Narrativa

El reversible

Un cráneo de cebra blanqueado por el sol, Kenia
Foto por Wilmy van Ulft en Unsplash

El periódico de aquella mañana anunció una ola de cambios en el país. No porque lo dijera concisamente, sino porque fue un preámbulo, una anunciación de algo mucho mayor. Los titulares giraron de modo directo o indirecto en torno a una noticia central, y algunos de ellos demostraron contradicciones entre sí. Era imposible saber la realidad o magnitud de los sucesos. 

Por más que se pasaran las páginas, solo se encontraba caos y desorden: que si caía en picada el turismo, el cual representaba el principal medio de sostén del país; que si los hospitales y escuelas no contaban con la alimentación necesaria para mantener en forma a sus residentes, entre otros. Y todo debido a la escasez de carnes especiales. Ya sabemos de cuál se estaba hablando: la que no debe ser nombrada, la roja, la prohibida.

La noticia de la cual partieron las restantes refirió la muerte misteriosa de vacas y caballos en lugares del centro del país. Lo increíble fue que los animales se encontraron vacíos adentro, sin carne, y los ganaderos notaron las muertes días después. Por tanto, los animales quedaron parados durante días, como si fueran esculturas de cuero. Entonces, a los periódicos les resultó imposible explicar a qué se enfrentaban, y a mí parecer, se inventaron cosas para justificar la ineptitud de no encontrar la verdadera solución.

Por mis propios medios decidí averiguar lo que sucedía. ¿Mis motivos? Bueno, el periódico no me satisfizo porque armaba una nebulosa ilusoria sobre el fenómeno, y yo, por otra parte, soy una persona intranquila y curiosa. Además, pertenecía a uno de los tantos afectados del mercado negro, porque después de probarla en varias ocasiones, me volví un poco adicto a ella.

***

Las pistas acerca de las muertes no se hicieron esperar y apuntaron a zonas estatales destacadas por su ganado. Después de recorrer esas zonas y husmear en los lugares más oscuros de la población, en los cuales soy bendecido por la ayuda de sus pobladores, el rastro indicó a Matanzas como punto de origen de las muertes misteriosas, y en especial, a un municipito pequeño, casi que inexistente. 

Los Arabos, según descubrí en mis indagaciones, fue una zona que potenció la cría de ganado. Sin embargo, con el triunfo revolucionario tuvieron que priorizar la agricultura, sobre todo el cultivo de caña. Pero como en muchos lugares, y sin razón especial, este municipio tenía la maldición del hambre de ganado y el orgullo del ingenio para agenciárselas. 

El arabense era una persona muy servicial y alegre, aunque un poco reservada. Siempre existe aire de misterio en las casas, que ese no es el mejor refresco que poseen, o el mejor tomate, como si escondieran lo mejor hasta mi partida. Además, te miran y descubres miedo en sus ojos, aunque mantengan una sonrisa en el rostro. Parece que van a joderte de alguna manera o que tú, obligado, los joderás a ellos. Me sentí en una jungla o en una sabana donde los animales luchan a diario para sobrevivir.

Ahí conocí a Juan “el gordo”, quien me contó algo de cómo funcionaba lo de las muertes, aunque no lo necesario. Él no tuvo miedo de mí; sabía por instinto que me encontraba del mismo bando suyo, y en tal caso, pudo confiar, hablar sin problemas.

—… y le caímo a guayabaso por tacaño. Jajaja. 

—Juan, disculpa, pero se me desvió un poco del tema. Me hablaste de Martín y la mano metida en la boca del perro.

—Ah, sí, verdad. Sabes qué, deberías ir a ver a Dimitrio que fue al que se le ocurrió to.

