Ensayo

La mujer que amaba a los gatos

De Open Media Ltd - Open Media Ltd, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=24443239

Todo comenzó, para mí, con un vetusto magazine de páginas amarillentas y quebradizas que hallé olvidado en una gaveta, por demás vacía, en la minúscula cocina de un microapartamento de alquiler en la Gran Manzana. 

Curiosa como soy, dejé a medias lo que estaba haciendo, me senté en una banquetica y me puse a inspeccionar mi hallazgo. Con delicadeza, para no pulverizarlo. Y tras echarles una ojeada a las ya desvaídas ilustraciones, empecé a leer.

Esto que les cuento ocurrió en el pleistoceno. Figúrense ustedes, queridos amiguitos, que a través de una de mis ventanas en el East Village de Manhattan aún se divisaban las Torres Gemelas del World Trade Center. Y parecían eviternas.

Ahora, al cabo de tantos años de aquella lectura signada por el más venturoso de los azares, solo guardo en la memoria —con tremenda nitidez, eso sí—, entre anuncios de vitaminas y algún articulejo* satírico sobre el indescifrable catering de American Airlines o algo por el estilo, una short story harto fluida, pérfida y cautivante, de las que te agarran y no te sueltan. Versaba acerca de un chiquillo digamos peculiar, carente de afecto, protección y hasta de un cuarto propio donde refugiarse, quien sufría horrores y terminaba de pronto acuchillando a su mamá repetidas veces hasta liquidarla.

Tal anécdota, apenas hube superado el ahogo y la taquicardia que nos deparan a las personas sin malicia los buenos relatos de suspense, me remitió directo y sin escala a una crudelísima fábula de Saki. Y acto seguido, casi inevitablemente, a cierta sarcástica novela de Raymond Postgate elogiada por su tocayo Chandler en El sencillo arte de matar (The Simple Art of Murder) en 1944.

No fue una asociación caprichosa o gratuita. En esas tres ficciones, todas narradas con sumo desapego —vale decir, acaso con ironía, pero sin ápice de sensacionalismo pacotillero—, hay un chamaco de unos diez u once veranillos, físicamente debilucho, muy sensible, solitario en contra de sus deseos, compinche entusiasta de algún animalito y sojuzgado a extremos enloquecedores por una señora vulgar, obtusa y autoritaria que detenta su custodia legal.

Conradin, el pequeñajo de la fábula de Saki, logra emanciparse de la tiranía ejercida por su prima, a quien odia con fervor, gracias a un mero accidente; suceso que su fértil imaginación habrá de convertir en ceremonia expiatoria u ordalía de una especie de culto sangriento. Un celebérrimo happy ending que, hemos de reconocerlo, nos colma de regocijo. Más tarde Philip, el chiquilín de la novela de Postgate, identificándose con su coetáneo de la fábula de Saki en febriles y desquiciadas relecturas, trama un asesinato con todos los hierros —una pirueta a lo Borgia, aunque algo chapucera debido a la inexperiencia del perpetrador—, solo que pifia en el cálculo de la dosis de veneno que puede ingerir sin mayores consecuencias para engañar a su víctima, una execrada parienta política, y guinda el piojo en la intentona. Triste desenlace, pues uno hubiese preferido verlo triunfar. En cuanto al fiñe de la tercera narración, el patético y atormentado Victor, lector de historiales clínicos en tratados de Psicología, nunca sueña despierto con el aniquilamiento de su enemiga ni tampoco premedita nada. Simplemente explota en mitad de la noche y se abalanza, cuchillo en mano, con el ímpetu del maníaco de algún slasher bien truculento.

A diferencia de sus adinerados predecesores británicos, este americanito bilingüe, descendiente de franceses, polacos y magyares, pertenece a una baja clase media chillona y pretenciosa, con un gusto vomitivo e inclinaciones europeizantes la mar de ridículas. Su entorno lo asfixia. Lo mejor para él habría sido, pienso, crecer rápido y venderle el cajetín al dulce hogar, mamichula incluida. 

