Ensayo

Arca de alianza: Imagen de la familia en la poesía de Dulce María Loynaz

(…) que sea una la piedra de fundar
posteridad, familia,
y de verla crecer y levantarla,
y ser al mismo tiempo
cimiento, pedestal, arca de alianza (…)

Dulce María Loynaz

El ensayista, profesor e historiador de la Literatura Hispanoamericana, Raymundo Lazo, «hombre muy serio», como lo calificara Dulce María Loynaz (La Habana, 1902-1997) en una entrevista donde recordaba a quien la había impulsado a salvar para la posteridad parte de su poesía, en especial un cuadernillo resultado de una broma contra la academia,1 hacia 1971 —año, por cierto, del Congreso de Educación y Cultura de tan lamentables y comentadas consecuencias para la vida cultural cubana, en pleno apogeo del silencio y desdén que la poetisa sufrió en su patria— dijo, en publicación hecha en México:

«No se podría explicar cabalmente la obra de Dulce María Loynaz sin aludir siquiera a la genealogía cultural y heroica y al ambiente familiar que moldearon a su persona, y en ella a la singular poetisa. Descendiente de cubanísima familia de una región que en Cuba llaman heroica y legendaria —Camagüey—, el aislado terruño de la Avellaneda, del héroe Ignacio Agramonte y Loynaz, del filósofo y maestro de la prosa Enrique José Varona, la poetisa, con la sangre, recibe la influencia espiritual (…)»2

Había nacido la Loynaz el mismo año de fundación de la República que constituyera, primero, la mayor ilusión de los cubanos, y el sueño menguado, luego, de quienes durante casi medio siglo libraran tenaz batalla por la independencia. Su padre, El General, amigo personal de grandes próceres como Martí, Maceo y Gómez, fue además creador del Himno invasor que animara la expansión de la guerra hacia el occidente de la isla, símbolo de una simbiosis entre lirismo y patriotismo. Su madre, María de las Mercedes Muñoz Sañudo, pertenecía a una de las familias más ricas y antiguas del país, y poseía especial sensibilidad para las artes, con preferencia por la pintura, la música y las labores manuales; espíritu que se encargaría de trasmitir a los hijos con una disciplina heredada de aquellas criollas fundadoras de la nacionalidad. A su madre dedicó Poemas sin nombre (1953), precisamente el que siempre consideró su mejor libro: juicio fundado no solo en la valoración a una prosa despojada de hojarasca y vanos subterfugios, sino porque allí había hilado con su sangre. En la dedicatoria de este poemario, publicado originalmente en España, se lee: «He aquí el primer canto que aprendí en la vida; el que aprendí naturalmente, como la rosa en el rosal, en los labios de mi madre. He aquí también los últimos cantos; los que aprendí después, ya no sé dónde. A ella los vuelvo todos, signados por su bautismal sonrisa, pastoreados por su paloma inicial e iniciadora».3

Dulce María y sus tres hermanos vivieron una infancia de enclaustramiento que los marcaría para siempre. Esta voluntad férrea de la madre intentando mantener a sus criaturas aisladas, obsesivamente empeñada en que no se contaminaran con la sociedad, al parecer tiene su motivo principal en un acontecimiento trágico. La madre, siendo sólo una niña, una mañana en que visitaba la casa de los abuelos como era su costumbre cada día, los encontró maniatados y asesinados. Aquel hecho la traumatizó y tuvo consecuencias aún más terribles para ella y el resto de la familia, pues todas las riquezas fueron decomisadas por el gobierno español hasta que los hechos se esclarecieran. Debido a esta sanción pasarían años hundidos en la miseria, sobreviviendo gracias a limosnas. Y cuando por fin las riquezas fueron devueltas a la familia, ya la madre tenía el miedo y el dolor en sus huesos.

