Narrativa

La noche

Foto por Ahmed Rizkhaan en Unsplash

Cuatro niños en los bajos de los edificios, alrededor de uno de los bancos. Recién ha oscurecido. Han quitado la corriente y una nube de mosquitos sobrevuela cada una de sus cabezas. El primero es grande, propenso a las mentiras; el segundo, pelirrojo; y el tercero muy afeminado. El cuarto es el menor de edad y lleva en el barrio muy poco tiempo. Uno de ellos se sienta en el respaldo del banco (el pelirrojo), mientras los otros dos (el afeminado y el nuevo) están sentados de manera normal. El grande permanece de pie. Ya terminaron de jugar a los escondidos y comienzan a hablar de lo que siempre hablan los niños cuando se encuentran exhaustos físicamente y las condiciones ambientales lo propician: historias de miedo, pedazos aterradores de realidad o deformaciones de la misma, pesadillas… Todo lo que discurre en sus mentes y es causa de sus temores.

Primeramente repasan los clásicos: la guija, Charlie-Charlie, Freddy Krueger y los extraterrestres. El nuevo es impresionable y los otros se regodean en cada detalle para asustarlo. Entonces llegan a lo vernáculo, que siempre guarda una especie de proximidad más aterradora: cuentos de niños degollados el 4 de diciembre, para dar sangre a la Santa Bárbara; el sidoso que ronda el pueblo con las venas abiertas en la parte de las muñecas, porque su objetivo infestar, infestar al por mayor; y por supuesto, el Corta-caras, que asecha desde cualquier calle o sitio común, de día incluso, preguntando la hora a sus víctimas para que se distraigan y así poder rebanarle el rostro con su moneda afilada. Cuando llegan a “la casa en construcción”, el principal mito del barrio, el afeminado interviene:

―Dicen que se escuchan voces por la madrugada.

―No. Gritos ―corrige el grande.

La casa se ve desde donde están. El nuevo echa un vistazo rápido y pregunta con su congoja característica qué sucede con ella. 

―Cada vez que la compran y la empiezan a construir, o se muere el dueño, o alguien de su familia.

―No nos dejan jugar ni de día en ella ―añade el pelirrojo.

Entonces continúan hablando de la casa uno o dos minutos. El nuevo se asusta. Sus acuosos ojos negros se mueven de un muchacho a otro, a punto de llorar en cualquier momento. Hay un calor infernal y a lo lejos resalta contra la noche el enorme fuego rojizo de un cañaveral que están quemando. 

De pronto, el grande comienza el siguiente relato:

―Ahora mismo hay un loco suelto por ahí. La policía lo anda buscando. Le cortó la cabeza a su mujer por haberlo engañado con otro mientras él se encontraba preso.

―Creo que ella tenía un hijo ―añade el pelirrojo.

El corazón del nuevo se acelera y golpea con fuerza su pecho descamisado.

―Sí, lo tiene ―confirma el afeminado―. ¿Pero al loco no lo habían cogido ya?

―No ―interviene rápido el grande―. Está huyendo con la cabeza de la mujer guardada en un saco.

Es demasiado. El nuevo rompe a llorar y los acusa de mentirosos. El grande, para callarlo, le aguanta fuerte los brazos y lo sacude.

―¡Cállate! ―le grita― ¡Es verdad! Mira, en el pueblo hay muchos refugios que se comunican entre ellos. El de la Secundaria va a dar al parque, y el del parque está conectado al de la circunvalación y así. Él se mueve por ellos, con el saco y la cabeza de la mujer.

El nuevo logra zafarse y lejos de hacer silencio grita todavía más, cegado por una rabia muy fuerte; entonces se abalanza sobre todos ellos y tira cuatro o cinco golpes que no van a dar a ninguna parte.

―¡Es mentira! ―repite― ¡Mentira! ¡Él está preso, ya lo cogieron! ―y sale corriendo para su casa mientras el grande se ríe con estrépito, porque su broma ha tenido éxito. Los otros dos, aunque impresionados, ríen también en esa especie de mímesis o acomodo social que ocurre cuando una parte más o menos neutral ha detectado una parte ganadora. Pero el nuevo tiene razón, el loco ya está preso, ¡quién mejor que él para saberlo! 

Horas después, los otros niños van para sus casas y olvidan todo y no vuelven a ver al nuevo, que deja el pueblo con la misma tía materna con que semanas antes se había instalado en un apartamento de los edificios. La historia, o al menos el recuento de la misma, deberá cesar en algún momento.

Hanoy González Mesa. Madruga, 17 de agosto de 1993.

Ha publicado en antologías y revistas nacionales. Ganador del premio anual de cuento de la revista Matanzas en su sección para autores inéditos "Las iluminaciones". Además ha recibido premios y menciones en concursos provinciales.