El niño que dibujaba gatos

Resumen del libro: "El niño que dibujaba gatos" de

El niño que dibujaba gatos es un libro del escritor irlandés Lafcadio Hearn, que recoge una serie de cuentos tradicionales japoneses. El autor, que vivió en Japón desde 1890 hasta su muerte en 1904, se dedicó a recopilar y traducir al inglés las leyendas y mitos de la cultura nipona, con el fin de difundirla en Occidente.

El cuento que da título al libro narra la historia de un niño que tenía una gran pasión por dibujar gatos, pero que era rechazado por su familia y por el monje que le acogió en el templo. Un día, el niño se marchó a otro templo abandonado, donde se encontró con un terrible duende que había matado a todos los que habían entrado allí. Sin embargo, los dibujos de gatos del niño cobraron vida y lograron vencer al monstruo, salvando así al niño y al pueblo.

El libro está ilustrado con las imágenes originales de Suzuki Kason, un pintor japonés que colaboró con Hearn en la edición de sus cuentos. Las ilustraciones son de estilo tradicional, con colores suaves y trazos delicados, que contrastan con la atmósfera de terror y misterio de algunos relatos.

El niño que dibujaba gatos es un libro que nos acerca a la riqueza y diversidad de la literatura japonesa, con historias llenas de fantasía, magia y sabiduría. Es una obra que nos muestra el amor de Hearn por Japón y su cultura, y que nos invita a descubrir un mundo fascinante y diferente.

Libro Impreso

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El niño que dibujaba gatos

Hace mucho, mucho tiempo, en una pequeña aldea del Japón, vivían un pobre granjero y su mujer, los cuales eran muy buenas personas. Tenían muchos hijos y les resultaba muy difícil alimentarlos a todos. El mayor de ellos, al cumplir catorce años, ya era suficientemente fuerte para trabajar con su padre; y las niñas aprendieron a ayudar a su madre casi desde que comenzaron a andar.

Pero el más pequeños de todos, que también era un niño, no parecía servir para el trabajo duro. Era muy listo, más listo que todos sus hermanos y hermanas, pero era pequeño y débil, y la gente decía que no crecería mucho más. Por eso sus padres pensaron que lo mejor para él sería que se hiciera sacerdote en lugar de granjero. Un día lo llevaron al templo de la aldea y pidieron al anciano y bondadoso sacerdote que allí vivía que aceptara al chico como su acólito y le enseñase todo lo que un sacerdote debe saber.

El anciano se dirigió amablemente al muchacho y le hizo algunas preguntas difíciles. Tan inteligentes fueron sus respuestas que el sacerdote aceptó acoger al pequeño en el templo como su acólito y educarlo para hacerse sacerdote.

El niño aprendía rápido lo que el viejo le enseñaba y era muy obediente casi siempre. Pero tenía un defecto. Le gustaba dibujar gatos durante las horas de estudio, y dibujarlos, además, en lugares donde no se deben dibujar gatos.

Cada vez que se encontraba solo, dibujaba gatos. Los dibujaba en los márgenes de los libros del sacerdote, y en todos los biombos del templo, y en las paredes, y en las columnas. Varias veces el sacerdote le dijo que aquello no estaba bien, pero él no paró de dibujar gatos. Lo cierto es que dibujaba porque no podía evitarlo. Tenía lo que se llama «el genio de un artista», y por esa razón no encajaba con la vida de acólito: un buen acólito debe de estudiar libros.

Cierto día, tras haber dibujado algunos cuadros estupendos de gatos en una pantalla de papel, el anciano sacerdote le dijo: «Hijo mío, debes marcharte de este templo. Nunca serás un buen sacerdote, pero tal vez llegues a convertirte en una gran artista. Ahora déjame darte un último consejo, y asegúrate de no olvidarlo nunca: Evita los grandes espacios de noche; quédate en los pequeños».

El niño no entendía lo que el sacerdote quería decir con la frase: «Evita los espacios grandes; quédate en los pequeños». Pensó y pensó, mientras hacía un hatillo con sus ropas para marcharse, pero no conseguía comprender esas palabras y temía hablar de nuevo con el sacerdote para otra cosa que no fuera decirle adiós.

Partió del templo muy triste y comenzó a preguntarse qué debía hacer ahora. Si volvía directamente con su familia estaba seguro de que su padre lo castigaría por haber sido desobediente con el sacerdote; así que tuvo miedo de regresar a casa.

De repente recordó que en la siguiente aldea, a doce millas de distancia, existía un templo muy grande. Había oído que vivían varios sacerdotes en aquel templo, y decidió dirigirse allí y pedirles que lo admitieran como su acólito.

El templo se encontraba cerrado, pero el niño desconocía este hecho. La razón del cierre era que un duende había espantado a los sacerdotes y se había apoderado del lugar. Algunos bravos guerreros habían acudido al templo de noche para matar al duende, pero nunca habían vuelto a ser vistos con vida. Nadie le había contado al niño nunca estas cosas, así que se dirigió caminando hasta la aldea con la esperanza de ser tratado amablemente por los sacerdotes.

