrome parkinsoniano. “Usted no tiene idea de lo que está sucediendo, es una tragedia espantosa…”, escribía Carlotta.

La ciencia, todavía hoy, no ha logrado encontrar un tratamiento realmente efectivo contra el mal de Parkinson. Los estragos que ocasiona son irreversibles y tampoco se puede frenar el avance de la enfermedad. Solo hay, gracias a la obra inmensa del farmacólogo Arvid Carlsson, algunas drogas que alivian los síntomas.1 De manera que en 1993 me hicieron un pronóstico bastante sombrío. Según el neurólogo que me dio la noticia, era altamente probable que el mal, en mi caso, evolucionara en una forma súper dramática. Debido a mi edad de entonces (veinte años), más bien rara entre los enfermos de Parkinson, era de esperarse que el deterioro fuese conquistando terreno a un ritmo galopante. Es decir, que en cuestión de pocos meses ya yo no podría caminar, ni hacer algo útil con las manos, ni articular palabras. La capacidad intelectual no iba a disminuir en absoluto, pero de nada me serviría. Yo quedaría, por decirlo de algún modo, enclaustrada dentro de mi cuerpo, sin posibilidad alguna de expresarme. Y el Parkinson, aunque debilita con creces el organismo, agravando cualquier otro padecimiento que aparezca, en sí no es letal. O sea, todo aquel suplicio podía prolongarse durante unos cuantos años. Recuerdo que prendí un cigarro para digerir con ecuanimidad tal información y que el neurólogo no se atrevió a decirme que fumar daña la salud.

En coyunturas muy desesperadas, cuando la ciencia no tiene mucho que ofrecerle al ser humano, este tiende a girarse hacia la religión en busca de amparo. Ahí me sobran las opciones: soy hija de un matrimonio católico, con ancestros musulmanes (suníes), por el lado paterno, y judíos (sefarditas), por el materno. Eso sin contar los cultos afrocaribeños que proliferan en mi país, verbigracia: la Regla de Ocha, la de Palo Monte y el vudú, que también atraen a numerosísimos fieles. Pero ocurre que yo, si bien respeto todas las religiones y el derecho de cada quien a vivir conforme a su fe, no soy, definitivamente, religiosa, ni tampoco recibí ninguna “iluminación” durante aquel devastador verano de 1993. Opino que en este mundo nuestro hay demasiado sufrimiento innecesario, sin el menor propósito, sentido o trascendencia.

Emprendí, pues, con suma discreción, algunas averiguaciones de orden práctico. Muy pronto supe que la eutanasia está severamente penalizada en casi todas partes y que el suicidio asistido suele juzgarse como asesinato. A los caballos lisiados sin remedio los rematamos de un disparo y a los perros viejos que agonizan en ralentí los ponemos a “dormir” con una inyección. Y nos parecería cruel actuar de otro modo con tan nobles camaradas. Pero nuestra especie, por lo visto, no merece tanta misericordia. Así que yo, para traspasar ese umbral, no contaría con el auxilio de nadie. Tendría que cruzarlo por mí misma… mientras pudiera. Debía permanecer alerta, vigilarme para no quedar atrapada en mi propia “parálisis agitante” (como también se le denomina a la afección neurológica descrita por primera vez en 1817 por el emérito cirujano y paleontólogo James Parkinson).

Conste que no soy depresiva ni tengo un temperamento melancólico ni nada por el estilo. Amo la vida. Por eso mismo, pienso que jamás debería ser un castigo. No elegimos venir al mundo, pero sí podemos decidir si nos quedamos en él o no. Veo la muerte como una salida de emergencia, la puerta lateral con el letrero de neón rojo que dice EXIT. Saber que esa puerta está ahí, que todavía puedo escaparme a través de ella cuando ya no resista seguir acá, es, quizás paradójicamente, lo que me ha sostenido en pie durante todos estos años. He vivido momentos muy duros, pero siempre con la conciencia de que vivirlos ha sido, en cierto modo, mi libre elección. Esto ha favorecido también a quienes me rodean, pues ha evitado que me convierta en un bicho egocéntrico, amargado y quejumbroso.