Así me envió a un batey donde casi me sentí en una película clásica del western spaguetti. Aguedita estaba conformada por dos bandos de casas a lo largo de un terraplén de casi una cuadra de cien metros de extensión. Pero no se imaginen casas abultadas una al lado de la otra, donde no cabe una persona más y siguen llegando batallones de familiares a vivir, estamos hablando de seis o siete casas con amplios patios alrededor de las mismas. Ese era Aguedita: el terraplén vacío, el pequeño arbusto rodando de un extremo a otro debido al aire, y el sol que castigaba todo bajo su reinado en el cielo. Por lo demás, mucho olor a hierba seca y un “polvero” que te obligaba a cerrar los ojos constantemente.

Encontrar a Dimitrio no constituyó una tarea difícil, solo tuve el impedimento de esperar parte de la mañana a que regresara del campo. Él, como casi todos los campesinos, trabaja aprovechando la fresca de la mañana y vuelve cerca de las once cuando el sol comienza a rajar cabezas. Después de llegar, refrescó a sus animales, se bañó, almorzó arroz con boniato y se sentó en un viejo y mugriento sillón en el portal a tomar el peor ron existente. Aquello que me dieron a probar mientras conversábamos me quitó unos años de vida.

—To el asunto es má sencillo de lo que parece, y como es lógico, no te lo vas a creer hasta que lo veas con tus propios ojos.

Y a partir de ahí me explicó con detalles que resumo, porque Dimitrio, al parecer, tenía mucha necesidad de ser escuchado, por lo que no se callaba ni para tomar una bocanada de aire. Resulta que la idea la tomaron del Barón de Münchhausen, solo que no de la película de Terry Gilliam, como pensé más lógico para ese lugar (la televisión siempre tiende a ser más afortunada que la literatura), sino del pequeño libro de August Bürger sobre el conocido personaje. El mismo había llegado mediante un intento de formar una minibiblioteca móvil, proyecto de un grupo de trabajadores de la cultura.

—Esa gente trajo una cantiá de libros enorme. Eran carretillas y carretillas que fueron poniendo en una casita construida por ellos allá al final del pueblo, y que si te soy sincero, sirvió pa las cosa de los jóvenes y pa las pegadera de tarro. Pues bueno, ahí estaban todos los libros jeso enormes de grande, abandonados y sirviendo como cama o comida pa los bicho. Yo estuve ahí una vez y no en na eso de lo que te comentaba –dijo en voz alta para que escuchara su mujer que se encontraba en algún lugar de la casa y de seguro se hallaba atenta a la conversación—, sino que, aburrío, me interesé de verdá en la literatura. Entonces, revisando to aquello, lo hallé tirao en una esquina, y no te voy a mentir, me lo llevé porque le faltaba al menos la mitá y, también, porque tenía solo como veinte páginas. Estaba ahí pa mí, pa que yo lo recogiera y lo leyera. Debo admitirlo, fue el destino. 

Le pregunté dónde se encontraba el libro en ese momento y me confesó que no lo tenía. Se lo había llevado un muchacho diciendo que era de su colección personal y erróneamente lo habían metido en la minibiblioteca. Dimitrio no opuso resistencia por el libro ya que, según él, desde un principio le pareció extraño que entre tantos “mamotretos”, como le llamó al resto, hubiera uno tan pequeño… En fin, en uno de los cuentos que quedaba de Viajes maravillosos por mar y tierra: Campañas y aventuras cómicas del barón de Münchhausen, se desarrolló un enfrentamiento del Barón con un lobo y ellos lo probaron en un perro.

—Eso que hizo el loco del Barón era imposible pero tenía un poco de lógica. Así que hicimo una apuesta y Martín lo probó en un perro y salió tal cual. Era asqueroso e inhumano, pero sin embargo, increíble. Entonces tuve la idea de experimentar en otros animale, a ver si pasábamo menos trabajo pa comérnolo, y elegimo una vaca. No, no de nosotro, tu tas loco, nos fuimos pa Arango (el pueblecito más cercano a Aguedita y muy parecido a este) y jodimo a un viejo pesao que dice tener las mejore rese del país. Idiota. Y, aunque no te lo crea, salió también, el tamaño no importaba.