Los niños crecieron con la prohibición de salir de la casa, sin asomarse a la calle bajo ningún pretexto, ni siquiera para visitar una escuela. Eminentes profesores de La Habana eran contratados para que los instruyesen. Y ellos mismos, buscando salida a naturales inquietudes expresivas, además de influidos por las aficiones maternas, desde temprano encontraron en el arte una forma de ampliar su horizonte y dotarse con experiencias que colmasen sus vidas. «Nacidos en un ambiente artístico, no era, sin embargo, la poesía la flor más cultivada en el vergel hogareño; antes estaban la música, el dibujo, la pintura»,4 nos cuenta Dulce María en una de las más iluminadoras confesiones que dejó sobre su familia y en particular sobre su hermano Enrique.

A pesar de este ocultamiento, o gracias a ello, y por las respuestas auténticas que adoptaron, entre otras extrañas razones, la familia no fue invisible. Todo lo contrario. En las lejanías de América parecía levantarse un linaje que era un monumento a los estados del alma. Mucho antes de que Dulce María accediera a publicar su primer libro, ella y sus hermanos ya habían despertado la curiosidad de múltiples personalidades de la época. Al hecho rarísimo en la historia de la literatura de que cuatro hermanos escribieran una poesía de excelente calidad, con autonomía de los moldes tradicionales, se unía un sinnúmero de extravagancias que fueron tejiendo la leyenda, a la que no pudieron sustraerse viajeros tan especiales como Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Gabriela Mistral. El primero dejó una estampa memorable de su primera visita a casa de los Loynaz, originalmente publicada en la revista Sur, de Buenos Aires, y luego incluida en su libro Españoles de tres mundos (1942); el relato de ese primer encuentro vino a engrosar el mito más allá de la Isla. Frases entresacadas de esta especie de delirio onírico: «¡Ah, sí, ahora supe de golpe de dónde salió todo el delirio último de la escritura de Lorca!»; «(…) el Enrique Loynaz de Chacón y Lorca»; «Ofelia Loynaz Sutil, arcaica y nueva, realidad fosforescente de su propia poesía»; «Orquesta de cámara ahora, de hermanos Loynaz, leves y balbucientes en la hora dudosa»,5 no fueron aprobadas por Dulce María, a quien le parecían arbitrarias.6

Federico, en el tiempo que permaneció en Cuba, fue constante huésped en la casa de El Vedado donde vivían los hermanos, y entabló estrecha amistad con Enrique y Flor, principalmente con esta —en prueba de amistad, le regalaría el original de Yerma (1934) —, por su carácter afín: agudo ingenio, alegría de vivir contra todo tipo de normas preestablecidas y un gran sentido del humor. Sobre Gabriela Mistral, quien pasó dos temporadas en su casa, pues había viajado hasta La Habana con el objetivo de hablar con Dulce María «todas las veces que pueda hacerlo»,7 guardaría por siempre el recuerdo de cuando leyeron juntas en el Ateneo, el mismo año del centenario del Apóstol al que ambas admiraban tanto.8

Difícilmente algún cubano del mundo cultural habanero de su época no hubiera oído hablar sobre los hermanos Loynaz o asistido a las tertulias literarias que cada jueves se celebraban en su casa, «juevinas» las llamaba Dulce. Entre los que concurrieron están Emilio Ballagas, Alejo Carpentier, José María Chacón y Calvo, José Antonio Fernández de Castro, Félix Lizaso, Raimundo Lazo, Rafael Marquina, Virgilio Piñera, María Villar Buceta… Así, los seres inconfundibles de esta familia, enlazados por la sangre y la cultura, pese a su tendencia al enclaustramiento, asumieron una imagen social que iba a rebasar a veces su propia voluntad y que, por su peculiar manera de ser, mostrándose y al mismo tiempo ocultándose en su mundo íntimo, coadyuvaron a conformar.

