Ciencia Ficción

La cacería

Se mantiene inmóvil, sabe que lo observa. Mueve con suavidad una de sus manos hasta llegar al gatillo de la pequeña pistola eléctrica. Apunta y dispara. El gatillo libera tres cables energizados que se clavan en el concreto del piso. Burlados por un salto lateral de la presa, que se adentra en la selva roja de tuberías de vapor puro, válvulas y equipos intercambiadores, en busca de protección.

Roly se lanza en pos de él. Mueve su anémico cuerpo de doce años con agilidad y precisión entre las peligrosas tuberías llenas de hirviente vapor y cables de alta tensión sin aislamiento. Mientras el sistema de retorno de la pequeña pistola recoge los cables y los energiza. La zona industrial de La Habana, más allá de la Nueva Vía, es su coto de caza.

Con sus pies descalzos, su corto pantalón y sucios guantes, se adentra más y más en la zona de producción, mientras su estómago le recuerda que si no lo atrapa seguirá con la mala racha.

Uno de los operadores de la línea trata de detenerlo con reumáticos movimientos, síntoma inequívoco de la Herencia. Pero sus intenciones son canceladas por la rapidez de los pies desnudos, pequeños y negros que lo evitan con la misma facilidad con la que el hinchado ombligo que se arrastra entre las válvulas con salideros de vapor puro de la vieja fábrica.

Un grito de dolor a la espalda de Roly, y dos dardos tranquilizantes que se clavan en el aislamiento de espuma de conducción térmica, le indican que no es el único que está de caza. Que otro depredador más grande y con mejores garras se ha adentrado en su territorio y trata de quitarlo del medio.

No se detiene a observar a la competencia. Los continuos gemidos de dolor mezclados con palabrotas, y el metálico sonido de las caídas y los golpes, le advierten que su oponente es demasiado grande y torpe para moverse entre las tuberías.

Apresura su paso para poner la mayor cantidad de tuberías y cables entre él y su competencia; y disminuir la distancia entre él y su presa, a la que perdió en la intercepción.

Encrucijada. Cinco caminos que forman una estrella se abren ante él. Sus ojos curtidos en la necesidad inspeccionan el suelo de concreto en búsqueda de una hebra de pelo, o una huella en el polvo, algo que le indique la dirección a seguir.

Nada.

Pierde la calma. Extrae de su bolsillo un pequeño objeto de aspecto arácnido y observa con preocupación la barra de energía. Sólo le quedan unos pocos segundos de carga. No tiene opción; debe apostarlo todo. Después que le venda la pieza al Químico, tendrá el dinero suficiente para remplazar la batería y adicionarle nuevos softwares y accesorios.

Se da el lujo de un apretado sueño de reposición, con un futuro que es posible que nunca llegue. Donde pueda construir otros robots como su Kan, donde no tenga hambre y pueda regresar a su casa para rescatar a su mamá del Barrio, las drogas, la prostitución… y sobre todo, de su papá.

El calambre en el pie, el hambre y el dardo que rebota en la tubería lo presionan. Despierta a Kan, que se inicia con dolorosa lentitud, y vaga unos segundos por los caminos registrando, escaneando, buscando rastros de olor; mientras la batería tercermundista se agota con terrible rapidez. Ya se dirige a un pasillo después de haber encontrado un rastro, cuando la batería se termina.

Sus ojos se humedecen; no puede creerlo. Una vez más la necesidad le gana la partida. Casi se rinde, pero el sonido de su estómago y otro dardo que esquiva por los pelos no dejan que tire la toalla. Recoge a Kan, ahora un simple trozo de metal inerme, y sigue encorvado unos ocho metros por el pasillo que el robot le señalara antes de inmovilizarse… ojalá que no para siempre.

La insoportable mañana lo recibe al final del pasillo con sus treinta y ocho grados a la sombra. Observa intimidado los paneles metálicos del techo, que le auguran un paseo nada agradable, cuando tropieza por pura casualidad con lo que está cazando.