Pero la situación lo rebasa. De modo que solo nos queda compadecer al infeliz, obligado a asistir a la escuela en pantalones cortos y a declamar poesías estúpidas enfrente de las visitas, como si fuera un párvulo, todo por antojo de ya sabemos quién. Pobre diablo oprimido, cuya súbita rebelión y el subsiguiente confinamiento a perpetuidad en algún sanatorio para enfermos del alma escapan a su control, volviéndose indefectibles cual fatum o maldición gitana. 

Viene a ser, de los tres chamas, quien más difícil la tiene en su guerra doméstica. No porque el billete les sirva de mucho a los otros, que en definitiva son menores de edad y no pueden hacerlo valer, sino por el calibre mismo de su contrincante. Y es que mistress De Ropp, la dictadora de la fábula de Saki, una palurda santurrona tan perversa como se lo permite su escaso intelecto; y mistress Van Beer la déspota de la novela de Postgate, menos hipócrita y no del todo mentecata, aunque sobradamente resentida e inmisericorde; palidecerían de espanto frente a la anónima dominatriz del tercer relato. Nada, corazones, que ahí sí le cayó comején al piano.

Manipuladora, histérica, atrabiliaria, mentirosa, ególatra y mezquina, incapaz de profesarle a su hijo la más leve empatía, a esa dibujante comercial fracasada con ínfulas de artista no hay Dios que se la empuje. Nunca atiende al muchacho, a cada rato lo insulta, lo abofetea, no lo deja dormir y hasta se burla descaradamente de las absurdas ropas dizque francesas que ella misma le impone. Vamos, no digo que se merezca las cuchilladas, pero… Bueno, lo digo y bien, qué coño. Se las merece.

Ante una fémina ficticia tan abominable y a la vez trivial, corrientísima, igualitica a Fulana y a Mengana y a la vecina de los bajos de nuestro edificio —aunque ella, previsiblemente, se crea el flan de la servilla—, cualquiera hubiese barruntado que su creador, talento aparte, adolecía de cierta misoginia. También que era ducho en el análisis de los caracteres humanos. Y que de seguro no adoraba a su propia progenitora.

El personaje, en absoluto caricaturesco, resulta muy vívido, corpóreo, convincente. La ristra de epítetos poco amables que le endilgué más arriba no rezan, desde luego que no, en el cuento. Solo sus acciones (u omisiones), observadas a través del lente de la subjetividad maltrecha de Victor, van develando paso a paso un patrón de conducta. 

Su artífice, por otra parte, fue una mujer. El nombre que aparecía en el añejo magazine debajo del título, a continuación de “by”, no dejaba lugar a dudas. Una escritora por lo visto bastante oscura, cáustica, morbosa, proterva y genial, olímpicamente desconocida por quien les habla hasta aquel inolvidable otoño neoyorquino en que la casualidad vino a reunirnos.

¿Dónde rayos había estado escondiéndose tamaña bruja papanduja? Pregunta errónea, lo sé. Es que me asombraba sobremanera no habérmela topado antes. Ya fichada, empero, no iba a librarse de mi feroz anhelo por consumir TODO cuanto hubiese urdido su demoníaco magín. 

¡Voy a buscarte, cabrona, aunque sea en el quinto infierno!, le prometí a una vaga silueta fantasmal que por espacio de unos segundos me pareció entrever junto a la puerta del baño. Y a partir de entonces di en perseguirla sin descanso, como si yo fuera Heathcliff y ella el espíritu errante de Catherine Earnshaw.

Con el transcurso del tiempo, cual era de esperar, he averiguado tonga de chismes concernientes a la narradora y ensayista norteamericana Mary Patricia Highsmith (1921-1995). Hace años comprobé que, en efecto, no adoraba a su propia progenitora, otra excelsa dibujante comercial. Y que realmente adolecía de cierta misoginia, aunque deliberada y más bien humorística, tal como se nos revela en Pequeños cuentos misóginos (Little Tales of Misogyny), colección de 1974, y en otras ficciones suyas.