En 1987, en su 85 cumpleaños, luego de tantos años silenciada, la Biblioteca Nacional José Martí le rinde homenaje. Entonces, Cintio Vitier, con esa manera tan cardinal de entender y desentrañar la historia sumergida de nuestra nación y su cultura, expresó que con Dulce María estaban siempre, «aislados y enlazados, Enrique, Flor y Carlos», para, seguidamente, arribar a la reveladora conclusión de que: «No le temieron a nada (salvo, quizás, a sí mismos) estos seres pálidos, escapadizos indetenibles de su propia prisión, involuntarios inventores de una leyenda sin la cual La Habana no sería la que fue, la que es, la que será».9

Fina García Marruz reconoce, en esta cepa de fundadores, sin la cual no sólo La Habana, sino quizás toda Cuba no sería igual —porque, como dice Borges,»el individuo estoda la especie»—, una estirpe aliada tanto al nacimiento heroico de la patria como al brote misterioso de la poesía. Para Fina, no es en una Dulce María recogida en sí misma donde exclusivamente germinan los cauces patrios de la poesía —a pesar de que ella fuera la única que publicase en vida sus versos en forma de libro—, no en ella de manera solitaria, sino, como en los Borrero de Puentes Grandes, dentro de la comunión y el diálogo que como unidad cultural supieron establecer con el devenir histórico de la nación, sin que esto signifique desconocer el «ardiente laberinto»10 que crearon personalidades distintas, bien definidas.

«Dulce María no es Dulce María sola, sino Dulce María y sus mayores, Dulce María y sus hermanos, Dulce María y su jardín. Todo ello podría dar de sí una maravillosa novela cubana, la de aquella delgada franja de nuestro patriciado, que miró con impávida cubanía la propia destrucción de su riqueza.11

Trama novelesca, por cierto, que inspiró, en parte, una de las mejores narraciones latinoamericanas, El siglo de las luces (1962), de Alejo Carpentier, y que ella adelantaría en Jardín (1951), pues a pesar de su constante negación a verla como una novela autobiográfica, gran parte de su vida se vislumbra, late entre esas páginas, como bien se percató, entre otros, Lezama Lima: «Su vida aparece en su obra con toda la seducción que apuntan la gracia y una manera delicada de acercarse a los que nos rodean como si fuera un misterio que se nos entrega y que al mismo tiempo permanece sellado».12

Reacia, como siempre estuvo, a que se acrecentara la leyenda de la familia y sus extravagancias, con desdén de los valores estrictamente literarios de su obra y la de sus hermanos, no es menos cierto que, como señalan autores citados, su vida está indisolublemente ligada al entorno familiar y a principios centrados en una férrea tradición patricia que en no pocas ocasiones ellos iban a subvertir. En una actitud generosa y consciente de lo que significaba el legado cultural de su progenie —debido quizás al hecho de que fuera la menos desasida de los cuatro hijos de El General—, dedica sus últimas fuerzas creadoras y la escasa luz de sus ojos para salvar y dar a conocer la obra de otros miembros de la familia. Así, estuvo años ordenando y transcribiendo las Memorias de la guerra (1989) de su padre, recopilando la producción inédita de sus hermanos, en particular la de Enrique, y terminando su libro Fe de vida (1995), en homenaje a quien fuera su primer amor y segundo esposo, el inmigrante canario Pedro Álvarez de Cañas, inspirador de sus mejores versos, quien le dio el impulso y la fuerza que le faltaban para publicar y conquistar la preferencia de los lectores más allá de su patria.13

Aunque su poesía está volcada hacia el intimismo, con manifiesta tendencia a temas metafísicos y ontológicos, como pueden ser el amor, la muerte, el tiempo, el destino, resulta reveladora de sus concepciones más profundas acerca de la familia como núcleo sociocultural de la sociedad, reservorio vivo de tradiciones, costumbres y la cultura toda de una nación. Su imagen de familia —surgida, por supuesto, de la propia experiencia—, de las personalidades que la conforman y su interrelación dentro del marco del hogar, y su diálogo con otras esferas de la sociedad, se vislumbra en sus versos. Manifestar estas imágenes de forma explícita no es un rasgo, ni una prioridad conceptual de su poesía, como de alguna manera sí lo fue en gran parte de su prosa; pero hay algunos poemas suyos, incluso textos que pudiéramos llamar puntales dentro de su producción, que revelan estas concepciones, a veces con ferviente énfasis.