¡Al fin! Un gato gris, sucio y cubierto de costras y cicatrices se agazapa a la sombra al otro lado del techo.

—¡Puedo hacerlo! —se dice.

Pero antes necesita un proyectil. Busca a su alrededor; nada. Se adentra en el pasillo, esfuerza su imaginación… le quita la tuerca de sujeción a una válvula. Y se la lanza a la desmarañada cabeza de su competencia, que aparece en la intercepción.

La explosión de obscenidades que sigue al aullido de dolor le indica que ha dado en el blanco. Toma otra tuerca y vuelve sobre sus pasos.

El maltratado minino sigue aún ahí. Quizás porque ya no le queda otro sitio adónde huir.

Sonríe, y desenfunda el arma más sofisticada creada por el hombre, mucho tiempo ¿milenios? atrás. Coloca la tuerca y la sujeta con sus dedos contra la pequeña funda de goma. La estira y suelta el proyectil que impacta al gato en las patas.

Herido, el felino corre desesperado sin mirar muy bien adónde. Roly salta al tejado y aguanta como un hombre el calor de los paneles del techo que queman sus gastados pies mientras corre en dirección a su presa, que se eriza y muestra las uñas acorralada. Al llegar, activa el pequeño equipo, cuyo dardo a la vez seda al gato y toma una muestra de su sangre.

Bastan unos segundos de análisis, y…

—90% —muestra la pantalla.

Fantástico: 90 % de ADN puro, original, sin alteraciones. Lo suficientemente bueno como para dárselo al Químico. Para que pruebe en el pobre animal todos esos productos de tercera, imitaciones baratas de cosméticos y champús que siempre le están llegando.

—No está mal —se consuela, mientras observa la salida del pasillo.

Toma con cuidado al animal inmóvil pero vivo (se recuperará, seguro, si fuera débil no habría sobrevivido tanto aquí afuera) y se dirige al otro lado del techo con rapidez. Debe salir de ahí, y aprisa: no piensa dejarse quitar lo que con tanto esfuerzo se ganó…

De repente, sus pies no le responden y cae. El gato, súbitamente reanimado, se arrastra despacio pero tenaz, tratando de escapar… y él va detrás, tratando de alcanzarlo. Si quiere quitárselo tendrá que matarlo.

Una sombra se proyecta deformada contra las ondulaciones ortogonales de los paneles del techo. Escucha los pasos, el sonido de un cigarro al encenderse, una voz ebria de todo tipo de alcoholes y drogas que le ordena que “Deja ya de joder”. Y siente un pinchazo en la pierna.

Su respiración se acelera, y el bombeo frenético de su corazón esparce con rapidez la droga por sus piernas.

—100% de pureza —escucha decir al extraño, satisfecho.

Vaya sorpresa. ¿El? ¿Su ADN es 100% puro? Sin alteraciones, genéticas, nanobóticas, radioactivas ni bioelectrónicas. La cura perfecta para los males genéticos y la epidemia de la Herencia, que hace un lustro ataca a los hijos de millonarios, músicos, deportistas y científicos.

Muchos lo llaman justicia, porque esos antes obtuvieron su talento, inteligencia, longevidad y belleza gracias a los milagros del nuevo siglo…

Y al Químico.

—¡Cabrón, cómo me hiciste correr! ¡Y me chivaste el periférico del cybercerebro! —le escupe al oído, mientras se palpa la frente.

—¡Pero ahora me las voy a cobrar todas! —se limpia los dedos en la cara de Roly, dejando tres surcos rojos y plateados. —El Químico sólo quiere tu cuerpo. No le importa cómo te lleve.

En la mente de Roly, una violenta catarata de emociones fluye en un solo pensamiento.

No quiere morir.

Entonces, de repente, todo queda claro.