Asimismo supe que nació en Fort Worth, Texas, ciudad donde falleciera mi papá y donde nada me la recuerda. Que de chiquita gozaba leyendo historiales clínicos en cierto libraco donde se describía la evolución de toda suerte de cleptómanos, pirómanos, hipocondríacos y otros loquibambios. Que su primer curro en Nueva York consistió en escribir guiones para cómics. Que apenas se hizo con algo de plata levantó el vuelo de su tierra natal, donde sus short stories, al menos en un principio, no fueron justipreciadas por los editores de revistas. Que tras un dilatado peregrinaje por varias naciones europeas, no siempre dichoso, anidó en la comuna suiza de Locarno, cantón de Tesino. Que se comunicaba, como mínimo, en cinco idiomas. Que padeció de alcoholismo. Que de muchacha fue bonitilla, o en todo caso muy fotogénica, vaya, un caramelo. Que amaba a los gatos. Que también amó, a su manera turbulenta, ruda y volátil, a incontables mujeres. Que su única novela de amor, Carol, de 1990 —publicada en 1952 como El precio de la sal (The Price of Salt) bajo el seudónimo Claire Morgan—, ostenta el mérito, extraliterario pero sugestivo, de haber sido la primera de orientación homosexual con acabijo razonablemente feliz que viera la luz en los Estados Unidos. Y sepetecientas bagatelas más.

No me resultó, en honor a la verdad, una pesquisa demasiado fatigosa. Extrovertida como era, la seductora Patty no practicaba el secretismo (descontando las aprensiones de miss Morgan, comprensibles en un contexto brutalmente homofóbico). Nada de escondedera, vamos. Las entrevistas que concedió, sus blocs con notas y bosquejos de relatos, los fragmentos que se conservan de su prolongadísimo cuaderno de bitácora y alguna que otra biografía autorizada (y muy bien documentada) están disponibles para quienquiera que se interese por sus proyectos literarios abortados, posturas filosóficas y/o políticas que sostuviera en diferentes etapas de su vida, liaisons dangereuses, deslumbramientos, chascos, frustraciones, penurias económicas por las que atravesara en su juventud —e incluso después, aunque jamás a un nivel tercermundista—, conflictos familiares, broncas, enredos, traiciones, rupturas violentas, narradores favoritos —Edgar A. Poe, Stevenson, Conrad, Dostoievski, Maupassant—, preferencias gastronómicas, mariposeos en plan Casanova, temores, incertidumbres, ansias, rabias, expectativas y opiniones sobre esto y aquello y lo otro.

Hacia los estertores del segundo milenio, tal como sospeché cuando la descubrí allá en su país de origen, aún se hallaba inédita por completo acá en Cuba. O sea, que en ningún catalogo aparecía algo que llevara su firma. ¿Pueden creerlo, hermanos míos? ¡Ni un cuentecito en una antología! Y así permanece en la actualidad. Ignoro las razones de tan recalcitrante ninguneo, suponiendo que exista alguna. 

Me huelo que debe de tratarse, una vez más, de los endémicos rollos con el copyright, esos que mantienen tristemente desactualizados a tantísimos lectores del patio. Porque las casas editoras cubanas, subvencionadas todas por el Estado, no pagan anticipos ni regalías a los escritores foráneos o a sus herederos, de modo que, salvo que haya traspaso gratiñán de los derechos de autor, no hay publicación que valga. Es lo primero que se me ocurre, ya que ni por asomo parece mi codiciada Highsmith la clase de autora que algún abyecto censor quisiera escamotearnos a estas alturas del culebrón totalitario. Aunque tampoco descarto eso último, pues la estulticia humana carece de límites.

De cualquier forma, casi toda la obra de esta laboriosa plumífera —unos cuarenta volúmenes de narrativa, amén de los sabios consejos prodigados en Suspense: cómo se escribe una novela de intriga (Plotting and Writing Suspense Fiction), breviario de 1966— ha sido traducida a un burujón de lenguas, entre ellas al español. La mayoría de esos libros, tanto en ediciones de tapa dura como de bolsillo, durante décadas han estado arribando a nuestro archipiélago dentro de los matules de innúmeros viajeros procedentes de otros países del ámbito hispanohablante, de manera que ahora mismo, para deleite de sus fans cubiches, que somos legión, se les puede encontrar en librerías de viejo o en la biblioteca de algún amigo. Y por si no bastara con todo ese trasiego, desde no hace mucho la citada bibliografía también circula por ahí muy alegremente en formato digital. E inclusive en inglés, para quienes se animen a hincarles el colmillo a los textos originales. Una variante que, dada la relativa sencillez de su prosa, ni coloquial ni barroca, tiende a ir en aumento.