El más significativo texto en este sentido es, sin duda, aquel que puede considerarse también como su más ambiciosa empresa en versos: Últimos días de una casa (1958).14 Poema extenso, que ella misma consideró alguna vez el más logrado entre aquellos no escritos en prosa. Está inspirado en su casa del Almendares, de la cual siempre guardó muy gratos recuerdos, y fue escrito mucho antes de que esta quedase realmente destruida. Cuando en una entrevista le preguntan sobre las motivaciones del poema, contesta: «Yo misma no lo sé. Si creyera en las premoniciones, podría pensar que fue una de ellas, porque yo estaba destinada a asistir a la dolorosa destrucción de una casa. Pero cuando escribí el poema no podía saberlo».15

El poema ha recibido gran cantidad de acercamientos críticos, desde valoraciones de corte impresionista hasta estudios semióticos y de género.16 Entre estos acercamientos se destaca la minuciosa y apasionada interpretación, estrofa por estrofa, que realizara el poeta César López, en su ensayo «Días en la casa de la poesía», donde advierte que «(…) los últimos días van a revelar vida, pasión y muerte. Constituyen ellos, los días, la orientación lírica para recorrer un mundo que a veces de tan cotidiano se nos había vuelto invisible».17

Dos elementos claves, para entender el poema en relación al tema que nos ocupa: la imagen de la familia, destacan en esta intuición de César López. Primero: la visualización del fatum trágico que recorre todo el discurso de la casa, ser individual con una historia única que funciona en el nivel expresivo para el crítico como una especie de autoelegía, un monólogo a la usanza de las heroínas griegas18 que, aun sabiendo su fin inevitable, se resistían a morir sin batallar, sin decir a todos sus pensamientos y reproches. Segundo: desborde, prolongación de ese ser individual hasta convertirse en un mundo familiar, cotidiano, tan habitual que termina siendo invisible. El poeta, César López, está viendo esto en 1988, cuando la gran mayoría de los rasgos de esa «naturaleza otra», que simboliza la casa patriarcal, habían sido desplazados, transformados u olvidados, aludiendo a una cotidianidad y cercanía ya pasada, vivida. Sin embargo, contrario a como se ha dejado traslucir habitualmente, que el período de la Revolución signifique esa decadencia del mundo idealizado de la burguesía criolla, y que este poema haya profetizado el derrumbe de una sociedad y el parto de una nueva época;19 algo que para Dulce María tendría consecuencias trágicas con la entrada de los barbudos de la Sierra a La Habana, ya el germen de la destrucción estaba allí desde antes, en el pragmatismo, la prisa y funcionalidad de lo moderno, es decir, en la americanización de los estilos de vida que se produciría dentro de la propia República. En un manifiesto tono conversacional, que nos remite a contemporáneos suyos como José Zacarías Tallet, Rubén Martínez Villena y María Villar Buceta, nos hace meditar sobre una manera de ser en el mundo que estaba amenazada e invadida por una modernidad deshumanizada. El deterioro, la agonía de ese estilo de vida patriarcal, cuyo nacimiento se ubica en el propio siglo XIX, con una fuerte raíz hispánica, para algunos sociólogos se sitúa en la década de los cuarentas del siglo XX:

Si damos crédito al testimonio de Renée Méndez Capote, hija de un general de la guerra quien durante la República ocupó, como otros jefes militares cubanos, importantes puestos en el Gobierno y la administración pública, «la sociedad cubana de mi infancia era de formación europea, lo norteamericano era entonces despreciado por bárbaro y de inferior calidad». Tal parece que la sociedad cubana no fue afectada por el final de la guerra y que la modernidad, sinónimo de invasiva presencia norteamericana y de «moda» que acabaría imponiéndose en parte importante del estrato burgués, nunca existió.