El miedo se ausenta de sus emociones, igual que el día que apuñaló a su padre.

Sus doce años lo han convertido en un profesional de la supervivencia. Su cuerpo está parcialmente paralizado. El yonki descarga a golpes sobre él todo su odio y frustración, por la vida que jodió… y Roly inmóvil, saca fuerza de su experiencia hogareña resistiendo palizas, y aprovecha cada bocanada de aire entre golpe y golpe, para comprar todo el tiempo que puede.

Pone su cuerpo, malas palabras y escupidas como carnada. Mientras
resguarda su frágil columna vertebral tras su abdomen, pega la cabeza al hirviente panel y se ovilla protegiéndola con sus brazos de las gastadas pero pesadas suelas del drogadicto. Y espera su momento.

Que al fin llega.

¡Ahora, cojones!

El yonki no se percata de la punta de los cables que muerden su carne a la altura del muslo. La descarga eléctrica bloquea la conexión entre su viejo cybercerebro, su caduco cerebro orgánico y las prótesis cerámicas de su cadera y quijada. Tiembla y cae, convulsionando al lado del pequeño y maltrecho cuerpo de Roly, que sabe que no puede moverse mucho más… todavía.

Así que sólo le queda asegurarse de que el otro tampoco lo haga, y es por eso que deja apretado el botón de energizar, para que lo electrocute hasta que se acabe la batería.

Nada de resentimiento ni inquina personal. Simple cálculo.

****

—0% —le dice el Químico, asombrado, en la sala de su laboratorio casero, al tiempo que examina con más detenimiento y una ligera mueca de asco y placer el contenido de la inmensa bolsa negra de polietileno que su cyborg de músculos hiperpotenciados ha colocado sobre la báscula como si no pesara nada. —Vaya… toda una sorpresa. Un sujeto con una mutación completa producto de las alteraciones nanobóticas y bioelectrónicas. La materia prima ideal para una nueva generación de potenciadores.

—Ya sabes que yo nunca traigo mierdas —se vanagloria Roly.

El cyborg no dice nada, porque no tiene cuerdas vocales ni lengua. Un guardaespaldas no las necesita, después de todo.

—Si tú lo dices… ¿Te peso ese también? —el Químico señala al gato que, casi cariñosamente, el niño sostiene entre sus manos.

Entonces, tras brevísima vacilación, Roly lo tira sobre la pesa.

Pero el químico no se deja engañar; elimina el error de medición por la energía cinética, y le paga 850 pesos, que el chico le arranca de las manos, examinándolos con desespero.

Muchos son falsos. Burdas imitaciones. Como de costumbre. Pero no dice nada; no le conviene exigir. No está en una posición de fuerza en este negocio. El cyborg guardián del Químico lo haría pedazos al menor gesto agresivo. Está programado para eso.

Se guarda los billetes en el bolsillo donde tiene la pistola de dardos tranquilizantes. El contacto con la empuñadura del arma refuerza su decisión de seguir viviendo, sin importar el precio.

Ahora le toca apretar los dientes y fingir que todo está bien.

Ya se desquitará cuando crezca… si sigue vivo.

Vuelve su espalda al Químico y al cyborg que con pesados, metálicos pasos, lo escolta hasta la salida trasera de la casa.

Mañana será otro día.

Y con suerte, la suerte en la cacería volverá a sonreírle.

Ojalá pueda atrapar a otro gato. O mejor a dos.

Le gustaría tanto poder quedarse con uno, para jugar…

Si fuera posible, un cachorro, un pequeño y hermoso minino de pelaje esponjoso y maullido agudo…

Dennis Mourdoch. 1985. Narrador e Ingeniero Mecánico

Miembro del Taller de Creación Fantástica Espacio Abierto. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo menciones en el Concurso Oscar Hurtado (Categoría Ciencia Ficción) 2010 y 2011, así como otra mención en el Mabuya (Categoría Profesional) 2011.