El sol de los muertos

Resumen del libro: "El sol de los muertos" de

El sol de los muertos es una novela del escritor ruso Ivan Shmeliov, publicada en 1923 en París, donde el autor se exilió tras la Revolución de Octubre. La obra narra los horrores y las penurias que sufrieron los habitantes de Crimea durante la guerra civil rusa, a través de la mirada de un narrador que intenta sobrevivir en medio del caos y la violencia.

El libro se divide en cuatro partes: La mañana, El mediodía, La tarde y La noche. Cada una de ellas describe un momento del día y un estado de ánimo del protagonista, que va desde la esperanza hasta la desesperación. El narrador relata sus experiencias personales, sus recuerdos del pasado, sus encuentros con otros personajes y sus reflexiones sobre el sentido de la vida y la muerte.

El sol de los muertos es una obra maestra de la literatura rusa del siglo XX, que combina el realismo con el lirismo, la denuncia con la compasión, la tragedia con el humor. Shmeliov retrata con crudeza y belleza la realidad de un pueblo que lucha por su libertad y su dignidad frente a la opresión y el terror. El sol de los muertos es un testimonio imprescindible para comprender una de las épocas más convulsas y dramáticas de la historia rusa y mundial.

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LA MAÑANA

Tras el tabique de barro, en medio de un sueño inquieto, siento unos andares pesados y el crujido de agujas secas…

Ya está otra vez Tamarka empujando la cerca, es una bella Simmenthal blanca con manchas color alazán, el sostén de una familia que vive un poco más arriba, en la colina. ¡Todos los días tienen tres botellas de leche espumosa, cálida y con olor a vaca de verdad! Cuando la leche hierve, los destellos dorados de la grasa empiezan a jugar y aparece la nata…

No debo pensar en esas tonterías, ¡siempre las tengo en la cabeza!

Bueno, una mañana más…

Sí, he tenido un sueño… un sueño algo extraño, esas cosas que no te pasan en vida.

Todos estos meses he tenido sueños fastuosos, ¿a santo de qué? Mi realidad es tan miserable… Palacios, jardines… Miles de habitaciones que no eran habitaciones, sino una lujosa sala de los cuentos de Sherezade con arañas de fuegos azules, fuegos de otro mundo, con mesas de plata sobre las que hay miles de flores, de otro mundo. Yo camino y camino por las salas, voy buscando…

A quién voy buscando entre grandes suplicios, no lo sé. Acongojado, inquieto, me asomo por unas ventanas enormes: tras ellas hay jardines, prados y valles que reverdecen igual que en las pinturas antiguas. Parece que el sol brilla, pero ese no es nuestro sol… es una luz medio submarina, como de hojalata pálida. Y florecen plantas por doquier, de otro mundo: lilas altas, muy altas con pálidas campanillas, rosales que se marchitan… Veo gente extraña. Caminan con rostro inerte, caminan por las salas con ropas pálidas, como salidos de un icono, se asoman conmigo por las ventanas. Algo me dice —me lo anuncia un dolor abrumador— que les ha pasado algo horrible, que les han hecho algo y que no están vivos. Ya son de otro mundo… Y una pena insoportable camina conmigo por esas salas excesivamente lujosas…

Me alegra haberme despertado.

Claro que es Tamarka. Cuando la leche hierve… No debes pensar en la leche. ¿El pan de cada día? Tenemos harina para unos cuantos días… Está bien escondida en las rendijas, ahora es peligroso dejarla al descubierto: vienen por las noches… En el huerto hay tomates, cierto es que todavía están verdes, pero enrojecerán enseguida… unas diez mazorcas de maíz, la calabaza ya empieza a echar fruto… Ya basta, ¡no debes pensarlo!

¡Qué pocas ganas de levantarme! Me duele todo el cuerpo pero debo recorrer las quebradas, talar los tocones, los rizomas de las encinas. ¡Otra vez lo mismo!…

¡Qué le vamos a hacer, Tamarka está en la cerca!… Un bufido, el chasquido de las ramas… ¡está royendo el almendro! Y ahora se acercará al portón y empezará a empujar la cancela. Creo que puse un palo… La semana pasada la empujó con palo y todo, la sacó de las bisagras mientras todos dormían y devoró medio huerto. El hambre, claro… Verba no tiene heno en la colina, la hierba hace tiempo que se secó, sólo tienen un carpe roído y piedras. Hasta bien entrada la noche Tamarka tiene que deambular, rebuscar por las quebradas profundas, por la espesura impenetrable. Y ella deambula, deambula…

Pero, de todas formas, tengo que levantarme. ¿Qué día será hoy? Estamos en agosto pero el día… Los días ahora no sirven para nada, tampoco son necesarios los calendarios. ¡Al que no tiene plazos todo le da igual! Ayer me llegó el sonido de las campanas de la ciudad llamando a misa… Arranqué una manzana verde y entonces me acordé: ¡La Transfiguración! Estaba con la manzana de pie en la quebrada… la traje y la dejé suavemente en la terraza. La Transfiguración… La manzana está en el mirador. Desde ahora puedo contar los días, las semanas…

Debo empezar la jornada, evitar pensar. Debo ocupar el día en tonterías para decirme sin reflexionar: ¡otro día pasado!

