De la ira

Resumen del libro: "De la ira" de

El libro de ensayos filosóficos «De la ira», escrito por Lucio Anneo Séneca, aborda de manera profunda y reflexiva la naturaleza y los efectos perjudiciales de la ira en el ser humano. Séneca sostiene que la ira es la pasión más destructiva y perniciosa para el alma, compartiendo esta opinión con figuras filosóficas anteriores como Heráclito, Sócrates y Platón. Aunque coincide en muchos aspectos con Aristóteles, Séneca se distancia al argumentar en contra de la noción de que la ira pueda ser beneficiosa en algún sentido. De hecho, establece con firmeza que la ira es tan inútil para el alma como lo es un soldado que no obedece la señal de retirada en la batalla.

Siguiendo la línea de Ovidio en su obra «Ars Amandi», Séneca detalla las señales externas de esta «locura breve» que es la ira, y resalta que esta emoción tiende a manifestarse cuando el espíritu humano se encuentra debilitado. Según el filósofo, la verdadera fuerza del individuo reside en la razón, un concepto que sería posteriormente explorado por pensadores como Diderot y Voltaire. Séneca también defiende la idea de que la humanidad está gobernada por leyes naturales, en contraposición a las leyes mecánicas enfatizadas por La Mettrie en su obra «Anti-Séneca».

Uno de los aspectos esenciales que Séneca plantea es la importancia del apoyo mutuo entre los seres humanos para lograr la realización y el progreso de la humanidad. Esta idea se alinea con la teoría del progreso propuesta nueve siglos después por Kropotkin, quien encuentra un cimiento sólido en las reflexiones de Séneca.

En resumen, «De la ira» de Séneca es un conjunto de ensayos filosóficos que examinan con agudeza la destructiva naturaleza de la ira en el alma humana. A través de su argumentación, Séneca nos conduce a reflexionar sobre la importancia de la razón como guía para la conducta humana y la necesidad de la cooperación mutua en la búsqueda del progreso y la realización personal. Su análisis trasciende el tiempo y continúa siendo relevante en la comprensión de las emociones humanas y la búsqueda de una vida más equilibrada y sabia.

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Libro primero

I. Me exigiste, caro Novato, que te escribiese acerca de la manera de dominar la ira, y creo que, no sin causa, temes muy principalmente a esta pasión, que es la más sombría y desenfrenada de todas. Las otras tienen sin duda algo de quietas y plácidas; pero esta es toda agitación, desenfreno en el resentimiento, sed de guerra, de sangre, de suplicios, arrebato de furores sobrehumanos, olvidándose de sí misma con tal de dañar a los demás, lanzándose en medio de las espadas, y ávida de venganzas que a su vez traen un vengador. Por esta razón algunos varones sabios definieron la ira llamándola locura breve; porque, impotente como aquélla para dominarse, olvida toda conveniencia, desconoce todo afecto, es obstinada y terca en lo que se propone, sorda a los consejos de la razón, agitándose por causas vanas, inhábil para distinguir lo justo y verdadero, pareciéndose a esas ruinas que se rompen sobra aquello mismo que aplastan. Para que te convenzas de que no existe razón en aquellos a quienes domina la ira, observa sus actitudes. Porque así como la locura tiene sus señales ciertas, frente triste, andar precipitado, manos convulsas, tez cambiante, respiración anhelosa y entrecortada, así también presenta estas señales el hombre iracundo. Inflámanse sus ojos y centellean; intenso color rojo cubre su semblante, hierve la sangre en las cavidades de su corazón, tiémblanle los labios, aprieta los dientes, el cabello se levanta y eriza, su respiración es corta y ruidosa, sus coyunturas crujen y se retuercen, gime y ruge; su palabra es torpe y entrecortada, chocan frecuentemente sus manos, sus pies golpean el suelo, agítase todo su cuerpo, y cada gesto es una amenaza: así se nos presente aquel a quien hincha y descompone la ira. Imposible saber si este vicio es más detestable que deforme. Pueden ocultarse los demás, alimentarles en secreto; pero la ira se revela en el semblante, y cuanto mayor es, mejor se manifiesta. ¿No ves en todos los animales señales precursoras cuando se aprestan al combate, abandonando todos los miembros la calma de su actitud ordinaria, y exaltándose su ferocidad? El jabalí lanza espuma y aguza contra los troncos sus colmillos; el toro da cornadas al aire, y levanta arena con los pies; ruge el león; hínchase el cuello de la serpiente irritada, y el perro atacado de rabia tiene siniestro aspecto. No hay animal, por terrible y dañino que sea, que no muestre, cuando le domina la ira, mayor ferocidad. No ignoro que existen otras pasiones difíciles de ocultar: la incontinencia, el miedo, la audacia tienen sus señales propias y pueden conocerse de antemano; porque no existe ningún pensamiento interior algo violento que no altere de algún modo el semblante. ¿En qué se diferencia, pues, la ira de estas otras pasiones? En que éstas se muestran y aquélla centellea.