Así las cosas, al margen de mi propia irrefrenable adicción a la marca Highsmith, considero de elemental cortesía dedicarle desde La Habana estas líneas veloces a nuestra diabólica Patty precisamente hoy, martes 19 de enero, que se cumple el centenario de su natalicio.

Lejos de ser una Jane Doe o Juana de los Palotes perdida en el bosque, la escritora que nos ocupa está ranqueada, por consenso de críticos y doctos, como la voz femenina más poderosa hasta nuestros días en la historia del género negro. Aunque en lo que atañe a las ventas vaya a la zaga de madame Agatha Christie y otras ladies adscritas al primer Detection Club, tampoco su índice de popularidad a escala mundial resulta desdeñable. Y muchas de sus narraciones de largo aliento han sido reiteradamente adaptadas para el cine, siempre con éxito de taquilla, por realizadores de la categoría de Alfred Hitchcock, René Clément, Claude Autant-Lara, Michel Deville o Wim Wenders.

Por cierto, en la más conocida versión fílmica de su primera novela —Extraños en un tren (Strangers on a Train), de 1949—, película estrenada en 1951 desde cuyo cartel Hitchcock ofrecía aquellos antológicos 101 minutes of matchless suspense con el personalísimo ritual que lo caracterizaba, pinchó como guionista nadie menos que Raymond Chandler. 

Según fuentes chismográficas muy fiables, el autor del relato El hombre que amaba a los perros (The Man Who Liked Dogs), sumo pontífice de la literatura policial por aquellas fechas, aborrecía visceralmente al “Mago del Suspense”, a quien tildaba de sátrapa, comodón y bola de manteca. Pero, a diferencia de otros eméritos libretistas contemporáneos que me abstengo de mentar en este homenaje, no rechazaba de plano el trabajo acaso inmaduro de la jovenzuela Highsmith. Y conste que ella nunca le descargó al hard-boiled, tendencia que a inicios de la segunda posguerra, pese a los sonados triunfos del tough Philip Marlowe, ya empezaba a oler a naftalina.

El grueso de la narrativa de nuestra espeluznante Patty se inscribe desde sus comienzos en otra vertiente del relato policiaco: la criminal psychology, centrada en la exploración psicológica de los crímenes y de quienes los cometen. Más que el manido “¿Quién lo hizo?” o el también recurrente “¿Cómo lo hizo?”, dicho subgénero, inaugurado en el marco de la crisis que siguió al crack de 1929 por James Mallahan Cain —autor de El cartero llama dos veces (The Postman Always Rings Twice), pesadillesca novela de culto publicada en 1934— y otros escritores norteamericanos igualmente ásperos y fatalistas como Horace McCoy o Jim Thompson, indaga el “¿Por qué lo hizo?”, profundizando en las motivaciones del hecho delictivo.

En la short story que les comentaba hace un rato, producto característico del sello Highsmith, el móvil más ostensible del imberbe matricida, el que salta a la vista, el que podemos resumir en diez palabras, sería este: vengar a una mísera tortuguita sañudamente asesinada por la tirana. Ahora bien, para cocinar comme il faut a ciertas desventuradas criaturas que nos sirven de alimento, primero que todo hay que hervirlas vivas, duélale a quien le duela, y sucede que la mandamás había comprado aquella tortuguita de carapacho verdicastaño con el abierto propósito de guisarla. Ella peca de indiferente al sufrimiento de la bestezuela que se van a comer —y de embustera cuando lo niega—, pero no de sádica. Esta vez no. Solo que su retoño, ajeno a los detalles del no muy piadoso procedimiento culinario, establece en un santiamén vínculos de afecto de sobrada intensidad con el futuro plato principal de una cena dominguera. Está al corriente de que el animalucho la palmará en breve, más ignora cómo. Hasta que lo ve. La tortuguita, mientras agoniza agitando las patas dentro de una cacerola con agua humeante —en silencio, ya que la naturaleza no la dotó de cuerdas vocales o de algún otro órgano que le permitiera pegar alaridos—, mira al consternado Victor con expresión de reproche, como preguntándole por qué la abandona en aquel trance. O al menos así lo percibe el chama. Y arde Troya. Quien perpetró un crimen insonoro morirá gritando.