—Pero no me has dicho qué fue lo que intentaron en los animales –le dije ya desesperado por saber, en tanto Dimitrio alargaba y alargaba la historia mientras más interesado me veía; talento del orador innato: mantener la tensión y soltártelo todo de un solo palo.

Sin embargo, por más que le insistí no me contó el secreto detrás de las muertes, aunque ya podía oler lo antinatural del fenómeno, en contradicción a lo especulado por los periódicos. Decidió que, como no le creería, era mejor verlo, y así me convidó a la excursión que harían a las principales zonas ganaderas de Ciego de Ávila dentro de dos días. Y esperé al momento deseado en Los Arabos, en un pequeño y polvoriento hostal donde me sentí vigilado y privado de intimidad, tal vez debido a unos agujeros en las paredes, o por la impresión llevada del arabense. En esos días aproveché para visitar la biblioteca municipal, donde busqué el libro de August Bürger con deseo de salir de la intriga que me carcomía por dentro, la fórmula tan fantástica e inexplicable de la que no me contaba nadie. Me insulté, el libro no se hallaba ahí, hecho para nada extraño en tanto el tamaño de la biblioteca era risible.

Aburrido y frustrado por la incursión a la biblioteca, reacción esperada cuando se está o vive en “la nada”, llegó el momento de partir. Me recogieron en un camión a la salida del pueblo. Era de día y la idea de Dimitrio consistía en llegar a Ciego de madrugada, a un lugar donde lo esperarían personas de la región. Él me explicó que la tarea era enseñarles a matar sin levantar sospechas inmediatas. En ese instante confirmé que las muertes eran inducidas, como imaginaba, lo que aumentó las ganas de conocer el truco. 

—Confío ciegamente en esas persona porque son el pueblo –decía—. Todos tienen los mismo problema que me llevaron a mí a actuar así…

En el transcurso del viaje me dio todo un discurso creado para justificar sus actos, y que, casualmente, como si practicara conmigo, lo reprodujo con las personas de Ciego. Cuando llegamos no nos detuvimos ni a estirar las piernas, a pesar de encontrarlas entumecidas por las horas de viaje. Salimos caminando, brincamos cercas y nos adentramos en un terreno llano e inmenso, donde el sereno en la hierba nos empapó los zapatos.

Después de husmear un rato descubrimos una pequeña fracción de ganado. En ese mismo punto Dimitrio repitió el discurso y se dispuso a enseñarnos. No llevaba herramienta alguna y me pareció que se le habían quedado. Se lo dije antes que comenzara a explicar y él sonrió dándome unas palmaditas en la espalda.

—Te dije que no te lo creería si no lo veías. Señore —dirigiéndose a los presentes—, ante todo debo darles el consejo más importante pa la operación: rapidez, se necesita rapidez porque si no les pasará como a mí que salí disparao por el aire en el primer intento.

Siguiendo su propio consejo, todo ocurrió en segundos. Tomó a la vaca por la boca y le introdujo la mano hasta el hombro, agarró las costillas de un costado y haló la vaca doblándola y estrujándola poco a poco, tal si fuera una jaba de nylon. Así avanzó hasta el culo, acortando la distancia entre el mismo y la boca al comprimir al animal y acomodarlo a lo largo del brazo. Y una vez alcanzado el culo, sacó la mano por el agujero, expulsando una peste que llevó a que la totalidad de los presentes se taparan la nariz a pesar de estar adaptados a esos olores. Luego, con la mano agarró un extremo del culo y lo haló hacia sí. El culo, como mismo hace un short cuando se voltea, pasó por dentro de la boca, y la vaca quedó virada al revés, con la piel hacia adentro y todo lo demás hacia afuera. El fallecimiento fue inmediato, por supuesto, y me costó tiempo entender el proceso, “el reversible”, como le llamaba. Se imaginarán, me había quedado en shock por aquello tan antinatural, por ese sonido de viscoso y pegadizo, por esas imágenes violentas de cuadro abstracto y expresionista con disímiles tonos de rojo sucio. No todos los días tiene uno la oportunidad de ver la anatomía completa de un animal, cada órgano y nervio en el sitio exacto donde debe estar, así, de un tirón y sin preparación. 