La observación de Méndez Capote refleja la práctica de un estilo de vida profundamente instalado en la tradición de raíz hispánica que tendió a desaparecer con la modernización. Dicha tradición daba por sentado la existencia de una familia conyugal estable y casada por la iglesia, donde el padre ocupaba el lugar preponderante sin sumergirse a fondo en los problemas domésticos de la cotidianidad y la madre era el centro del hogar aunque con menor autoridad real; ambos vivían juntos con sus hijos en una mansión donde se mantenían dilatados espacios de recepción para las reuniones sociales, heredadas del siglo XIX, a la vez que iban apareciendo otros para el uso privado de los miembros de la familia. En el ámbito del estilo de vida la penetración norteamericana se refleja en las transformaciones de la estructura interna de las viviendas y en la diversificación del uso de los espacios interiores de la vivienda tradicional española. Hacia 1940 se considera consolidada la «total americanización» del estilo de vida.20

«Detenerse en las ruinas, cantar mundos desaparecidos —manifestó la poeta en una entrevista— es siempre interesante».21 Es el tema esencial de este poema: la agonía de un orbe familiar destinado a desaparecer, pero que no se entrega al aniquilamiento sin antes resistir. Una verdad dolorosa, expresada con el patetismo que acompaña a toda pérdida. Íntima hermosura, espacio trascendido en imágenes porque aquí se condensan recuerdos y paisajes de la infancia, verdadera patria de todo poeta, pero que pronto será ausencia, lejanía, apenas evocación:

Pero de todos modos,
he de decir en este alto
que hago en el camino de mi sangre,
que esto que estoy contando no es un cuento;
es una historia limpia, que es mi historia:
es una vida honrada que he vivido,
un estilo que el mundo va perdiendo.22

Con sufrimiento otorga voz a un mundo que moría ante los ímpetus y la prisa, los ruidos y la despersonalización del futuro que se avecinaba. Son las «visiones patricias» de que hablaba Ángel Rama, que en ella se erigen en antídoto ante la crisis de la modernidad, metáfora de la resistencia. Osadamente transmuta su sujeto lírico, y se convierte en la primera entre nosotros en darle a la casa connotaciones del cuerpo y el espíritu femenino, «la casa adquiere las energías físicas y morales»23 del símbolo mujer. Ya no más la casa como paisaje, espacio donde soñamos, crecimos, morimos, ni siquiera la que también sufre las etapas de la vida: infancia, madurez, vejez y muerte; ahora asistimos a la casa que se torna «un estado del alma, una intimidad»,24 y, a la vez, un universo cultural.

El tiempo y el espacio en que este estilo de vida se gestó han sido invadidos; son distintos: un tiempo en que ya no se percibe aquel «silencio con sabor humano», un tiempo en fuga donde no se puede vivir y sentir la vida sin premuras, «hacerla fina como un hilo de agua», donde la prisa no permite recoger los mangos que en el patio «caen y se pierden/ sin que nadie les tiente la dulzura». Ya no más el tiempo compartido y detenido a las tres de la tarde, el de la conversación en voz baja, mientras se repasaba la ropa, «el del sueño cosido a los holanes». Espacio de cemento uniforme, rectilíneo, dominio sin árboles, de «cemento perforado». Espacio donde ya no se percibe el mar cercano porque quizás «el mar, el aire,/ los jardines, los pájaros,/ se hayan vuelto también de piedra gris,/ de cemento sin nombre». Un estilo de vida, enmarcado en una época y un entorno contrapuesto al que germinó —no sin sudor y sangre, porque hijo fue de múltiples batallas, libradas por los padres, continuadas por ellos—, le es imposible sobrevivir.

