La casa y el cerebro

Resumen del libro: "La casa y el cerebro" de

«La casa y el cerebro» es una novela de terror psicológico escrita por Edward George Bulwer-Lytton en 1859. La historia sigue a un joven heredero llamado Austin Ruthyn que regresa a la casa de su familia después de haber sido enviado a estudiar en el extranjero durante varios años. Sin embargo, una vez allí, descubre que hay algo extraño y siniestro que sucede en la casa, y se encuentra atormentado por visiones y sonidos que parecen tener una presencia sobrenatural.

A medida que la historia avanza, el misterio se profundiza, y se revelan oscuros secretos y tragedias pasadas que han afectado a la familia Ruthyn durante generaciones. Austin comienza a sospechar que hay alguien o algo que está tratando de hacerle daño, y debe luchar para descubrir la verdad detrás de la historia de su familia antes de que sea demasiado tarde.

En general, «La casa y el cerebro» es una novela intrigante que combina elementos de misterio, horror y psicología para crear una historia emocionante y perturbadora. La novela explora temas como el subconsciente, la locura, la culpa y la venganza, y ha sido aclamada como una de las mejores obras de Bulwer-Lytton.

Libro Impreso EPUB

Un relato victoriano de fantasmas

Un amigo mío, que es hombre de letras y filósofo, me dijo un día como entre bromas y veras:

—¡Figúrate! Desde que nos vimos por última vez, he descubierto una casa encantada en mitad de Londres.

—¿Realmente encantada? ¿Y qué había…? ¿Fantasmas?

—No puedo contestar a esas preguntas; lo único que sé es esto: hace seis semanas mi mujer y yo estábamos buscando un piso amueblado. Al pasar por una tranquila calle, leímos en la ventana de una de aquellas casas el anuncio: «Apartamentos amueblados». La ubicación nos satisfizo; entramos en la casa, nos gustaron las habitaciones, las alquilamos por una semana y las abandonamos al tercer día. Nada ni nadie habría convencido a mi mujer de que se quedase más tiempo; y no me extraña.

—¿Qué visteis?

—Disculpa; no deseo que se burlen de mí y me tachen de soñador supersticioso, ni tampoco podría solicitar que aceptes bajo mi testimonio lo que tú, sin la evidencia de tus propios sentidos, tendrías por increíble. Déjame decirte solo una cosa: más que lo que vimos u oímos (respecto a eso, supondrías con justicia que éramos víctimas de nuestra imaginación alterada o de la impostura de otros), lo que nos ahuyentó fue un terror indefinible que nos atenazaba a ambos al pasar junto a la puerta de cierta habitación vacía en la que ninguno de los dos vio ni oyó nada; y lo más asombroso y extraño es que, por primera vez en mi vida, estuve de acuerdo con mi esposa, pese a lo estúpida que sea, y admití tras la tercera noche que era imposible permanecer una cuarta en aquella casa.

»En consecuencia, la cuarta mañana llamé a la mujer que se encargaba de la casa y nos atendía, y le dije que las habitaciones no eran del todo satisfactorias para nosotros, así que nos iríamos sin finalizar nuestra semana. Ella respondió secamente:

—Sé la razón; se han quedado ustedes más tiempo que los demás inquilinos. Pocos pasaron una segunda noche; nadie, antes, la tercera. Pero supongo que ellos han sido muy amables con ustedes.

—¿Ellos…? ¿Quiénes? —pregunté fingiendo una sonrisa.

—Bueno, los que rondan la casa, quienesquiera que sean; yo no les presto atención. Me acuerdo de ellos hace muchos años, cuando también vivía en esta casa, y no como una sirviente; pero sé que algún día acabarán conmigo. No me importa… Soy ya vieja y, de todas formas, he de morir pronto: y entonces estaré con ellos, y seguiré en esta casa.

La mujer hablaba con una parsimonia tan lúgubre que, realmente, una especie de temor me impidió charlar con ella más por extenso. Le aboné la semana entera, y mi mujer y yo nos pusimos contentísimos de marcharnos a tan bajo precio.

—Excitas mi curiosidad —dije—; nada me agradaría más que dormir en una casa encantada. Por favor, dame la dirección de esa que abandonaste tan ignominiosamente.

Mi amigo me dio la dirección y, cuando nos separamos, me encaminé derecho hacia la casa.

Se encuentra al lado norte de Oxford Street, en una arteria desangelada pero respetable. Estaba cerrada; no vi ningún anuncio en la ventana y no obtuve respuesta al llamar. Mientras ya me iba, un mozo de cervecero, que recogía jarras de peltre en el vecindario, me dijo:

—¿Busca a alguien en esa casa, señor?

—Sí, tengo entendido que se alquila.

