Crátilo

Resumen del libro: "Crátilo" de

Platón, uno de los más destacados filósofos de la antigua Grecia, nos presenta en su obra «Crátilo» un diálogo entre Sócrates, Hermógenes y Crátilo que gira en torno a la naturaleza del lenguaje y la etimología de las palabras. En este contexto, Hermógenes solicita la intervención de Sócrates para resolver un debate con Crátilo sobre si el significado de las palabras es innato, como argumenta Crátilo, o si es convencional y arbitrario, como defiende Hermógenes.

La discusión se centra en la pregunta fundamental sobre si las palabras tienen una conexión intrínseca con las cosas que representan o si su significado es atribuido por acuerdo humano. Crátilo sostiene que los nombres de las cosas tienen una relación natural con su verdadero ser, lo que implica que los nombres son predefinidos y que las palabras poseen una conexión inherente con la realidad. En contraste, Hermógenes argumenta que el lenguaje es convencional y que el significado de las palabras es resultado de un acuerdo social y cultural.

A medida que avanza el diálogo, Sócrates asume el papel de mediador, cuestionando las afirmaciones de ambos interlocutores y explorando las implicaciones de sus argumentos. A través de una serie de ejemplos y análisis, Sócrates busca desentrañar la verdadera naturaleza del lenguaje y el proceso de nombrar las cosas.

Platón, a través de «Crátilo», no solo nos ofrece un profundo debate filosófico sobre la relación entre el lenguaje y la realidad, sino que también aborda cuestiones etimológicas y lingüísticas, anticipando temas que más tarde serían objeto de estudio en la filosofía del lenguaje y la lingüística moderna. La obra destaca por su profundidad intelectual y su capacidad para plantear interrogantes que siguen siendo relevantes en el ámbito del pensamiento contemporáneo.

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Argumento del Crátilo

Por Patricio de Azcárate

Los nombres tienen una propiedad; es natural o de pura convención; si es natural, ¿en qué consiste? Tal es el problema que Platón se propone aclarar en este diálogo.

En la primera parte, que es la más larga, prueba, contra Hermógenes, que los nombres tienen un valor intrínseco, una significación independiente de la voluntad de los que los emplean; que representan la esencia de las cosas, y que la representan por sus elementos; los derivados por los primitivos, y estos por las silabas y las letras.

En la segunda, precisa a Crátilo, que abunda en este sentido, a poner a esta doctrina cierto número de restricciones, sin las cuales no sería verdadera, ni estaría dentro de los límites debidos. He aquí los pormenores.

I. Los nombres no son arbitrarios. Hay, en efecto, discursos verdaderos y discursos falsos; de donde se sigue que hay nombres verdaderos, a saber, los que forman parte de los discursos verdaderos; y nombres falsos, a saber, los que forman parte de los discursos falsos. ¿Cómo podría ser esto posible, si los nombres no estuviesen en cierta relación con las cosas, y si su razón de ser dependiese solo del capricho del inventor?

Hayan dicho lo que quieran Protágoras y Eutidemo, las cosas subsisten en sí mismas según su esencia y su constitución natural.

Lo mismo sucede con sus acciones, que son especies de seres. Tienen una naturaleza especial; y no pueden ser bien hechas, sino a condición de que el que las hace se conforme con la naturaleza de las mismas. No se corta con cualquier cosa y de cualquier manera; no se puede cortar sino con ciertos instrumentos y de una cierta manera. En otro caso, o no se corta o se corta mal.

Lo mismo sucede para hablar; lo mismo para nombrar.

No se nombrarán verdaderamente las cosas, si no se tiene en cuenta su naturaleza, y si no se emplea el instrumento conveniente. Este instrumento es el nombre. Y como el nombre está hecho para enseñar, es decir, para representar las cosas, es preciso que el legislador, que es el artífice, forme, con los sonidos y las sílabas, nombres que convengan a las cosas; no precisamente que esté precisado a valerse de tales sonidos y de tales sílabas, sino que debe reproducir con los sonidos y sílabas de las que se sirve, el modelo, es decir, el objeto. Es preciso además, que realice este trabajo bajo la vigilancia del dialéctico, único juez competente para juzgar de la calidad de los nombres, porque él es el que los usa. Por donde se ve que la formación de los nombres no es absolutamente obra del azar; y que, lejos de no tener relación con las cosas, tienen, por el contrario, con ellas una real y necesaria analogía. Luego los nombres tienen una propiedad natural.