Es sabido que la macabra Patty, quien cursó estudios superiores de Zoología en el Barnard College de Nueva York, fue una inveterada partidaria de los animales. Aparte de su predilección por los mininos —omnipresentes en sus relatos—, simpatizaba con los caballos, palomas, hámsteres, pericos, gallinas, chivos, cerdos y otros seres cubiertos de pelos, escamas o plumas, que conviven con nosotros y con los que a menudo no nos portamos del todo bien. Escribió centenares de páginas acerca de ellos, siempre a su favor. De eso dan fe las fábulas que compilara en Crímenes bestiales (The Animal Lover’s Book of Beastly Murder), muestrario de 1975, entre muchas otras.

Con tan superlativa parcialidad evoca por momentos a cierto excéntrico personaje moldeado por su discípula más aventajada, la inglesa Ruth Barbara Rendell. Me refiero al misántropo Dick, héroe del cuento “Casi humanos” (“Almost Human”), impreso en Ellery Queen’s Mystery Magazine en septiembre de 1975 y recogido al año siguiente en La planta carnívora y otros relatos (The Fallen Curtain & Other Stories). Un asesino profesional que a la hora del cuajo desiste de retorcerle el pescuezo a determinado prójimo, renunciando a cobrar unos jugosos honorarios, solo por no entristecer al fiel Basset de tres colores que acompañaba a su target.

No afirmo que la aviesa Patty haya intentado alguna vez despachar a alguien recurriendo a ese modus operandi, o mediante el empleo de algún arma que no fuera su máquina de escribir. Por supuesto que no. Pero tampoco me parece muy aventurado visualizarla en tal predicamento, primero pensativa y luego perdonando al congénere, deleznable zascandil, únicamente por cariño hacia a la mascota.

Su pasión animalística, para más inri, no se limitaba a los vertebrados. También se mostró benévola con diversos artrópodos y moluscos. Podía, incluso, adoptar con acierto la perspectiva de una cucaracha al extremo de conseguir que las peripecias de semejante sabandija asquerosa resultaran divertidas.

No pretendía, empero, que fuese justo, lógico, natural o siquiera concebible darle matarile a una ciudadana respetuosa de la ley, quien a golpe seguro pagaba sus impuestos sin tardanza, meramente por haber sacrificado en su cocina a un apetitoso (y nutritivo) quelonio aplicando el método tradicional para esos menesteres. Nuestra benemérita zoóloga no era tan fundamentalista del animalismo, ni tan odiadora de esta gran humanidad, como para tratar de encajarnos tamaño dislate. Venga ya, mis amores, que no era imbécil.

Para el afligido Victor, quien pese a las acusaciones de su mamuchi tampoco adolece de retardo mental ni está demente ni un bledo —muy estresado sí, ¿cómo podría no estarlo?—, el suplicio de su yunta, la tortuguita de cara adusta y pupilas radiantes, representa el final de toda esperanza de bienestar frente a un poder abusivo que no ceja en su empeño de amargarle la existencia. Viene siendo el puntillazo, la última perrería en una retahíla de innumerables hijeputadas maternas, el summum de su calvario cotidiano. Vaya, como si dijéramos la gota que rebosa la copa. Detrás de aquel súbito acuchillamiento, aunque su ejecutor, noqueado por el trauma, quizá no atine a explicárselo a nadie, hay más. Muchísimo más.

Claro que de eso vamos enterándonos paulatinamente, a medida que avanzamos en la lectura del relato. Su ritmo lento, propio del suspense, genera una típica atmósfera Highsmith de violencia psicológica, donde la frontera entre lo común y lo extraordinario se difumina de a poquito, sin transiciones abruptas. Metidos en el ajo de lleno, presentimos que algo terrible está por acontecer. Casi escuchamos un amenazador tic tac, tic tac, tic tac… De ahí que el matricidio, una vez consumado, nos parezca no solo muy, pero que muy verosímil, sino incluso inevitable. Et voilà tout.