Como un presidiario sin plazo me pongo cansinamente mis harapos, mi querido pasado desgarrado en la espesura. Todos los días tengo que ir a las quebradas, arañarme hacha en mano por la pendiente: abastecerme de combustible para el invierno. Para qué, no lo sé. Para matar el tiempo. En otros tiempos soñaba con convertirme en un Robinson, lo hice. Estoy peor que Robinson. Él tenía futuro, esperanza: ¡y, de pronto, un punto en el horizonte! Nosotros no tendremos ningún punto, no habrá eternidad. Pero aún así tengo que ir a por combustible. En la larga noche invernal nos quedaremos sentados junto a la estufa, contemplaremos el fuego. En el fuego suele haber visiones… El pasado se enciende y se apaga… El montón de chamarasca ha crecido en estas semanas, se está secando. Hace falta más, más. ¡Estaría bien poder cortarla en invierno! ¡Entonces se cae sola! Para varios días de trabajo. Hay que aprovechar el buen tiempo. Ahora se está bien, hace calor, hasta se puede ir descalzo o con zapatillas, pero cuando empiece a soplar en Chatirdag, ya no hará más que llover… Y entonces se anda mal por los barrancos.

Me pongo los harapos… Un trapero se reiría de ellos, los meterá en su saco. ¡Qué no sabrán los traperos! Si hasta prenderían con su gancho a un bicho viviente para canjearlo por cuatro perras. Con huesos humanos preparan cola, para el futuro, con sangre cocinan pastillas para caldo… ¡Libertad absoluta para los traperos, para los renovadores de la vida! Se desplazan por ella con sus ganchos de hierro.

Mis andrajos… Los últimos años de vida, los últimos días, la última caricia de su mirada… No les convienen a los traperos. Se derretirán bajo el sol, se convertirán en polvo con la lluvia y el viento, con los arbustos espinosos de las quebradas, de los nidos de pájaros…

Tengo que abrir los postigos. A ver, ¿qué tal día hace?…

¡¿Y qué día va a hacer en Crimea, junto al mar, a principios de agosto?! Soleado, claro. Tan deslumbrantemente soleado, tan espléndido, que duele mirar al mar: te golpea y te daña los ojos.

Nada más abrir la puerta se lanzará sobre tus ojos entornados, sobre tu rostro maltratado y marchito, el frescor nocturno calado por el sol de los bosques montañosos, de los valles montañosos, colmado de una amargura singular, de Crimea, que se maceró en las grietas de los bosques, que irrumpió violentamente desde las praderas, desde Yaila. Son las últimas olas del viento nocturno: muy pronto lo arrastrarán desde el mar.

¡Hola, dulce mañana!

La quebrada suave, como una palangana, la de las viñas, todavía estará en sombra, fresca y gris, pero la pendiente arcillosa de enfrente ya está rojiza, igual que la miel fresca, y las cimas de los perales jóvenes bajo las viñas inundadas de brillo carmesí. ¡Qué buenos son los perales jovencitos! Se arreglaron, se doraron un poco, se pusieron todos sus pesados collares-peras, las «Buena Luisa».

Paseo ansioso la mirada… ¡Están todas! Una noche más que han seguido felizmente colgadas. No es ansiedad: es nuestro pan madurando, el pan de cada día.

¡Buenos días también a vosotras, montañas!

Hacia el mar está la montaña chiquitita, Kastel, una fortaleza sobre los viñedos cuya gloria resuena a lo lejos. También está allí el dorado Sauterne, la sangre clara de la montaña, y el denso burdeos que huele a cordobán y ciruelas pasas ¡y al sol de Crimea!, su sangre oscura. Kastel vigila sus viñedos a causa de la helada, los abriga por las noches con calor. Ahora tiene un gorro de color rosa, oscuro por abajo y todo él silvestre.

Más a la derecha, más allá, está la muralla-pendiente de la fortaleza, la pelada Kush-Kaia, el anuncio de las montañas. Por la mañana rosado, al anochecer azul. Lo absorbe todo, lo ve todo. Una mano desconocida dibuja sobre él… Cuantas verstas hasta él y, sin embargo, está tan cerca. Estira la mano y podrás tocarlo: sólo hay que atravesar el valle por abajo y las lomas, todo entre jardines, viñedos, bosques, quebradas. Por encima resplandece un camino invisible por el polvo: es un coche camino de Yalta.