Muchos poemas se habrán escrito sobre la casa, pero este se distingue en esa particularidad ya apuntada: el sujeto lírico se transfigura en la voz de una vetusta mansión que conserva todos los secretos, alumbramientos, pesares, sueños, de los que la han habitado. La voz que se escucha es la de un espacio-objeto que ha adquirido las cualidades del ser humano a través del recurso expresivo de la personalización, se ha transformado. Casa corporizada que proyecta su natural función de constituirse en resguardo y protección, albergue de la intimidad, costumbres y memorias de los que la habitan, hacia una dimensión de mayor alcance: Casa con mayúscula, con identidad, con nombre propio; símbolo que connota un estado del ser social.

La Casa, soy la Casa.
Más que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma.25

Casa: cuerpo y alma de la familia, de la nación, en especial de su relieve maternal. Entidad grupal en la que un país sintetiza valores históricos culturales formados, transmitidos y subvertidos por generaciones. Sustancia y modo tierno, noble, de ser en familia que la casa de Dulce María va describiendo en la medida que se ve amenazada por los no tan «nuevos valores», como la codicia y el materialismo, que van acercando su fin trágico, al decir de Raúl Hernández Novás: «He aquí la muerte de un estilo de relación humana que tiene su raíz en la ternura, amenazado por una atmósfera creciente de frío cálculo, que quizás explique el retraimiento doloroso y conflictivo de un alma formada en la ternura inicial».26

Esta casa sólo se entiende a sí misma, sólo se desnuda ante los demás mientras alude a los acontecimientos que dentro de sí ocurren: nacimiento y muerte, veladas, casamientos, Nochebuenas, trasiego de muebles, estaciones vividas, enfermedades y envejecimientos, tristezas, alegrías… Y de la Nochebuena, esa tradición tan nuestra, que la más ácida de las prisas no ha podido suplantar, de la noche cubana «que se pasa siempre en casa» dice la Loynaz: «la noche nuestra:/ nocturno de belenes y alfajores,/ villancico de anémonas,/ cantar de la inocencia/ recuperada (…)». Cuánto connotan frases de tanta sencillez expresiva como esa «noche nuestra», en minúscula, porque ya ha habido otra, la Noche grande, la del hecho taumatúrgico de la transfiguración de Dios en hombre, la del Cristo. Noche de nacimiento humilde, luego legada a los hombres como símbolo de unión y armonía familiar. Y es que así, a través de la narración sutil de los acontecimientos y costumbres, de imperceptible cotidianidad, y también por la enumeración de los objetos y la relación que los miembros de la familia establecen con ellos, va Dulce María Loynaz cincelando un modo de vida moribundo, del cual ella formó parte activa y al que nunca llega a renunciar del todo. Los dos ejemplos que siguen son harto elocuentes de la imagen que nos va transmitiendo a través del discurso de añoranza.

Y pienso ahora, porque es de pensar,
en esa extraña fuga de los muebles;
el sofá de los novios, el piano de la abuela
y el gran espejo con dorado marco
donde los viejos se miraron jóvenes,
guardando todavía sus imágenes
bajo un formol de luces melancólicas.27
(…)

Las tres era la hora en que la madre
se sentaba a coser con las muchachas
y pasaban refrescos en bandejas; la hora
del rosicler de las sandías,
escarchado de azúcar y de nieve,
y del sueño cosido a los holanes.28

Antes de terminar el análisis de este poema, es válido destacar una estrofa que recoge como ninguna otra el alarido «desgarrado y desgarrador»29 de la casa; lo curioso es que ese grito se prolonga hasta convertirse en un llamado de auxilio —estremecedor por su condición inútil, porque la casa conoce su destino—, que se manifiesta en el inventario de tareas minúsculas, insignificantes tareas de la cotidianidad, del bregar diario, realizadas en el seno familiar y que, de tan común, se invisibilizan. Los cuidados caseros se erigen en este texto en sustancia, porque «lo que guarda activamente la casa, lo que une en la casa el pasado más próximo al porvenir más cercano, lo que la mantiene en la seguridad del ser, es la acción doméstica».30