En media centuria de faena, la siniestra Patty sacó al mercado a otros muchos asesinos, con frecuencia menos ingenuos. Tipos reflexivos, taimados, alevosos, planificadores de la jugada perfecta. Como el ambiguo Charles Anthony Bruno, caballero estrangulador que le hace la vida un yogur al protagonista de Extraños en un tren, cuyo argumento nos alerta de los riesgos que entraña ir por ahí parloteando a tontas y a locas sobre nuestros asuntos privados con el primer desconocido que aparezca en escena (defecto muy cubano, aunque, por lo visto, dondequiera cuecen habas). O como aquel melifluo Melchior Kimmel, uxoricida gordinflón y eunuco de El cuchillo (The Blunderer), novela con un inquietante cabo suelto y una sardónica sinfonía de brutalidad policial que viera la luz en 1954. O como el melancólico doctor Stephen McCullough, más letífero de lo que él mismo se imaginaba, héroe de la short story “¿Quién vive, quién muere?” (“Who Lives, Who Dies?”), publicada en Ellery Queen’s en agosto de 1973 e incluida, con un título distinto que no acaba de complacerme, en el volumen A merced del viento (Slowly, Slowly in the Wind), de 1979, y también en Los cadáveres exquisitos (Chillers), de 1990, florilegio de “pattycuentos” felizmente versionados para la tele.

Entre todos esos criminales astutos se lleva la palma, ¿qué duda cabe?, el incombustible Thomas Phelps Ripley, estrella de magnitud suprema en el universo Highsmith, cuya creadora le forjó una saga de cinco entregas extensas y prolijas, aunque lo bastante espaciadas en el tiempo como para no saturar al público.

Desde su debut en A pleno sol (The Talented Mr. Ripley), que data de 1955, este carismático sinvergüenza con modales impecables, gustos caros y una esmeradísima educación autodidacta no ha cesado de atraer el interés de las huestes lectoras. Y espectadoras, ya que en la pantalla grande se han exhibido al descaro todas sus fechorías. O sea, las relatadas en la novela supradicha, donde se vuelve moderadamente rico, y las que sobrevendrían luego en La máscara de Ripley (Ripley Underground), de 1970, donde protege su humilde negocio de óleos espurios; en El amigo americano (Ripley’s Game), de 1974, donde se faja con una recua de mafiosos; en Tras los pasos de Ripley (The Boy Who Followed Ripley), de 1980, donde apaña a un afable mozalbete parricida; y en Ripley en peligro (Ripley Under Water), de 1991, donde alguien insiste en joderlo desde el más cobarde anonimato.

Quien primero lo encarnó en el celuloide fue Alain Delon, bello a matarse. Demasiado, según mi criterio. Podrán ustedes tacharme de frívola, pero francamente se me hace muy difícil concebir a un cristiano con semejante look sintiéndose preterido o menoscabado, sin una molécula de autoestima, por falta de peculio o por cualquier otro motivo. Además, dada la índole subterránea de sus actividades, no se suponía que los transeúntes voltearan a echarle un segundo vistazo. 

Aunque sí hablamos, valga aclararlo, de un pícaro apuesto. Uno con el sex appeal de John Malkovich, verbigracia, menos rutilante y, por ende, más apto para asumir identidades ajenas cuando fuera preciso. Y para esquivar mirones y vigías que ulteriormente, por una de esas casualidades, pudiesen devenir testigos de cargo.

Norteamericano y cosmopolita como la escritora que lo trajo al mundo, Tom Ripley se inclina por los delitos de guante blanco. Robo, fraude, falsificación, estafa, chanchullos variopintos. Muy osado e ingenioso, máxime en situaciones complicadas, cuando sus cábalas se han ido por el caño y le toca improvisar, embauca al sursuncorda lo mismo en Francia que en Italia, Inglaterra o Alemania. Es un experto fullero y, a pesar del fracaso de su carrera actoral en Nueva York, un magnífico histrión. 

No obstante, a diferencia de lo que nunca les sucede a sus más eximios tatarabuelos en la cofradía rateril de alta gama, léase el británico Arthur J. Raffles y el francés Arsène Lupin —antagonistas de Sherlock Holmes expendidos en la belle époque sin necesidad alguna por Ernest William Hornung, cuñado crápula de Conan Doyle, y por Maurice Leblanc, respectivamente—, de vez en cuando las circunstancias obligan al bribonzuelo de marras a cometer, siempre contra su voluntad, algún que otro insignificante asesinato. Para ello suele recurrir a la táctica del trancazo por sorpresa, valiéndose de cualquier cachivache contundente que tenga a mano. Aunque también estrangula o defenestra desde un tren en marcha si no le queda más remedio.