Cuando llegó al lugar ya era de noche y la gente se había acostado, pero vio el gran templo en una colina, al otro extremo de la calle principal, y distinguió una luz en su interior. La gente que cuenta esta historia asegura que el duende solía encender aquella luz para atraer a los viajeros solitarios que buscaban cobijo. El niño se encaminó directamente al templo y llamó a la puerta. Dentro no se oía nada. Llamó y llamó, pero seguía sin aparecer nadie. Finalmente empujó con suavidad la puerta y comprobó con alegría que no estaba cerrada con llave. Entonces entró y vio la llama de una lámpara, pero sacerdotes, no.

Pensó que alguien aparecería pronto y se sentó a esperar. Notó que todo el templo estaba gris de polvo y plagado de telarañas, así que pensó que a los sacerdotes les gustaría sin duda tener un acólito que mantuviera limpio el templo.

Se preguntó por qué habían permitido que todo se llenara tanto de polvo. Lo que más le gustó, sin embargo, fueron unos grandes biombos blancos, muy apropiados para pintar gatos en ellos. A pesar del cansancio, buscó un plumier por algún lado, y encontró uno y algo de tinta; y comenzó a pintar gatos.

Pintó sobre las pantallas grandes cantidades de gatos, y, entonces, comenzó a sentir mucho, mucho sueño. Estaba a punto de tumbarse a dormir junto a uno de los biombos cuando recordó las palabras: «Evita grandes espacios; quédate en los pequeños».

El templo era muy grande, él estaba completamente solo, y cuando se acordó de aquellas palabras —aún cuando no las entendiera muy bien— empezó a sentir por primera vez un poco de miedo. Y resolvió buscar un «espacio pequeño» para dormir. Encontró un pequeño armario con puerta corredera y se metió dentro, encerrándose. A continuación se tumbó y cayó dormido.

A altas horas de la noche lo despertó el ruido más terrible: un ruido de lucha y chillidos. Era tan horrible que temía incluso mirar a través de una rendija del pequeño armario. Se mantuvo tumbado, muy rígido, aguantando la respiración por el miedo.

La luz que había en el templo se apagó, pero los terribles ruidos continuaron y fueron aumentando hasta que, de repente, todo el templo tembló. Tras un largo rato llegó el silencio, pero el niño seguía teniendo miedo de moverse. No lo hizo hasta que la luz del sol de la mañana brilló a través de los resquicios de la puerta del armario.

Entonces el niño salió de su escondite cautelosamente y miró a su alrededor. La primera cosa que vio fue que todo el suelo del templo estaba cubierto de sangre. Y luego, que en el medio yacía muerta una rata enorme, monstruosa —una rata duende— ¡más grande que una vaca!

¿Pero qué o quién la había podido matar? No se veía hombre ni criatura alguna. Entonces el niño observó que las bocas de todos los gatos que había dibujado la noche anterior estaban rojas y mojadas de sangre. En ese momento supo que el duende había sido muerto por los gatos que él había dibujado. Y también entonces por primera vez, entendió el sabio consejo que el anciano sacerdote le había dado: «Evita grandes espacios de noche; quédate en los pequeños».

Después de aquello, el niño se convirtió en un artista muy famoso. Algunos de sus dibujos de gatos todavía se muestran hoy a los viajeros en el Japón.

El niño que dibujaba gatos: Lafcadio Hearn

Lafcadio Hearn. Un explorador de la belleza y el misterio del mundo oriental, nació en la idílica isla de Léucade, envuelto por el mar Jónico y la diversidad cultural de una madre griega y un padre irlandés. Su vida, marcada por la aventura y la tragedia, le llevó desde la tristeza de una infancia solitaria hasta la exuberancia de descubrir nuevos horizontes literarios en tierras lejanas.

Con una pluma magistral, Hearn nos sumerge en un universo donde la exótica cultura japonesa se entrelaza con su propia experiencia personal. Desde las calles de Nueva Orleans hasta las costas de Japón, cada relato y ensayo refleja su profundo respeto y fascinación por las tradiciones y creencias del este.

Su encuentro con Setsuko Koizumi, una mujer japonesa de noble linaje, marcó un punto de inflexión en su vida, ofreciéndole no solo amor y estabilidad, sino también un acceso privilegiado al corazón del Japón tradicional. Bajo el nombre de Koizumi Yakumo, Hearn encontró una nueva identidad y una nueva pasión: la de compartir con el mundo occidental la riqueza cultural del país del sol naciente.

Desde sus primeros artículos sobre Nueva Orleans hasta sus aclamadas obras sobre Japón, como "Visiones del Japón menos conocido" y "Kwaidan: historias y estudios de cosas extrañas", Hearn cautiva al lector con su prosa evocadora y su profundo conocimiento de las tradiciones orientales.

Su legado perdura en cada página que escribió, en cada historia que narró, recordándonos que la verdadera belleza reside en la exploración del alma humana y en la apertura a las maravillas del mundo que nos rodea. Lafcadio Hearn, un viajero incansable en busca de la esencia de la vida y la verdad en las sombras del misterio.