Es necesario que alguien venga
a recoger los mangos que se caen
en el patio y se pierden
sin que nadie les tiente la dulzura.
Es necesario que alguien venga
a cerrar la ventana
del comedor, que se ha quedado abierta
y anoche entraron los murciélagos…
Es necesario que alguien venga
a ordenar, a gritar, a cualquier cosa.31

La rutina doméstica, el acto habitual es siempre un acto de iniciación, resurgimiento implementado por los que habitan la casa, condición indispensable para la sobrevivencia y el equilibrio del hogar. Sólo la acción rutinaria la protege de los peligros externos y el envejecimiento, la salva. Esta idea queda reforzada con la repetición anafórica de «es necesario que (…)»; tal es así que, ante el abandono de esas tareas domésticas, el llamado inútil para que alguien venga a continuarlas, sólo queda morir.

La permanencia reveladora del texto, en el horizonte, no continúa apenas por el misterio de haber devenido profecía del destino de una familia y, con su clausura, el de un linaje, sino que se despliega en su contexto, desde el principio, como un canto de elegía al esplendor de un estilo de vida que ya era memoria en el momento en que fue escrito. Bastaría este poema, en sí mismo un universo dialogante, que se resiste a una «buena lectura» —porque no tiende a cerrar el círculo de connotaciones, sino que las desborda a partir de las puertas que van abriéndose desde dentro— para poner a su autora en el sitial más alto de la poesía cubana.

NOTAS

1. Se trata de «Bestiarium», cuyo nombre le sugirió el Dr. Aurelio Boza Masvidal, que asistió junto a Raimundo Lazo a la lectura del texto por Dulce María Loynaz. Escrito en los años 20, se publicaría por primera vez en la revista Revolución y Cultura en 1985.

2. RAYMUNDO LAZO: «El romanticismo. Fijación psicológica-social de su concepto». Lo romántico en la lírica hispano-americana (del siglo XVI a 1970), México D. F., Ed. Porrúa, 1971, p. 188.

3. DULCE MARÍA LOYNAZ: Poesía completa, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993, p. 103.

4. DULCE MARÍA LOYNAZ: «Enrique Loynaz: un poeta desconocido», en La palabra en el aire, Pinar del Río, Ediciones Hermanos Loynaz, 2000, p. 135. En uno de esos pasajes, Dulce María relaciona el enclaustramiento familiar con la posterior actitud de ella y sus hermanos de mantener su obra sin publicar: «Nos transcurrió la niñez y la adolescencia en un ambiente de clausura, eso sí, rodeados de solícitos afectos, de cuidados quizás excesivos en los que había un como afán de preservarnos de vagos peligros, de mantenernos lejos del mundo. ¿Influyó en ello la voluntaria clausura en la que a su vez quisimos luego mantener nuestra obra?», pp. 137-138.

5. JUAN RAMÓN JIMÉNEZ: «Dulce María Loynaz», en PEDRO SIMÓN: Dulce María Loynaz. Valoración Múltiple, La Habana, Editorial Casa de las Américas y Editorial Letras Cubanas, 1991, pp.99-100.

6. DULCE MARÍA LOYNAZ: «Enrique Loynaz, un poeta desconocido», en La palabra en el aire, Pinar del Río, Ed. Hermanos Loynaz, 2000, p. 146.

7. Fragmento de una carta de Gabriela Mistral a Dulce María Loynaz, incluido en VICENTE GONZÁLEZ CASTRO: La hija del General, Pinar del Río, Ed. Hermanos Loynaz, 2007, p. 44.