—¡Alquilarse! Vaya, la mujer que estaba a cargo de la casa murió; tres semanas hace que lleva muerta, y no han podido encontrar a nadie que ocupe su lugar, aunque Mr. J*** ofreció una bonita suma. Ofreció a mi madre, que limpia para él, una libra a la semana solo por abrir y cerrar las ventanas, y ella no quiso.

—¡No quiso! ¿Y por qué?

—La casa está encantada; y a la vieja que estaba a cargo la encontraron muerta en su cama con los ojos abiertos de par en par. Dicen que el diablo la estranguló.

—¡Bah! Has mencionado a Mr. J***. ¿Es el dueño de la casa?

—Sí.

—¿Dónde vive?

—En G*** Street, número ***.

—¿Qué es? ¿Tiene algún negocio?

—No, señor, nada en particular; un caballero soltero.

Ofrecí al mozo de las jarras la propina que se había ganado por su generosa información y me dirigí a ver a Mr. J*** en G*** Street, próxima a la calle que se jactaba de tener una casa encantada. Allí tuve la fortuna de hallar dentro a Mr. J***, un hombre de edad avanzada, con el rostro inteligente y atractivos modales.

Le comuniqué mi nombre y mis intenciones con toda franqueza. Dije que, según había oído, la casa estaba supuestamente encantada; que sentía un intenso deseo de examinar una casa con una reputación tan equívoca; que me consideraría muy agradecido si me permitiese alquilarla, aunque solo fuera por una noche. Y no me importaba pagar por tal privilegio la suma que él quisiera pedir.

—Señor —dijo Mr. J*** con gran cortesía—, la casa está a su disposición durante el tiempo, más o menos largo, que guste. Olvidémonos del alquiler. El agradecimiento será mío si es usted capaz de descubrir la causa de los extraños fenómenos que en el momento actual la privan de todo su valor. No puedo alquilarla porque no puedo conseguir siquiera una criada que la mantenga en orden y conteste a la puerta.

»Desgraciadamente, la casa está encantada, si puedo usar esa expresión, tanto de noche como de día; aunque por la noche los trastornos adquieren un carácter más desagradable y, en ocasiones, alarmante. La infeliz anciana que falleció allí hace tres semanas era una indigente a la que yo mismo saqué de un asilo de pobres; en su niñez había tenido trato con algunos miembros de mi familia, y una vez se vio en circunstancias tan favorables que había alquilado esa misma casa a mi tío. Era una mujer de educación distinguida y mente poderosa, y fue la única persona a la que logré persuadir de que permaneciera allí. En realidad, desde su muerte, que fue repentina, y las pesquisas del juez de instrucción, que dieron mala fama a la casa en todo el barrio, he desesperado de encontrar a una persona que se encargue de ella, mucho más a un inquilino, y de buen grado la alquilaría gratis por un año a cualquiera que pague las tasas e impuestos.

La casa y el cerebro: Edward George Bulwer-Lytton

Edward Bulwer-Lytton. Político, poeta y crítico británico, además de un novelista prolífico. Nació en Londres en 1803, en el seno de una prominente familia. Niño delicado y neurótico, pero muy precoz, a los 15 años había publicado un libro, aunque de escasa calidad: Ishmael and other Poems. Estudió en el Trinity College, en Cambridge y frecuentó la alta sociedad en calidad de dandy. En 1827, contra los deseos de su madre, se casó con la irlandesa Rosina Doyle Wheeler. Debido a los lujosos gastos del matrimonio, Edward tuvo que trabajar y se convirtió en un fecundo y exitoso autor, en la misma medida que Dickens o Thackeray. Publicó novelas, poemas, obras de teatro, ensayos, cuentos, traducciones y volúmenes de historia. Su matrimonio resultó no solo un fracaso, sino además un auténtico escándalo. Rosina denunció en diversos escritos el comportamiento de su marido, y él le retiró su asignación y le negó ver a sus hijos. En 1831 resultaría elegido para el Parlamento, puesto que conservó durante nueve años. Poco después publicaría la obra que lo consagraría, Los últimos días de Pompeya (1834), el único de sus títulos que perduró. Aun así, es autor de una gran cantidad de relatos y novelas macabras, a reivindicar, como Zanoni (1842), el presente La casa y el cerebro (1859), conocida también como The Haunters and the Haunted, y que está considerado por autores de la talla de Lovecraft como el mejor cuento de casas encantadas jamás escrito, o A Strange Story (1862). Para entonces, su fama era tal que ese mismo año, tras la abdicación del rey Otto de Grecia, le fue ofrecida la corona griega, que él rechazó. En 1866, Bulwer-Lytton ascendió a la nobleza como primer Barón Lytton. Falleció el 18 de enero de 1873 de una infección de oído que le afectó al cerebro y le ocasionó un ataque.