La invención de Morel

Resumen del libro: "La invención de Morel" de

«La invención de Morel» es una novela escrita por el autor argentino Adolfo Bioy Casares y publicada en 1940. Esta obra es considerada como una de las grandes joyas de la literatura de ciencia ficción y ha sido aclamada por su originalidad y complejidad narrativa.

La historia sigue al protagonista, quien se encuentra en una isla aparentemente desierta en busca de refugio y tranquilidad. Pronto descubre que la isla está habitada por un grupo de personas que parecen estar atrapadas en un bucle temporal, repitiendo las mismas acciones día tras día.

Mientras explora la isla, el protagonista se siente atraído por la presencia de una mujer llamada Faustine, quien se convierte en el objeto de su obsesión amorosa. Sin embargo, ella parece no notar su presencia y sigue interactuando con otros habitantes de la isla.

El misterio se profundiza cuando el protagonista descubre una serie de extrañas máquinas creadas por un tal Morel, un científico excéntrico que habita la isla. Estas máquinas son capaces de capturar imágenes y reproducciones de los habitantes, creando copias virtuales idénticas, pero sin conciencia propia, que se repiten en bucle, dando lugar a la extraña repetición temporal.

A medida que el protagonista investiga más, enfrenta la posibilidad de que él también pueda ser solo una reproducción virtual, y la línea entre la realidad y la ilusión se vuelve cada vez más borrosa. La búsqueda del amor y la comprensión de la naturaleza de la existencia se convierten en temas centrales de la novela.

A través de una narrativa ingeniosa y reflexiva, Adolfo Bioy Casares explora temas como la identidad, la soledad, el deseo y la obsesión. «La invención de Morel» se destaca por su intrincada estructura y su exploración de conceptos filosóficos y científicos, dejando a los lectores con preguntas sobre la naturaleza de la realidad y la percepción humana.

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PRÓLOGO

Stevenson, hacia 1882, anotó que los lectores británicos desdeñaban un poco las peripecias y opinaban que era muy hábil redactar una novela sin argumento, o de argumento infinitesimal, atrofiado. José Ortega y Gasset —La deshumanización del arte, 1925— trata de razonar el desdén anotado por Stevenson y estatuye en la página 96, que «es muy difícil que hoy quepa inventar una aventura capaz de interesar a nuestra sensibilidad superior», y en la 97, que esa invención «es prácticamente imposible». En otras páginas, en casi todas las otras páginas, aboga por la novela «psicológica» y opina que el placer de las aventuras es inexistente o pueril. Tal es, sin duda, el común parecer de 1882, de 1925 y aun de 1940. Algunos escritores (entre los que me place contar a Adolfo Bioy Casares) creen razonablemente disentir. Resumiré, aquí, los motivos de ese disentimiento.

El primero (cuyo aire de paradoja no quiero destacar ni atenuar) es el intrínseco rigor de la novela de peripecias. La novela característica, «psicológica», propende a ser informe. Los rusos y los discípulos de los rusos han demostrado hasta el hastío que nadie es imposible: suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia, personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad… Esa libertad plena acaba por equivaler al pleno desorden. Por otra parte, la novela «psicológica» quiere ser también novela «realista»: prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo toque verosímil. Hay páginas, hay capítulos de Marcel Proust que son inaceptables como invenciones: a los que, sin saberlo, nos resignamos como a lo insípido y ocioso de cada día. La novela de aventuras, en cambio, no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada. El temor de incurrir en la mera variedad sucesiva del Asno de Oro, de los siete viajes de Simbad o del Quijote, le impone un riguroso argumento.

He alegado un motivo de orden intelectual; hay otros de carácter empírico. Todos tristemente murmuran que nuestro siglo no es capaz de tejer tramas interesantes; nadie se atreve a comprobar que si alguna primacía tiene este siglo sobre los anteriores, esa primacía es la de las tramas. Stevenson es más apasionado, más diverso, más lúcido, quizá más digno de nuestra absoluta amistad que Chesterton; pero los argumentos que gobierna son inferiores. De Quincey, en noches de minucioso terror, se hundió en el corazón de laberintos, pero no amonedó su impresión de unutterable and self-repeating infinities en fábulas comparables a las de Kafka. Anota con justicia Ortega y Gasset que la «psicología» de Balzac no nos satisface; lo mismo cabe anotar de sus argumentos. A Shakespeare, a Cervantes, les agrada la antinómica idea de una muchacha que, sin disminución de hermosura, logra pasar por hombre; ese móvil no funciona con nosotros. Me creo libre de toda superstición de modernidad, de cualquier ilusión de que ayer difiere íntimamente de hoy o diferirá de mañana; pero considero que ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento como The turn of the screw, como Der Prozess, como Le Voyageur sur la terre, como ésta que ha logrado, en Buenos Aires, Adolfo Bioy Casares.

Las ficciones de índole policial —otro género típico de este siglo que no puede inventar argumentos— refieren hechos misteriosos que luego justifica e ilustra un hecho razonable; Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una Odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural. El temor de incurrir en prematuras o parciales revelaciones me prohíbe el examen del argumento y de las muchas delicadas sabidurías de la ejecución. Básteme declarar que Bioy renueva literariamente un concepto que San Agustín y Orígenes refutaron, que Louis Auguste Blanqui razonó y que dijo con música memorable Dante Gabriel Rossetti:

I have been here before,
But when or how I cannot tell:
I know the grass beyond the door,
The sweet keen smell,
The sighing sound,
the lights around the shore…

En español, son infrecuentes y aun rarísimas las obras de imaginación razonada. Los clásicos ejercieron la alegoría, las exageraciones de la sátira y, alguna vez, la mera incoherencia verbal; de fechas recientes no recuerdo sino algún cuento de Las fuerzas extrañas y alguno de Santiago Dabove: olvidado con injusticia. La invención de Morel (cuyo título alude filialmente a otro inventor isleño, a Moreau) traslada a nuestras tierras y a nuestro idioma un género nuevo.

He discutido con su autor los pormenores de su trama, la he releído; no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta.

JORGE LUIS BORGES

Buenos Aires, 2 de Noviembre de 1940.

La invención de Morel: Adolfo Bioy Casares

Adolfo Bioy Casares. Escritor argentino. Nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914. Nació en el seno de una familia acomodada, Fue el único hijo de Adolfo Bioy y Marta Casares. Escribió Ingresó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras, tras la decepción que le significó el ámbito universitario, se retiró a una estancia - posesión de su familia - donde, cuando no recibía visitas, se dedicaba casi exclusivamente a la lectura, entregando horas y horas del día a la literatura universal. Por esas épocas, entre los veinte y los treinta años, ya manejaba con fluidez el inglés, el francés y el alemán. En 1932, Victoria Ocampo le presentó a Jorge Luis Borges quien en adelante se convertiría en su mejor amigo y con quien colaboró en la escritura varios relatos policiales con el seudónimo de Honorio Bustos Domecq. En 1940, Bioy Casares se casó con la hermana de Victoria, Silvina Ocampo, también escritora.

Se hizo mundialmente conocido sobretodo por la publicación de su novela La invención de Morel.

Bioy Casares fue propulsor del género fantástico y el rescate del relato por sobre lo descriptivo. Defensor del género policial por su interés en la trama en sí.

Recibió la Legión de Honor francesa en 1981, y fue nombrado ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires en 1986.

Fue galardonado con algunos de los premios más importantes de las letras hispánicas: el Premio Cervantes y el Premio Internacional Alfonso Reyes.

Murió en Buenos Aires el 8 de marzo de 1999.