Crímenes imaginarios

Resumen del libro: "Crímenes imaginarios" de

«Crímenes Imaginarios» de Patricia Highsmith nos sumerge en la mente intrincada y creativa de Sidney Bartleby, un escritor en apuros económicos que intenta vender guiones para una serie televisiva mientras aguarda la respuesta de un editor estadounidense sobre su novela ya rechazada por varias editoriales. Highsmith, conocida por sus tramas psicológicas y personajes ambiguos, nos presenta a Sidney y su esposa Alicia, quienes residen en un aislado cottage en la campiña inglesa.

A través de la pluma magistral de Highsmith, la pareja se ve envuelta en una dinámica que se va deteriorando lentamente. Alicia, para aliviar la tensión, decide ausentarse y pasar un tiempo en Brighton, conviniendo con Sidney que la separación será indefinida. Esta decisión desencadena una serie de eventos inesperados, mientras Sidney, cuya imaginación trabaja sin descanso, comienza a fabular sobre qué ocurriría si él hubiera cometido un crimen en lugar de tratarse simplemente de una separación provisional.

Highsmith explora de manera intensa la línea borrosa entre la realidad y la imaginación, llevando al lector por un viaje psicológico donde las fronteras entre la creación literaria y la vida cotidiana se desdibujan. La narrativa se torna cada vez más intensa a medida que las elucubraciones de Sidney comienzan a afectar su comportamiento, y las fronteras entre la realidad y la fantasía se vuelven cada vez más difusas.

La trama se compone de capas de suspense y tensión psicológica, manteniendo al lector en vilo mientras Highsmith juega con las consecuencias de las creaciones mentales de Sidney. A medida que la historia avanza, las líneas entre la realidad y la ficción se desdibujan, creando una atmosfera inquietante y provocativa.

Patricia Highsmith, maestra del thriller psicológico, demuestra una vez más su habilidad para explorar la psique humana de manera magistral. Su capacidad para tejer una narrativa compleja y perturbadora, llena de giros inesperados, nos sumerge en un mundo donde la imaginación puede convertirse en una fuerza peligrosa. «Crímenes Imaginarios» es una obra que desafía las expectativas y deja al lector reflexionando sobre los límites de la mente humana y las consecuencias de nuestras propias fantasías más oscuras.

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El terreno que rodeaba la casita de dos pisos de Sydney y Alicia Bartleby era llano, al igual que la mayor parte del condado de Suffolk. Una carretera asfaltada, de dos carriles, pasaba a unos veinte metros de la casa. A un lado del paseo frontal, construido con losas ligeramente torcidas, cinco olmos jóvenes proporcionaban cierta intimidad, mientras que al otro lado un seto alto y espeso formaba una pantalla todavía mejor a lo largo de treinta metros. Por esta razón Sydney nunca lo había recortado. El césped del jardín estaba tan descuidado como el seto. La hierba crecía en manojos y en algunos puntos dejaba al descubierto retazos de tierra entre marrón y verde. Los Bartleby se ocupaban más del jardín situado detrás de la casa y, además de un pequeño huerto y varios macizos de flores, tenían un estanque ornamental, de alrededor de metro y medio de ancho, construido por el propio Sydney, en cuyo centro había una columna de piedras unidas por medio de argamasa. Pero nunca habían logrado conservar vivos en el estanque peces de colores; incluso las dos ranas que habían metido en él habían decidido trasladarse a otra parte.