Como en rigor no califica de psicópata, esas muertes le pesan en la conciencia. Principalmente la primera, que tan pingües dividendos le reportara. Esto es: la de su vacuo, aburrido y a ratos postinero amiguete Dickie Greenleaf, acaecida en San Remo a pleno sol, cuando Ripley tenía veinticinco abriles y la billetera más pelada que un plátano.

Procura, pues, meditar acerca del tema lo menos posible. Y ya. Jamás le pasa por el caletre, ni en los instantes de mayor abatimiento, la idea luminosa de entregarse a las autoridades. ¿Por qué habría de hacerlo? ¡Bah! Un ligero desasosiego post-homicidio, acaso emparentado con una vaga sensación de culpabilidad, no convierte a nadie en Rodion Raskólnikov. Solavaya, querubines, que tampoco es para tanto. Si de gallardos asesinos ficticios del siglo XIX se trata, el perfil psicológico de nuestro contumaz bandolero internacional más bien se aproxima, salvando las distancias, al del malogrado arribista Julian Sorel.

Cuando madame Annette, su criada normanda, se dispone a introducir en un caldero con agua hirviendo a una pobre langosta viva que no le ha hecho daño a nadie, “monsieur Tome” sale a escape de la cocina. Sin tocarle un cabello, que conste, a la hacendosa mujeruca. También él fue un crío flacucho, moquillento e hipersensible, avasallado hasta la insania por su lunática tía Dottie allá en Boston. Contra todo vaticinio, sin embargo, se las agenció para sobrevivir a aquellos años de sevicia, terror y odio, y volverse un adulto bastante aceptable que solo padece de tedio crónico, de fobia a la introspección y de cierta proclividad al desmayo. Así pues, aunque le horripila el vía crucis de los crustáceos comestibles que se comercializan en pescaderías y supermarkets, no incluye ninguno de ellos entre sus amistades más preciadas. Y tampoco se mete a vegetariano, vegano, fruteriano u otras boberías de esas. Podemos ser compasivos con la proteína, de acuerdo, pero no conviene exagerar.

Les confieso que los bellacos profesionales nunca fueron búcaro de mi coqueta. En ese punto, digamos ético, yo era muy de la vieja escuela, seguidora a ultranza del código chandleriano. El talentoso mister Ripley, con todo, me conmueve. Por alguna sinrazón que no alcanzo a desentrañar —quizá porque sufrí absurdamente cuando guillotinaron a monsieur Sorel, o porque me asquean el clasismo y el esnobismo, o porque admiro la inteligencia y el coraje dondequiera que florezcan, o acaso porque…—, me satisface una pila que los hados estén de su parte y que las pillerías le salgan okay. Nada, gente linda, que el tipejo me cae de lo mejor. Congenié con él desde la primera vez que me lo topé. Tanto así que llegó a reconciliarme con la crook story, tendencia del género negro surgida en los happy twenties donde el relato lo protagoniza un malandrín consuetudinario. 

La simpatía sin estridencias de ese bostoniano parqueado ad æternum en su primavera treinta y pico, residente vitalicio junto con su esposa Heloise en la confortable choza Belle Ombre, sita en las afueras de Villeperce-sur-Seine, no muy lejos de París, me hizo leer de otra manera, sin el ceño fruncido, las aventuras de otros granujas. Como las del mafioso Cesar Enrico Bandello, urdidas por William Riley Burnett, quien popularizó la metáfora “jungla de asfalto” en referencia a la ciudad. Y las de Tony Lamonte, alias “Scarface”, personaje de Maurice Coon inspirado en Al Capone, que asimismo transcurren en tiempos de la Prohibición, quiero decir, cuando estuvo en vigor en los Estados Unidos aquel disparate de Ley Volstead, cariñosamente conocida como Ley Seca, con el consiguiente auge del contrabando alcoholitero —muchas veces desde Cuba, je je—, el gangsterismo y la corrupción política. Y luego las de la familia Corleone, que diseñara Mario Puzo a imagen y semejanza —un tilín idealizadita, claro— de aquella memorable tribu delincuencial, en apogeo hacia fines de los 50s, comandada por el capo di tutti capi Carlo Gambino.