Por otra parte, el mal olor era increíble y vi a un avileño desmayarse sobre la hierba. El brazo de Dimitrio se encontraba embadurnado de mierda por completo, de mierda y sangre. Yo también sentí vértigo. Vomité, pero contuve el desmayo. No podía desmayarme porque debía soportar observarlo todo y empaparme de conocimiento. Luego vi cómo, tras la orden de Dimitrio, los que quedaron en pie tomaron sus machetes y sacos e hicieron lo que mejor sabían. Yo me volteé a tomar aire hasta que terminaran, después de todo era mi primera vez y no tenía motivo alguno de vergüenza.

La vaca quedó ahí, parada en las cuatro patas, en huesos blancos, que debido a la luz de la luna, casi encandilaba a los presentes por el brillo. Dimitrio la tomó por el cráneo desnudo y explicó cuán importante era revertirla de nuevo para despistar así a los dueños y la policía. Y con una nueva sacudida el animal volvió a quedar como si nada le hubiera ocurrido, paradita, mansita, inmóvil. 

Si ustedes hubieran visto la alegría que mostraban los niños de allá; permanecerían boquiabiertos. La gente criaba vacas para satisfacer su deseo real, que era comérselas, y no los podían acusar de nada. Era un escape. En muchos casos la policía ni notaba las muertes porque las vacas seguían paradas sin variación en el campo. Por tanto, anhelé llevar mis conocimientos esperanzadores a la capital.

Yo no quería enriquecerme ni nada de eso, solo codiciaba lo mismo para todos e intenté traspasar mis experiencias. Así, creo que por un chivatazo, me cogieron y acusaron de la totalidad de las muertes con miles de cargos, hasta los de protección animal me denunciaron. Había que echarle la culpa y tomar represalias con alguien para que la situación se estabilizara. Pero yo sé que la reprimenda fue de boca hacia afuera y estoy llevando a cabo una revolución alimenticia, porque todos ellos también son el pueblo y todos ellos probaron los placeres por un tiempo.

Y aquí estoy, esperando mi condena final y hablando con ustedes tranquilamente. De seguro no veo más nunca el exterior.

—Asere, y nosotros tenemos que creernos esa historia –dijo uno de los presos que escuchaba la conversación—. A mí me parece que tú lo que eres tremendo mentiroso.

—Bueno, si me lo permiten, podría demostrar “el reversible” con uno de ustedes.

Los que atendían se miraron con mala cara mientras se cuidaban de la persona más cercana. Lo cierto es que, en ese mismo instante, dudaban de todo y de todos.

—¿Y por qué no lo probamos contigo? Si al final, nosotros conocemos la clave: hacerlo rápido –dijo otro preso de manera macabra.

—Pues porque debo haber sido la única persona a la cual Dimitrio le contó la defensa, el contraataque al “el reversible” para que no me lo pudieran hacer a mí.

—¿Y cuál es? –preguntó con interés renovado el primer preso.

—No, ahora le preguntas a Dimitrio o al Barón.

Soltó una gran carcajada, se levantó y se fue.

Adrián de la Campa Escaig. Matanzas, 1992

Licenciado en Historia del Arte, ejerce como profesor de cine en la Universidad de La Habana. Periodista y guionista de varios cortos de animación. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso y ganador de la Beca de Creación “El caballo de coral” que otorga ese centro. Sus cuentos han aparecido en la revista Matanzas y la revista chilena Verbo(des)nudo. En la primera de estas ganó el premio a Escritor Novel, 2018. Su primer libro quedó finalista en el premio Celestino de Cuentos 2019, de la provincia de Holguín, Cuba, y fue impreso por la editorial Verbo(des)nudo, en 2019. Actualmente se encuentra en proceso de publicación por el sello editorial Samarcanda, España.