Aún más a la derecha está el gorrito de felpa del boscoso Babugán. Por las mañanas brilla como el oro; normalmente es de un negro frondoso. En él se ven las cerdas de los bosques de pinos cuando el sol se funde y tiembla tras él. De allí viene la lluvia. El sol se marcha por allí.

No sé por qué me parece que la noche cae desde el negro frondoso de Babugán…

No debo pensar en la noche, en los sueños engañosos donde todo es de otro mundo. Por la noche regresarán. La mañana se lleva los sueños: ahí está la verdad desnuda, bajo mis pies. ¡Recíbela con plegarias! La mañana descubre las distancias…

No hay que mirar a lo lejos: las distancias engañan, igual que los sueños. Te seducen pero no luego no te dan nada. Tienen mucho de azul, de verde, de dorado. No necesitamos cuentos. Ahí está la verdad, bajo mis pies…

Yo sé que en los viñedos a los pies de Kastel no hay uvas, que las casitas blancas están vacías, pero por las boscosas lomas se desparraman vidas humanas… Sé que la tierra se ha empapado de sangre y el vino será áspero y no ofrecerá su alegre sopor. Algo horrible se ha inscrito en el muro gris de Kush-Kaia, se ve desde lejos. Habrá un día, se podrá leer…

Ya no contemplo las distancias.

Miro por encima de mi quebrada. Allí están mis almendros con sus campos abandonados detrás.

Un pedazo pedregoso de tierra hasta hace poco dispuesto para la vida y ahora muerto. Los cuernos negros de las viñas: las vacas las han destrozado. Los chaparrones del invierno cavan caminos en ellas, trazan pliegues. Se eriza el cardo corredor, ya está seco: empezará a brincar tan pronto sople el norte. El viejo peral tártaro, ahuecado y combado, cada año florece y se seca, todos los años proyecta a su alrededor un «buzdurhan» de miel amarillo, sigue aguardando su relevo. El relevo no viene. Y él, obstinado, espera y espera, se colma, florece y se seca. En él se ocultan los azores. A los cuervos les encanta balancearse durante la tempestad.

Y ahí está, como una mancha en el ojo, el inválido. En algún momento fue Yasnaia Gorka, la pequeña dacha de una maestra del distrito de Yekaterinoslav. Se mantiene en pie, se inclina. Hace mucho unos ladrones la desvalijaron, rompieron los cristales y la dacha quedó ciega. El enyesado se está cayendo, deja a la vista sus costillas. Pero aún ondean al viento los trapos puestos a secar hace mucho tiempo, están colgados en unos clavos junto a la cocina. ¿Dónde andará su atenta dueña? ¿Dónde? Junto al mirador ciego se multiplican las vinagreras malolientes.

La pequeña dacha es libre y no tiene amo, así que un pavo real se ha adueñado de ella.

El sol de los muertos: una novela de Ivan Shmeliov

Iván Serguéyevich Shmelióv. Fue un escritor ruso que vivió entre 1873 y 1950. Su obra más conocida es El sol de los muertos, una novela autobiográfica sobre la revolución rusa y el exilio. Shmeliov nació en Moscú en una familia de comerciantes. Desde joven mostró interés por la literatura y la historia. Estudió derecho en la Universidad de Moscú y se graduó en 1896. Trabajó como abogado y periodista, colaborando con varias revistas literarias.

En 1905, participó en el movimiento revolucionario y fue arrestado por las autoridades zaristas. Fue liberado gracias a la intervención de Maksim Gorki, quien se convirtió en su amigo y mentor. Shmeliov se dedicó a la escritura de novelas y cuentos, inspirados en su experiencia personal y en la vida del pueblo ruso.

Durante la primera guerra mundial, Shmeliov apoyó a los aliados y se opuso a la revolución bolchevique de 1917. En 1918, abandonó Moscú y se trasladó a Crimea, donde se unió al Ejército Blanco. En 1920, tuvo que huir del país y se estableció en París, donde vivió el resto de su vida.

En el exilio, Shmeliov continuó escribiendo y publicando sus obras, que reflejaban su nostalgia por Rusia y su crítica al régimen soviético. Su obra maestra, El sol de los muertos, fue publicada en 1923 y recibió el premio Goncourt de la Academia Francesa. La novela narra la odisea de un grupo de refugiados rusos que intentan escapar de la guerra civil y llegar a Constantinopla.

Shmeliov murió en París en 1950, a los 77 años. Su obra fue prohibida en la Unión Soviética hasta los años 80. Hoy en día, es considerado uno de los grandes escritores rusos del siglo XX y un testigo excepcional de su época.