El diagnóstico de 1993 me lo han confirmado, en varias ocasiones, otros neurólogos. El pronóstico, sin embargo, resultó erróneo. Quizá en lo relativo al Parkinson la juventud sea más una ventaja que un handicap, ¿quién sabe? Los médicos aseveran que, en rigor, no existen enfermedades —o sea, entes abstractos—, sino enfermos, y que cada paciente es único e irreductible. Comoquiera, lo cierto es que la degeneración progresiva del sistema nervioso, en mi caso, ha ido avanzando muy lentamente. Ahora, con treinta y cinco diciembres en las costillas, estoy peor que a los veinte, claro. Pero no mucho peor. Con la medicación adecuada, aún me las apaño para llevar una vidita menos infeliz que las de tantísimos prójimos con salud de hierro.2

Todavía puedo caminar. Y lo disfruto una pila. Cuando se trata de largas distancias o de un terreno muy abrupto, uso el bastón, aunque prefiero engancharme del brazo de alguien. Puedo subir y bajar escaleras, apoyándome en el pasamanos. El sillón de ruedas solamente lo empleo en los aeropuertos, ya que no puedo mantenerme de “guardia cosaca” durante mucho rato y esas colas en Inmigración… ¡uff! Puedo viajar sola. Así he viajado por Europa, los Estados Unidos y varios países de Latinoamérica. No voy a negar que con frecuencia necesito ayuda, pero no especializada; me basta con la que puedan proporcionarme una aeromoza, un centinela de seguridad o el primer colega viajero que me pase por delante. Ni mi voz ni mi dicción están afectadas aún (hay que reconocer que mi acento en inglés no es muy British y que en francés es una auténtica merde, pero eso no se debe al mal, sino a mi falta de gracia para los idiomas). Dentro de una habitación me valgo por mí misma para todo: bañarme, vestirme, peinarme y hasta maquillarme, aunque el rímel y el delineador se quedan para las grandes ocasiones (ya se imaginarán ustedes el trabajito que me suponen tales exquisiteces). En la mesa puedo usar cucharas y tenedores, cuchillos no. Escribo, por supuesto, directo en la computadora. Como no puedo teclear rápidamente, pincho todos los días. Así, he publicado ya cuatro novelas, dos libritos de cuentos y un puñado de articulejos.3 Del ejercicio de la literatura no solo obtengo mi realización personal, sino también un medio razonable de vida (austera, pero independiente, sin nadie que me dé órdenes). Discursear en público me asusta un poco. Siento que se me escucha con especial atención, como si, por el mero hecho de ser “distinta”, fuera a decir algo extraordinario, cuando únicamente diré las mismas tonterías que los demás escritores. En general me muevo despacio, en cámara lenta, y para no enmarañarme cual gato con una bola de estambre, debo estar muy, pero muy consciente de cada cosa que hago. Con el tiempo he aprendido a hallar los caminos menos tortuosos, a fin de potenciar mi energía al máximo.

Detesto profundamente que otras personas se consideren calificadas para dictaminar, sin tomarse la molestia de consultarlo conmigo, qué puedo o no hacer. Y peor todavía cuando alegan que tamaña intromisión es “por mi bien”. Quienes actúen así conmigo, deberán atenerse a las consecuencias. Y ahora mismo no estoy riéndome, ¿oká? Porque esa amabilidad farisaica suele enmascarar mecanismos controladores, o inclusive discriminatorios, lo que en numerosos países constituye delito. En cuanto al inevitable “pobrecita Ena Lucía”, que puede tener múltiples significados, lo interpreto según de quién venga.4 Aunque rara vez me indigno por eso. Figúrense ustedes, tampoco voy a pasarme la vida entera mascullando blasfemias.

El mal de Parkinson provoca reacciones emocionales en los enfermos, desde luego, pero no altera la estructura básica de la personalidad. Un carácter apasionado, enérgico, rebelde e inconformista no es para nada compatible con el síndrome parkinsoniano. Pero así soy y no puedo cambiar ni lo uno ni lo otro. Son los naipes que me tocaron y con ellos hago mi juego.