La carretera llevaba a Ipswich y Londres en una dirección y a Framlingham en otra. Detrás de la casa se extendían los terrenos de su propiedad, sin ningún límite visible, y más allá había un campo que pertenecía a un agricultor cuya casa no se veía desde la de los Bartleby. Estos vivían en Blycom Heath, aunque Blycom Heath propiamente dicho se encontraba a unos tres kilómetros en dirección a Framlingham. Vivían en la casa desde hacía año y medio, casi tanto tiempo como el que llevaban casados. La casa, en buena parte, era el regalo de bodas de los padres de Alicia, aunque ésta y Sydney habían pagado mil libras de las tres mil quinientas que costaba. Era un paraje solitario, en lo que respecta a gente y vecinos, pero Sydney y Alicia tenían sus propias ocupaciones —escribir y pintar—, se hacían compañía el uno al otro durante todo el día y habían hecho algunos amigos que vivían desparramados por los alrededores hasta puntos tan lejanos como Lowestoft. Pero tenían que conducir varios kilómetros para llegar a Framlingham aunque sólo fuese para llevar un par de zapatos a remendar o comprar un frasquito de tinta china. Los dos suponían que si la casa de al lado estaba vacía, era por lo solitario de aquel paraje. A simple vista, la casa de al lado, que era sólida, tenía dos pisos, fachada de piedra y una ventana puntiaguda, parecía hallarse en mejor estado que la suya, pero les habían dicho que era necesario hacer muchas, obras, ya que llevaba cinco años desocupada, aparte de que sus últimos habitantes, un matrimonio de edad avanzada, no habían podido hacer mejoras por falta de medios. La casa se alzaba a doscientos metros de la de los Bartleby; y a Alicia le gustaba asomarse a la ventana de vez en cuando a contemplarla, aunque estuviese vacía. A veces se sentía geográficamente muy sola, como si ella y Sydney vivieran aislados en el fin del mundo.

A través de Elspeth Cragge, que vivía en Woodbridge y conocía al señor Spark, un corredor de fincas, Alicia se enteró de que una tal señora Lilybanks acababa de comprar la casa de al lado. Elspeth le había dicho que la señora Lilybanks era una anciana de Londres, añadiendo que hubiera resultado más divertido que la casa la ocupara una pareja joven.

—La señora Lilybanks se ha instalado en la casa —dijo alegre mente Alicia una noche, cuando se encontraban la cocina.

—¿De veras? ¿La has visto?

—Muy fugazmente. Es bastante mayor.

Eso ya lo sabía Sydney. Los dos habían visto a la señora Lilybanks un mes antes, cuando había visitado la casa en compañía del corredor de fincas. Durante más de un mes varios trabajadores habían merodeado por la casa y el jardín dando martillazos aquí y allá, y ahora la señora Lilybanks ya estaba instalada en ella. Aparentaba unos setenta años y probablemente escribiría una breve nota de queja si los Bartleby celebraban alguna fiesta ruidosa en el jardín de atrás aprovechando el verano. Sydney preparó cuidadosamente dos martinis en un jarro de cristal y los sirvió en sendas, copas.

—Hubiese ido a verla, pero había un par de personas con ella y me dije que tal vez pasarían la noche allí.

—¡Hum! —dijo Sydney.

Estaba preparando la ensalada, como solía hacer para la cena. Con gesto automático sujetó con una mano el armarito de metal antes de abrir la puerta pegajosa y sacar la mostaza. Luego, sin darse cuenta, levantó súbitamente la cabeza, se dio un golpe en la frente y soltó una maldición.

—Oh, cariño —dijo distraídamente Alicia, atenta al pastel de carne y riñones que se cocía en el horno. Llevaba pantalones ceñidos color azul celeste; parecían tejanos, pero tenían una abertura en forma de uve en el extremo inferior de las perneras. Su camisa era de algodón, también azul, regalo de una amiga americana. El pelo, rubio y descuidado, le caía sobre los hombros. Su rostro era delgado, bien formado y bonito; grandes y de un gris azulado los ojos. Sobre el muslo izquierdo aparecía una mancha de pintura azul que seguía allí a pesar de numerosos lavados. Alicia pintaba en una habitación situada en la parte posterior del piso de arriba.

—Pero es probable que mañana le haga una visita —dijo Alicia, refiriéndose de nuevo a la señora Lilybanks.

El pensamiento de Sydney estaba a muchos kilómetros de allí, en la tarde que había pasado con Alex en Londres. Le molestó la tercera intrusión de la señora Lilybanks. ¿Por qué Alicia no le preguntaba sobre cómo había pasado la tarde, sobre su trabajo, como hubiera hecho cualquier esposa? A veces se empeñaba en hablar y hablar de lo mismo, a sabiendas de que él se aburría. De modo que Sydney no se molestó en contestar.