¿Cuál es esta propiedad natural? Aparece visiblemente en el nombre de Astiánax, que significa el que manda en la ciudad; y en el de Héctor, que significa el que es jefe. Estos dos nombres nos prueban, como nos demostrarán otros mil, que el nombre es el signo de la cosa nombrada, porque representa su esencia; que los seres semejantes llevan nombres semejantes; semejantes, no por las sílabas y las letras, sino por su virtud expresiva. Por el contrario; los seres diferentes, aun cuando fuesen el uno el padre y el otro el hijo, deben ser llamados con nombres diferentes; y si son opuestos, con nombres opuestos.

Así sucede en los de Orestes, personaje bravío y tosco; de Agamenón, admirable por su perseverancia delante de Troya; de Atreo, que fue inhumano y audaz, y ultrajó la virtud; de Pélope, que no supo ver más que lo que tenía cerca de sí, es decir, la hora presente; de Tántalo, el más desgraciado de los hombres; de Zeus, por el que nos es dado el vivir; de Cronos, digno de ser el padre de Zeus, puesto que es el espíritu en lo que tiene de más puro; de Urano, digno de ser el padre de Cronos, puesto que es el que contempla las cosas desde lo alto.

Esta propiedad natural aparece en los nombres que se refieren a las cosas eternas y a la naturaleza, tales como las siguientes: los dioses (theoi), los demonios, los héroes, los hombres (anthrópoi), el alma (psyché), el cuerpo (soma).

Aparece en los nombres de las principales divinidades: Vesta (Hestía), Rea, Neptuno (Poseidôn), Plutón, Ceres (Deméter), Juno (Hera), Apolo, Minerva (Athena) etc.; y en los de los seres divinos, pero inferiores: el sol (Helios), la luna (Selene), el mes, los astros, el aire, etc.

Aparece, en fin, en los nombres, que tienen relación con la virtud, por ejemplo: la sabiduría (phrónesis), la comprensión (sýnesis), la justicia (dikaiosýne), etc.; o con lo bueno y lo bello, por ejemplo: lo ventajoso (xýmpheron), lo lucrativo (kerdaléon), lo provechoso (lusiteloun), etc.

«Crátilo» de Platón

Platón. Pensador griego, cuyo nombre real era Aristocles Podros (“Platón” era un apodo que significaba “el de la espalda ancha”), fue un filósofo que nació entre el 427 y el 428 a.C en Atenas y que falleció en la misma ciudad en el 347 a.C. Hijo de familia noble, fue educado para la política, pero al conocer a Sócrates abandonó dicha vocación para dedicarse plenamente a la filosofía, si bien siempre tuvo en cuenta la política como parte integrante de su corpus, llegando a establecer guías para la creación de una república (en el sentido de “res publica”) ideal.

A diferencia de su maestro, Platón sí dejó obras escritas que, si bien parecen basarse en el pensamiento socrático, suponen una sistematización impresionante de conocimiento que se enfrenta a la tradición presocrática y sofista y que significará la base del pensamiento occidental. Después de uno de sus numerosos viajes (viajes que le sirvieron para conocer las ideas de los pitagóricos, de Parménides y de Anaxágoras, entre otros), fue apresado y vendido como esclavo en Egina, afortunadamente un conciudadano ateniense lo reconoció y pudo procurar su liberación.

De regreso a Grecia, Platón fundó una escuela de filosofía en Atenas que se convertiría en una Academia precursora de las actuales universidades, y donde se educaron pensadores tan prominentes como Aristóteles, hasta su cierre por decreto del emperador Justiniano en el 529 d. C.

De entre su obra habría que destacar textos como Fedón, El banquete o La república.