En su novela El último puritano, el filósofo Jorge Ruiz de Santayana afirma que todas las cosas, tanto los objetos inanimados como las criaturas, tienden a persistir en su propio ser.5 Estoy de acuerdo. Sé que es así porque lo he vivido, porque lo vivo día tras día. Un pájaro siempre tratará de emprender el vuelo, una y otra vez, aun cuando tenga las alas rotas.

NOTAS

  1. Arvid Carlsson, farmacólogo sueco, ganó en 2000 el Premio Nobel de Medicina y Fisiología. Lo mereció como descubridor de la etiología del mal de Parkinson, que es el déficit en ciertas áreas del cerebro de un neurotransmisor llamado “dopamina”, y como pionero en el uso de la L-Dopa, entre otras drogas, para suplir tal carencia de modo artificial, al menos durante algún tiempo, que varía según el paciente. ELP, 2009.
  2. Cuando escribí esas líneas, hacia mediados de 2008, ya había decidido alejarme del mundanal ruido, no por razones de salud, sino en pos de la concentración necesaria para sacar adelante un proyecto literario muy ambicioso. De entonces a la fecha, pese a los chismes sensacionalistas que circulan por ahí sobre un presunto derrumbe mío, el mal apenas ha progresado. Lamento decepcionar a los especuladores morbosos, pero van a tener que cogerlo con calma, pues aún sigo batallando. Y seguiré, mientras pueda, con el mismo ímpetu de cierto comandante del Ejército Libertador: el inolvidable hacendado camagüeyano Abelardo Portela Reyes, mi bisabuelo mambí. ELP, 2015.
  3. Ahora son tres libritos de cuentos y dos puñados de articulejos. Por estos días, además, ando enfrascada en la revisión del último borrador de otra novela, que es muy extensa. Pero no aburrida, se los garantizo. ¡Je je! ELP, 2015.
  4. Ustedes no van a creérmelo, pero hay quien me ha dicho que si yo no fuera tan bonitilla, con cara de ángel y eso, mi desgracia no resultaría tan conmovedora. ELP, 2015.
  5. Sospecho que Santayana, aunque estuvo muy influenciado en términos generales por el pensamiento de Ralph Waldo Emerson, pescó esa idea en particular, sin elaborarla mucho, directamente de Baruch Spinoza. ELP, 2015.

Ena Lucía Portela. La Habana, 1972.

Narradora y ensayista. Licenciada en Lenguas y Literaturas Clásicas por la Universidad de La Habana. Su relato “La urna y el nombre, un cuento jovial” apareció en la antología Los últimos serán los primeros, de 1993, dándola a conocer como integrante de la denominada “generación de los Novísimos”. Su primera novela, El pájaro: pincel y tinta china, obtuvo el Premio Cirilo Villaverde de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1997; y fue publicada por Ediciones Unión en 1999. Ese mismo año recibió el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional por el relato El viejo, el asesino y yo; y publicó el libro de cuentos Una extraña entre las piedras con la Editorial Letras Cubanas. En 2001 salió su segunda novela, La sombra del caminante, por Ediciones Unión, Cuba. Con Cien botellas en una pared alcanzó en 2002 el Premio Jaén, en España; y tras la publicación de esta novela por Éditions du Seuil, Francia, obtuvo el premio Dos Océanos–Grinzane Cavour que otorga la crítica gala a la mejor novela latinoamericana publicada en ese país. En 2006 publicó en España los cuentos de Alguna enfermedad muy grave; y en 2007 fue seleccionada en la Feria del Libro de Bogotá entre los 39 escritores menores de 39 años más significativos de América Latina. Su novela Djuna y Daniel (Ediciones Unión, 2007) mereció el Premio de la Crítica que se otorga a los mejores libros publicados en Cuba durante el año. Definida por la crítica como una de las voces más importantes del panorama literario cubano y latinoamericano, sus libros se han publicado en más de veinte países, textos suyos han aparecido en muchas antologías y ha sido traducida a numerosos idiomas. Una recopilación de sus artículos y ensayos fue publicado en La Habana bajo el título Con hambre y sin dinero (Ediciones Unión, 2017). Ha publicado varios escritos sobre el género negro en revistas como Hypermedia Magazine y El Estornudo.