8. Dulce María Loynaz comenta que su amistad con esta mujer «de vastedad andina», fue un «honor difícil de mantener tratándose de una mujer de genio». Cfr. «Conversación con Dulce María Loynaz», en PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 44.

9. CINTIO VITIER: «Relieve en la ausencia», en PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 162.

10. Ibídem, p. 161.

11. FINA GARCÍA MARRUZ: «Aquel girón de luz», en PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 166.

12. Carta de José Lezama Lima a Dulce María Loynaz, en PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 724.

13. Téngase en cuenta que Pablo le ayudó a organizar y promocionar su gira por varios países latinoamericanos y su periplo por España y las Islas Canarias, en 1946 y 1947, respectivamente.

14. El poema fue publicado en la Colección Palma, Serie Americana, Madrid, España, 1958. Sólo vería la luz para los lectores cubanos, casi treinta años después, al incluirse en DULCE MARÍA LOYNAZ: Poesías escogidas, La Habana, Ed. Letras Cubanas, Colección Giraldilla, 1984.

15. EDRO SIMÓN: ob. cit., p. 61.

16. Un acercamiento feminista de este poema lo realiza Margara Russotto en «Casa, cuerpo, pasión. Una lectura de Últimos días de una casa, de Dulce María Loynaz», disponible en http//:www.universidad/document/Casa,cuerpo,pasión.mht

17. CÉSAR LÓPEZ: «Días en la casa de la poesía», en PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 359.

18. Esta asociación del personaje lírico de la casa con las heroínas trágicas también es realizada por Raúl Hernández Novás, que compara a la mansión con Antígona, la heroína griega que prefiere inmolarse antes de traicionarse. Cfr. RAÚL HERNÁNDEZ NOVÁS: «Del intimismo y sus conflictos», en PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 232.

19. En este caso se encuentra el ensayista Virgilio López Lemus. Cfr. «Contexto cubano de Últimos días de una casa: antecedentes y relaciones estilísticas y formales», en VIRGILIO LÓPEZ LEMUS: Jardín, Tenerife y Poesía: Fe de vida de Dulce María Loynaz, Pinar del Río, Ed. Cauce, 2005, pp. 25-48.

20. ANA VERA: «La familia cubana en perspectiva», en La familia en Iberoamérica(1550-1980), Coordinador Pablo Rodríguez, Bogotá, Universidad Externado de Colombia-Convenio Andrés Bello, pp. 126-165.

21. Fr. PEDRO SIMÓN: ob. cit., p. 65.

22. DULCE MARÍA LOYNAZ: Poesía completa, ed. cit., p. 157.

23. GASTÓN BACHELARD: La poética del espacio, Argentina, Fondo de Cultura Económica, S. A., 2000, p. 59.

24. Ibídem, p. 78.

25. DULCE MARÍA LOYNAZ: Poesía completa, ed. cit., p.157.

26. RAÚL HERNÁNDEZ NOVÁS: ob. cit., p. 232.

27. DULCE MARÍA LOYNAZ: Poesía completa, ed. cit., p.151.

28. Ibídem, p. 154.

29. CÉSAR LÓPEZ: ob. cit., p. 366.

30. GASTON BACHELARD: ob. cit., p. 75.

31. DULCE MARÍA LOYNAZ: Poesía completa, ed. cit., p. 152.

Ileana Álvarez. Ciego de Ávila, 1966. Poeta, ensayista, investigadora literaria y editora.

Licenciada en Filología por la Universidad Central de Las Villas; Diplomada en Investigación Cultural y Máster en Cultura Latinoamericana por la Universidad de Camagüey. Investigadora Auxiliar y Profesora Auxiliar de la Universidad de Ciego de Ávila. Miembro de la UNEAC, de la Sociedad Cultural José Martí, de la Fundación Nicolás Guillén y de la UCLAP. Actualmente trabaja como Directora Editorial de la revista Videncia.