Folklore italoamericano aparte, mi deliciosa experiencia con el bergante número uno de la factoría Highsmith, soi-disant moralmente superior a los mocetones de la Cosa Nostra —opinión suya que tal vez lo reconforte, pero de la cual discrepo—, también me indujo a refocilarme sin el menor escrúpulo con las tropelías del honorable Parker, rey del latrocinio según Donald Westlake bajo el seudónimo Richard Stark. Y con los repetidos escaches de John Archibald Dortmunder, atracador impenitente, y de su cuadrilla de especialistas en disímiles ramas y gajos de la rapiña, hilarantes creaciones del mismo autor bajo su propio nombre. Y aún más con la maestría sin parangón del hoplofóbico Bernie Rhodenbarr, resbaladizo caco provisto de insólitos conocimientos y habilidades, engendrado por ese icono de la cultura neoyorquina que fue Lawrence Block. Y después con… ¡Uf! ¿Para qué seguir engrosando tan deplorable nómina?

Heme aquí, en fin, conchabada con todos los cuatreros de mentirijillas habidos y por haber. Y presumiendo públicamente de ello con soberano desparpajo. ¿Se habrá visto frescura? Cualquier observador imparcial me diagnosticaría un galopante síndrome de Bonnie & Clyde. 

Pero disfruto de la vida, eso sí, mucho más que en mi época de niñita modosita. Y se lo debo a ella. A la maquiavélica, la villana, la perdularia, la traviesa, la canallesca, la imperecedera Patty que me embrujó.

Post scriptum para aquellos de ustedes que no deseen jugar a las adivinanzas: La fábula de Saki es, por supuesto, “Sredni Vashtar”, su masterpiece, recogida en The Chronicles of Clovis en 1911. La novela de Postgate es, obviamente, Veredicto de doce (Veredict of Twelve), lanzada al ruedo en 1940. Y el cuento de nuestra centenaria predilecta es, desde luego, “La tortuga de agua dulce” (“The Terrapin”), nominado en 1963 al Edgar Allan Poe Award, que otorga la asociación Mystery Writers of America, e incluido en Once (Eleven), primer ramillete de short stories de Patricia Highsmith, que viera la luz en 1970 con un enjundioso prólogo de Graham Greene.

Ena Lucía Portela. La Habana, 1972.

Narradora y ensayista. Licenciada en Lenguas y Literaturas Clásicas por la Universidad de La Habana. Su relato “La urna y el nombre, un cuento jovial” apareció en la antología Los últimos serán los primeros, de 1993, dándola a conocer como integrante de la denominada “generación de los Novísimos”. Su primera novela, El pájaro: pincel y tinta china, obtuvo el Premio Cirilo Villaverde de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, en 1997; y fue publicada por Ediciones Unión en 1999. Ese mismo año recibió el Premio Juan Rulfo de Radio Francia Internacional por el relato El viejo, el asesino y yo; y publicó el libro de cuentos Una extraña entre las piedras con la Editorial Letras Cubanas. En 2001 salió su segunda novela, La sombra del caminante, por Ediciones Unión, Cuba. Con Cien botellas en una pared alcanzó en 2002 el Premio Jaén, en España; y tras la publicación de esta novela por Éditions du Seuil, Francia, obtuvo el premio Dos Océanos–Grinzane Cavour que otorga la crítica gala a la mejor novela latinoamericana publicada en ese país. En 2006 publicó en España los cuentos de Alguna enfermedad muy grave; y en 2007 fue seleccionada en la Feria del Libro de Bogotá entre los 39 escritores menores de 39 años más significativos de América Latina. Su novela Djuna y Daniel (Ediciones Unión, 2007) mereció el Premio de la Crítica que se otorga a los mejores libros publicados en Cuba durante el año. Definida por la crítica como una de las voces más importantes del panorama literario cubano y latinoamericano, sus libros se han publicado en más de veinte países, textos suyos han aparecido en muchas antologías y ha sido traducida a numerosos idiomas. Una recopilación de sus artículos y ensayos fue publicado en La Habana bajo el título Con hambre y sin dinero (Ediciones Unión, 2017). Ha publicado varios escritos sobre el género negro en revistas como Hypermedia Magazine y El Estornudo.