II. Si quieres considerar ahora sus efectos y estragos, verás que ninguna calamidad costó más al género humano. Verás los asesinatos, envenenamientos, las mutuas acusaciones de cómplices, la desolación de ciudades, las ruinas de naciones enteras, las cabezas de sus jefes vendidas al mejor postor, las antorchas incendiarias aplicadas a las casas, las llamas franqueando los recintos amurallados y en vastas extensiones de país brillando las hogueras enemigas. Considera aquellas insignes ciudades cuyo asiento apenas se reconoce hoy: la ira las destruyó; contempla esas inmensas soledades deshabitadas; la ira formó esos desiertos. Considera tantos varones eminentes trasmitidos a nuestra memoria «como ejemplos del hado fatal»: la ira hiere a uno en su lecho, a otro en el sagrado del banquete; inmola a éste delante de las leyes en medio del espectáculo del foro, obliga a aquél a dar su sangre a un hijo parricida; a un rey a presentar la garganta al puñal de un esclavo, a aquel otro a extender los brazos en una cruz. Y hasta ahora solamente he hablado de víctimas aisladas; ¿qué será si omitiendo aquellos contra quienes se ha desencadenado particularmente la ira, fijas la vista en asambleas destruidas por el hierro, en todo un pueblo entregado en conjunto a la espada del soldado, en naciones enteras confundidas en la misma ruina, entregadas a la misma muerte como habiendo abandonado todo cuidado propio o despreciado la autoridad? ¿Por qué se irrita tan injustamente el pueblo contra los gladiadores si no mueren en graciosa actitud? considérase despreciado, y por sus gestos y violencias, de espectador se trueca en enemigo. Este sentimiento, sea el que quiera, no es ciertamente ira, sino cuasi ira; es el de los niños que, cuando caen, quieren que se azote al suelo, y frecuentemente no saben contra quién se irritan: irrítanse sin razón ni ofensa, pero no sin apariencia de ella ni sin deseo de castigar. Engáñanles golpes fingidos, ruegos y lágrimas simuladas les calman, y la falsa ofensa desaparece ante falsa venganza.

III. «Nos irritamos con frecuencia, dicen algunos, no contra los que ofenden, sino contra los que han de ofender, lo cual demuestra que la ira no brota solamente de la ofensa». Verdad es que nos irritamos contra los que han de ofendernos; pero nos ofenden con sus mismos pensamientos, y el que medita una ofensa, ya la ha comenzado. «Para que te convenzas, dicen, de que la ira no consiste en el deseo de castigar, considera cuántas veces se irritan los más débiles contra los más poderosos: ahora bien, éstos no desean un castigo que no pueden esperar». En primer lugar, hemos dicho que la ira es el deseo y no la facultad de castigar, y los hombres desean también aquello que no pueden conseguir. Además, nadie es tan humilde que no pueda esperar vengarse hasta del más encumbrado: para hacer daño somos muy poderosos. La definición de Aristóteles no se separa mucho de la nuestra, porque dice que la ira es el deseo de devolver el daño. Largo sería examinar detalladamente en qué se diferencia esta definición de la nuestra. Objétase contra las dos que los animales sienten la ira y esto sin recibir daño, sin idea de castigar o de causarlo, porque aunque lo causen, no lo meditan. Pero debemos contestar que los animales carecen de ira, como todo aquello que no es hombre; porque, si bien enemiga de la razón, solamente se desarrolla en el ser capaz de razón. Los animales sienten violencia, rabia, ferocidad, arrebato, pero no conocen más la ira que la lujuria, aunque para algunas voluptuosidades sean más intemperantes que nosotros. No debes creer aquel que dijo:

Non aper irasci meminit, non fidere cursu
Cerva nec armentis incurrere fortibus ursi 

De la ira: Séneca

Séneca. Lucio Anneo Séneca, conocido como Séneca el Joven para distinguirlo de su padre, fue un filósofo, político, orador y escritor romano que destacó por sus obras de carácter moralista. Provenía de una familia distinguida, perteneciente a la más alta sociedad hispana en una época en que la provincia de Hispania estaba en pleno auge dentro del Imperio Romano.

Pensador, intelectual y orador, de tendencias moralistas, Séneca fue una figura predominante de la política romana durante la era imperial, siendo uno de los senadores más admirados, influyentes y respetados. Pasó a la historia como el máximo representante del estoicismo y moralismo romano tras la plena decadencia de la república romana.

Séneca fue Cuestor en Roma y pronto se ganó una gran fama como orador en el Senado de Roma, donde mantuvo una tensa relación con el emperador Calígula y con su sucesor Claudio, ya que estuvo a punto de ser ejecutado en dos ocasiones, siendo, finalmente, desterrado a Córcega.

No fue hasta ocho años después que fue perdonado, convirtiéndose en uno de los tutores de Nerón, con quien ejerció de consejero y ministro. De hecho, en los primeros años del gobierno de Nerón, Séneca fue uno de los rectores del Imperio hasta que el emperador decidió apartar a su viejo tutor con la ayuda de otros políticos.

Tras el asesinato de su principal valedora, Agripina, Séneca perdió gran parte de su poder en el senado y decidió apartarse de la vida pública. Se le implicó en varias conjuras contra Nerón hasta que volvió a ser condenado a muerte, pero antes que afrontar la ejecución, Séneca optó por el suicidio.

En lo literario, su obra filosófica se considera de gran influencia en siglos posteriores, sobre todo a finales de la Edad Media y a principios del Renacimiento, siendo citado tanto por humanistas como por teólogos, con especial atención a sus doctrinas morales y éticas, fundamentales para el estoicismo. Las obras que nos quedan de Séneca se pueden dividir en cuatro apartados: los diálogos morales, las cartas, las tragedias y los epigramas.

Además, durante el período de retiro de la vida política escribió un libro de Cuestiones naturales, dedicado a Lucilio, que trata de fenómenos naturales, y donde la ética se mezcla con la física.