Policial

Disparos

—¿Y después?

—Sentí miedo… y volví a disparar.

No miente. Casi nunca ha mentido; quizás sólo de niño, cuando le encargaban una compra y no devolvía parte del cambio para comprar confituras. En verdad sintió miedo; miedo a los regaños de la madre, a mirar de frente a los padres de Abel y Alicia. ¡Alicia! ¿Qué pensará? ¿Cómo decirle ahora que la ama y sueña con ella todas las noches, después de haber matado a su hermano? Miedo a la cárcel, a verse encerrado en una celda de castigo: oscura y llena de ratas, a sentir un falo enorme, negro y duro, perforando sus intestinos: las nalgas empinadas y la fila de reos en espera del turno para vaciarse en su interior; miedo a la sangre y al llanto, a la mirada suplicante de quien compartió juegos, pupitre, fiestas, secretos. Sintió frío: la piel congelada y los pies empotrados a la tierra. Sólo atinó a disparar y correr. Correr y mirar atrás, a los lados, hasta tropezar y caer. Quiso volver a disparar, miró el cañón del revolver, puso el dedo junto al gatillo, se apuntó a la frente y recordó la ciudad, la noche, el malecón, la cerveza, el polvito, las chicas desnudas; y añoró estar ahí, rodeado de amigos y amigas, besar a unas y a otras, cantar al compás del licor y la desafinada guitarra de Abel, el mismo que yacía a pocos metros de él, sangrando por el rostro y el pecho. Volvió a sentir miedo y no tuvo valor para accionar el gatillo. Lanzó el arma, tan lejos como pudo. Se tendió bocabajo a llorar; no lo perdonará la madre de Abel y Alicia ni el juez ni su propia madre, ni el abogado más audaz del universo lo salvará de las rejas o el infierno. Se descubre sentado en la estación; mientras el resto de sus compañeros recibe la visita de sus familiares allá en la unidad, él observa la mugre de las losas del piso, las telarañas en las patas del buró, sus manos esposadas y respira el humo del tabaco del oficial que hurga en su memoria:

—¿Por qué?

Y él sin poder contestar, sin hallar un por qué, una razón, una causa.

—No lo sé…

Y en el fondo está convencido de que sí lo sabe, por supuesto, no fue tan accidente como pueden pensar algunos, como ha habido tantos, por irresponsables que son los jóvenes; porque quizás aún desean jugar a los pistoleros, revivir los años más infantiles con armas de verdad. En ese minuto sus neuronas reviven la noche en que fue a casa de su ex novia con ánimo de reconciliarse y al llegar a la puerta del jardín la vio abrazada a otro joven. Se acercó con deseos de abofetearla y justo Abel, era el elegido. Media vuelta y a olvidar en silencio, para eso existen dinero, polvo y alcohol: todo lo olvidan. Dos años sin verse, los creyó suficientes para curar rencores. El azar los vistió de verde en la misma manigua. No eligió estar allí, más bien permanecía en contra de su voluntad, no se sintió culpable por sus actos. No recuerda en qué momento justo escuchó la sirena, la atroz algarabía, los brazos que se apoderaban de sus hombros y lo metían a un auto. Ahora se arrepiente de no haber disparado por tercera vez. Se arrepentirá eternamente, porque nadie le va a creer que fue un accidente, que el arma se le quedó cargada mientras la limpiaba y no lo había visto a él, no advirtió que su amigo de infancia y adolescencia, enemigo de juventud, estaba parado justo a sus espaldas con un tubo de hierro en las manos para asestarle un golpe mortal que vengara la pasta en la boca, la desaparición de las botas y el pulóver, la noche en que suministró una dosis desmedida de química a Alicia, para hacerle el amor, porque jamás consiguió seducirla. ¿Cómo se enteró? Abel siempre tuvo más amigos y más novias, eso tampoco se lo perdona. Alguien del grupo debió hablar, porque ella jamás sabría recordar lo ocurrido. Vio una sombra acercarse, se volteó asustado y el arma se disparó; por eso no puede contar a nadie el pasado. Sólo su ex novia, la viuda, sólo ella podría declarar en su contra.

—Lo siento —espeta, casi en un susurro, sin alzar la vista, sin evitar las lágrimas.

El oficial hace una seña y un guardia lo toma del brazo. Lo conduce por un corredor interminable. Oscar entra lentamente al calabozo, parece inmutable, sus facciones imprecisas denuncian indiferencia; pero su alma suspira, no odia al oficial ni al carcelero, no odiará al juez… ni siquiera se odia él mismo.

Lázaro Alfonso Díaz Cala. La Habana, 1970.

Miembro de la UNEAC. Poeta, narrador y haijín. Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales, y publicado más de una veintena de libros de diversos géneros en Cuba, España, Estados Unidos, Colombia y México, entre los que destacan: En cada tiempo y en cada lugar (Premio DAVID 2011 narrativa juvenil) Ediciones Unión 2012, Donde amores hubo, cuentos quedan (Premio de Narrativa Regino Boti 2018) Editorial El Mar y la Montaña 2022, Por distintas aceras (Premio nacional de Poesía Adelaida del Mármol 2019) Ediciones Holguín 2022. Parte de su obra ha sido incluida en una veintena de compilaciones de narrativa, poesía y haiku, en Cuba y España. Como compilador, ha publicado: El silencio de los cristales, cuentos sobre la emigración cubana, Ediciones Unión 2018, El sabor de la luz, adolescentes cubanos del siglo XXI, Editorial José Martí 2021, y la novela colectiva Mirar, sufrir, gozar… La Habana, Editorial Primigenios, Estados Unidos, 2022.