—¿Qué tal Londres? —preguntó finalmente Alicia, cuando ya se encontraban sentados a la mesa del comedor.

—Oh, igual. Sigue en el mismo sitio —dijo Sydney con una sonrisa forzada—. También Alex sigue siendo el mismo. Quiero decir que no tiene ideas nuevas.

—Ah. Creía que hoy ibais a preparar otra cosa.

Sydney suspiró, vagamente irritado, pero era el único tema del que quería hablar.

—Esa era nuestra intención. Yo tenía una idea. Pero no dio resultado —se encogió de hombros. La tercera serie que él y Alex habían escrito (en realidad la había escrito él, y Alex se había limitado a convertirla en un guión televisivo) había sido rechazada la semana anterior por el tercero y último de los posibles compradores de Londres. Tres o cuatro semanas de trabajo, por lo menos cuatro sesiones con Alex en Londres, una sinopsis completa y detallada, y el capítulo primero, de una hora de duración, todo ello cuidadosamente empaquetado y enviado a uno, dos, tres posibles compradores. Y todo para nada, sin contar la sesión de aquel mismo día. Diecisiete chelines para el billete de Ipswich a Londres, más ocho horas y cierta cantidad de energía física, más la frustración que producía ver cómo la cara ancha y sombría de Alex se ensombrecía aún más, y luego el silencio denso, roto finalmente por un «No, no. Esto no sirve». Era como para arrancarse los cabellos, tirar la máquina de escribir al arroyo más cercano y luego saltar tras ella.

—¿Cómo está Hittie?

Hittie era la esposa de Alex, una chica rubia y silenciosa, absorbida totalmente por el cuidado de sus tres hijos de corta edad.

—Como siempre —dijo Sydney.

—¿Hablasteis de tu nueva idea, la del hombre del petrolero? —preguntó Alicia.

—No, querida. Esa es la que me acaban de rechazar —Sydney se preguntó cómo Alicia era capaz de olvidarlo, teniendo en cuenta que había leído el primer capítulo y la sinopsis—. Mi nueva idea, no sé si te he hablado de ella, es una historia de tatuajes. El hombre que se hace un tatuaje falso para parecerse a otro hombre al que se da por muerto.

«Crímenes imaginarios»: Una novela de Patricia Highsmith

Patricia Highsmith. Escritora americana, se trasladó de muy joven a Nueva York, graduándose en 1942 en el Barnard College. Trabajó para una editorial haciendo sinopsis de historietas, comenzando a escribir a los veintidós años. Highsith vivió algún tiempo entre Nueva York y México, donde también publicó. Comoquiera que sus obras no tuvieron demasiado éxito en Estados Unidos pero sí en Europa, en 1963 se trasladó a Inglaterra, viviendo posteriormente en Francia y Suiza.

De carácter muy introvertido, Highsmith era lesbiana, lo que se hizo notar en novelas como Carol (publicada con seudónimo por su contenido sexual), y adicta al alcohol.

Varias de sus novelas fueron llevadas al cine, destacando Extraños en un tren, llevada en tres ocasiones, una de ellas con gran éxito por Alfred Hitchcock. También produjo una serie para televisión.

Pero sin duda, es su personaje Tom Ripley el más conocido de su producción. Con este antihéroe, psicópata y amante de la buena vida, logró un gran éxito en todo el mundo. Libros protagonizados por Ripley, como El talento de Mr. Ripley, El amigo americano o La máscara de Ripley han logrado llegar al cine, en ocasiones hasta en más de una ocasión.

Autora de relatos cortos y ensayos, fue fundamentalmente conocida por sus novelas de suspense psicológico, y policiacas. A lo largo de su carrera recibió premios como el O. Henry o el Silver Dagger, quedando en varias ocasiones como finalista del Edgar.